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Los miserables

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Un siglo y medio después de que la Comuna de París fuera barrida de las calles, estamos más o menos como estábamos. O incluso peor, porque debajo de la capa de proletarios ha emergido -o más bien “sumergido”- otra casta de miserables que ya ni siquiera van a poder trabajar. Los hijos de quienes una vez vinieron a limpiar mierda y a recoger fresas por cuatro céntimos la genuflexión. Una clase social -la tercera en discordia -que no entra en ningún análisis marxista de la cuestión, porque Marx sólo distinguía entre quien poseía los medios de producción y quien producía las cosas con sus manos, o con sus herramientas.



    Los proletarios modernos, es cierto, viven más y mejor que en el siglo XIX, porque los revolucionarios, los huelguistas, los socialistas que poco a poco fueron obteniendo el poder, lograron que ahora tengamos garantizado un techo estable, una comida  caliente y tropecientos canales en la tele para entretenernos por las noches. Desde que Marx y Engels anunciaran que un fantasma recorría los países de Europa, por cada revolución exasperada de los pobres siempre ha estallado una contrarrevolución mortífera de los ricos. Pero en los últimos 150 años, en cada armisticio firmado en la lucha de clases, el pobre siempre ha conseguido subir un pequeño escalón en la mansión del bienestar. En los tiempos de Los miserables de Víctor Hugo no existía la Seguridad Social, la vacación pagada, la jornada laboral de ocho horas… No se produjo el vuelco histórico que Marx anunció en sus escritos, pero al menos, la burguesía, comprendió que la masa explotada y famélica era mala compañera de viaje en el mundo de los negocios.

    Pero esta gente, los miserables modernos, ni siquiera tienen el privilegio de ser explotados a cambio de un jornal de subsistencia. Son una clase verdaderamente desposeída, aburrida, desesperada, que dedica su tiempo vacío a mirar por la ventana, a jugar en el polideportivo, a enredar con asuntos que al final terminan en un trapicheo de drogas, en un imán que recluta soldados, en una algarada callejera que termina como el Rosario de la Aurora…



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