La lista de Schindler
Sexy Beast
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Cien millones en el banco, un casoplón en la playa, una piscina de la hostia, una exactriz porno como mujer enamorada... ¿Dónde hay que firmar? Lo único que no le envidio a este mafioso de "Sexy Beast" es su gusto por el calor, y menos aún ese calorazo de la costa de Almería, una cosa entre factor cancerígeno y tostadora de avellanas. Pero si me cambiaran Almería por la costa del Cantábrico yo también le vendería mi alma a Mefistófeles.
De hecho, cada vez que veas una residencia de lujo en un lugar privilegiado, piensa que su dueño es un tipo sin escrúpulos que ha robado mucho o ha asesinado a mansalva. Hay tantas formas de robar y de asesinar... Desde las más atroces hasta las más bendecidas por la ley. El otro 0’01% lo integran los futbolistas, los actores y los tipos agraciados con el Gordo de Navidad. Que yo sepa, meter goles en la Champions, ganar el Oscar de Hollywood o acertar el número de la lotería no le quita el pan de la boca a ningún desgraciado de por ahí.
El problema de estar en deuda con el diablo es que éste puede reclamarte los favores y reaparecer entre nubes de sulfuro. Y da igual que le implores o que le reces a la inversa. Él se ríe de la piedad y se mea en las oraciones. Es Belcebú, coño, y de la banda de Belcebú Flanagan no se va nadie por propia voluntad. Ése es el infortunio que irrumpe en la vida de Gal, el as del butrón, que ya se creía retirado para siempre de su vida delincuente, a pleno sol todo el día entre sangrías y “paelas”, y calamares a la romana que en Almería bordan con el gracejo habitual.
Una mala tarde la tiene cualquiera, como decía Chiquito de la Calzada, que era de Málaga,y en esa tarde de nubarrones simbólicos a Gal le anuncian que el diablo en persona va a presentarse en su “hasienda esspañola" para reclamarle un último trabajito con el taladro. El diablo se parece mucho a Ben Kingsley, que en otra película hizo de santo laico de los hindúes. Pero cualquier parecido con aquella bonhomía, con aquella mansedumbre, va a ser mera coincidencia.
La invención de Hugo
🌟🌟🌟
Los hermanos Lumière no inventaron el cine, como nos decían
de pequeños en el libro de Sociales. Ellos inventaron la máquina de hacer cine,
que no es lo mismo. Ellos eran ingenieros, pero no cineastas. Clavaban la
cámara en la estación de tren o en la salida de la fábrica -de su fábrica- y
dejaban que la vida transcurriera ante el objetivo sin trampa ni cartón. Vamos
a conceder que eran... documentalistas. Carecían, además, de cualquier espíritu
visionario. Después de asombrar a los parisinos con sus proyecciones en el Grand
Café Capucines, los Lumière pronosticaron que el cine nunca pasaría de ser una
atracción de feria. Una curiosidad de la ciencia, que avanzaba a todo trapo.
Edison, al otro lado del charco, pensaba tres cuartos de lo mismo.
Hace muchos años, en las madrugadas de Antena 3 radio, Carlos
Pumares nos contaba que en una de esas proyecciones estuvo presente George Méliès,
el ilusionista que asombraba a los parisinos con sus trucos en el teatro.
Cuenta la leyenda -más o menos como lo cuenta Martin Scorsese en “La invención
de Hugo”- que Méliès se quedó... embobado, boquiabierto como un niño, y que al
mismo tiempo que la luz atravesaba la oscuridad para estamparse en la pantalla
y crear vida animada, una certeza de genio atravesó su meninge para alumbrar un
mundo lleno de posibilidades. Méliès supo que iba a transformar aquel proyector
de realidad en una fuente de sueños. El cine nació justo en ese momento de intuición.
De esa quijada descolgada, y de esos ojos como platos. Todo lo que vino después
-el amor y el dolor, la sorpresa y el llanto, el terror y la pasión, Luke
Skywalker descubriendo los caminos de la Fuerza- ya lo imaginó Méliès en un solo
segundo de divina inspiración.
La pena es que este homenaje de Martin Scorsese a George Méliès
sea tan... infantil. Desconozco las razones. La figura de Méliès merecía otro
tipo de acercamiento. Espero, sinceramente, que “La invención de Hugo” no tuviera
un “afán pedagógico”, porque don Martin es más inteligente que todo eso. Los “afanes
pedagógicos” a los niños se la soplan. A las niñas igual. A les niñes ni te
cuento.
Operation Finale
Dicen que mi abuela, en el año 64, en la televisión del vecino rico, cuando vio saltar a los futbolistas soviéticos al césped del Santiago Bernabéu para jugar la final de la Eurocopa, exclamó, sorprendida: “¡Pero estos hombres... no tienen rabo ni cuernos!” Ella, aunque nacida en una meseta esteparia, no había visto un ruso en su vida, y los imaginaba como de otra raza, amoral y perversa, con apéndices de Belcebú y llamaradas saliendo por el cogote, como los describía en la radio la propaganda oficial.
Tres años antes, en Jerusalén, los asistentes al juicio de Adolf Eichmann debieron de pensar algo parecido a lo de mi abuela, cuando apareció aquel tipo bajito custodiado por los guardias. “¿Y este es el nazi peligrosísimo que el Mossad fue a buscar a Buenos Aires en una odisea casi propia de James Bond...?” Cuando vieron a aquel hombre calvorota, apocado, con gafas de lente gruesa, tan poco ario y tan poco feroz, que encima hablaba con parsimonia, sin rencor, explicando su papel en la guerra como si estuviera declarando ante un tribunal de oposiciones, los israelíes debieron de sufrir una disonancia cognitiva que tal vez les perturbó en las primeras sesiones, pero que rápidamente apartaron de sus mentes. Aquel hijo de puta podía disimular todo lo que quisiera pero en realidad era un monstruo sanguinario que había gestionado los asuntos más escabrosos del Holocausto con una eficacia prusiana que helaba la sangre de cualquiera.
El dictador
El dictador, aunque vaya dedicada con recochineo al difunto Kim Jong-il, es en realidad la parodia de un déspota africano muy parecido a Muamar el Gadafi. Un retrato parido en la mente demenciada, sumamente particular, de Sacha Baron Cohen. Un humorista británico que jamás cultivó el humor inglés.