Mostrando entradas con la etiqueta Ciudad de Dios. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Ciudad de Dios. Mostrar todas las entradas

Ciudad de Dios

🌟🌟🌟🌟🌟

La Ciudad de Dios, en los arrabales de León, solo quedaba a un kilómetro de donde yo vivía. El barrio de Corea, la llamábamos, como llamábamos Barrio Chino al epicentro del puterío, que en realidad, en el León de provincias, era una calle cuesta arriba donde olía a meados de borrachos y dicen que decían que vivían las prostitutas.

    Del barrio de Corea -que luego descubrí que era la nomenclatura universal de cualquier barrio conflictivo- nos llegaban noticias de autobuses apedreados, de reyertas que acababan a navajazos. De chavales que jamás iban al colegio y andaban por las calles como estos de la película, a la buena de Ídem, navajilla del Torete en mano, o del Vaquilla, asaltando al pobre transeúnte que desconocía la naturaleza de las calles apartadas. Porque el barrio quedaba justo a los pies del complejo hospitalario, pero por la ladera equivocada, claro, y alguno que venía de los pueblos siempre acababa perdiéndose por allí, buscando un menú del día o un simple paseo que dispersara las miasmas de los enfermos.

    Recuerdo los coches de policía que pasaban silbando por nuestra avenida cada dos por tres, camino del bochinche o del altercado. “Ya están los del Barrio de Corea tocando los cojones...”, decía mi madre como quien dice ya llueve otra vez, o ya viene el panadero con la furgoneta. Yo me cruzaba con Zé Pequeno y compañía cuando bajaban a la ciudad por esa misma avenida, que era la única que los comunicaba con el resto de la civilización, todo zarzales y cardos al otro lado del mapa. Iban siempre en pandilla, sucios de mugre y de lamparones, con camisetas y pantalones que jamás lavaban con Micolor. No dejaban a nadie sin escrutar, sin provocar con alguna mirada o con alguna amenaza: qué miras, gilipollas, o sé dónde vives, gafotas, me cagüen tu puta madre, y baladronadas así,  que la verdad es que acojonaban mucho, pero que en realidad casi siempre quedaban en nada. 

    Supongo -o quiero creer- que fuera de su barrio, de su ecosistema gangsteril, iban tan acojonados como nosotros, cuando alguna vez, en arriesgadísima aventura, para hacernos los hombres, nos internábamos a horas muy solares por su favela, a husmear, a satisfacer la curiosidad, en apretada formación, con el culo apretado, y la contraseña en los labios, para salir corriendo en caso de tal, como aquellos legionarios romanos que hace dos mil años llegaron a nuestro territorio y decidieron acampar lejos de ese barrio tan famoso como peligroso. 



Leer más...