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El peregrino

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En la “Gran Enciclopedia Universal de Charles Chaplin” que tengo sobre la mesilla de noche -un tocho que uso de pisapapeles para los otros libros de la somnolencia- se explica que “El Peregrino” fue rodado en un arrebato creativo, casi deprisa y corriendo. Pues bendita prisa, queridos hermanos, y queridas herbabas. 

Chaplin, al parecer, había hecho un último intento por romper su contrato con la First National -el argumento de siempre: que no ganaba suficiente dinero, que le cortaban las alas, que a su alrededor eran todos unos inútiles- pero los dueños le contestaron que todavía les debía un último cortometraje de los nueve contratados. Chaplin ya era don Charles Chaplin en 1918, pero los contratos también eran los contratos y hay que reconocer que en eso, los americanos, siempre han sido gente muy seria y legalista.

“El peregrino” cuenta la historia de un prófugo de la cárcel que se traviste de pastor protestante para huir de la justicia. Y digo “se traviste” porque ponerse ropas de cura también implica un cambio de sexo: en este caso para el no-sexo, o para el sexo de los ángeles. O eso es al menos lo que ellos dicen, porque la rijosidad, como la vida en “Parque Jurásico”, siempre se abre camino.

De hecho, en “El peregrino”, Charlot es descubierto porque la pulsión sexual que siente por Edna Purviance le traiciona el disimulo. La de cosas que han sucedido por debajo de las sotanas a lo largo de los siglos... Para eso las llevaban, claro, no para que los feligreses les distinguieran como pastores del rebaño. Nunca les hizo falta. Recuerdo que de niño, en León, yo jugaba con mi madre a adivinar curas de paisano por la calle, sólo mirándoles la jeta, y acertábamos, o eso creíamos, en nueve de cada diez casos. Es la sublimación del instinto, decía mi madre, que siempre es imperfecta y les vuelve turbia la mirada por una mala combustión de los órganos internos. 




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Día de paga

🌟🌟🌟


En los viejos cómics de Bruguera era habitual ver a la esposa de Fulano con un rodillo de amasar en ristre, esperándole tras la puerta de madrugada. Era el cliché para hacernos entender que Fulano era un vivalavirgen y que Mengana, su señora, estaba de él hasta los ovarios. También se veían muchos rodillos de amasar en las películas españolas, con la señora en bata boatiné y rulos en la cabeza, mientras el marido llegaba a las tantas medio borracho de amigotes o medio follado por las fulanas, tratando de no hacer ruido con las llaves al encajarlas en la cerradura.

Pero un día, coincidiendo con la entrada de España en el Mercado Común, el rodillo pasó a ser un signo de distinción burguesa y desapareció de las ficciones proletarias para afincarse en los programas de alta cocina que inundaron nuestras pantallas, entregado a su función primigenia de aplanar la masa muy fina de los hojaldres. Yo no había vuelto a ver un rodillo en años, quizá en décadas, hasta que hoy me he reencontrado con uno en “Día de paga”, que es un cortometraje de Chaplin rodado en 1922. Más de un siglo nos contempla ya. 

“Día de paga” es un cortometraje extraño porque lo protagoniza Charlot sin ser el vagabundo habitual. Al principio pensamos que sí porque lleva las mismas pintas y se ofrece a trabajar de peón por cuatro centavos y un bocadillo. Allí monta el Cristo habitual, hace gala de sus dotes gimnásticas y trata de conquistar -cómo no- a la hija del capataz, que es de nuevo Edna Purviance ataviada con un sombrero. Pero mediada la función descubriremos que Charlot tiene un hogar al que regresar y una esposa que aguarda impaciente su jornal. Es una situación novedosa, un paréntesis conyugal en la vida solitaria de Charlot, que siempre ha vivido en soledad por enamorarse de mujeres demasiado hermosas e inalcanzables. 

Aquí Charlot no está solo, pero es como si lo estuviera, porque es obvio que esta pareja ha perdido la chispa y la confianza. Su señora, además de gruñona -aunque gruña con razón- no se parece precisamente a Paulette Godard, y él, que dilapida los jornales con los borrachuzos de la taberna, tampoco está, la verdad, para presumir de muchas virtudes.




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Vacaciones (The idle class)

🌟🌟🌟


Leo en la Gran Enciclopedia Universal sobre Charles Chaplin que “Vacaciones” se estrenó en Madrid el 28 de abril de 1924, en plena dictadura de Primo de Rivera. Quizá por eso, de motu proprio o a punta de pistola, los distribuidores españoles cambiaron el título original (“The idle class”, la clase ociosa) por este otro que no tiene nada que ver con la lucha de clases y menos todavía con el argumento que luego se ve en la pantalla.

En “The idle class" no hay ningún personaje que trabaje, ni en invierno ni en verano, y por tanto la palabra “vacaciones” carece de sentido: los de la clase ociosa porque viven de las rentas y el vagabundo Charlot porque es un viejo hidalgo que jamás se mancha las manos con ningún oficio conocido. Él vive del gorroneo, de la jeta supina, del pequeño latrocinio al vendedor de perritos calientes. Y aunque es verdad que cuando engaña a un pobre diablo el mito de Charlot se nos va un poco por el sumidero, cuando se aprovecha de esos cabronazos de la alta ociosidad a uno le sale la sonrisa malévola del bolchevique famélico pero todavía no derrotado. 

Los censores que trabajaban para Primo de Rivera -curas, guardias, chorizos y otras gentes de mal vivir- debieron de detectar en “The idle class” la burla soterrada que Charles Chaplin le dedicaba a las clases pudientes de Estados Unidos, primas hermanas de las clases pudientes que en España sostenían el régimen y reprimían el movimiento obrero repartiendo hostias a mansalva, o bayonetazos, o incluso a tiro limpio cuando era menester. Así que los lameculos disfrazaron el cortometraje de Charlot vistiéndole de sainete ligero y familiar: esos que tú ves no son explotadores que viven de puta madre a costa del sudor ajeno, sino que, ja, ja, son gente honrada que simplemente está de vacaciones y que ha alquilado un palacio con campo de golf y sirvientes con librea para desestresarse del duro trabajo en pro del ciudadano. 

¿Y Charlot?: pues eso, uno que hace charlotadas, gilipolladas, gracietas para que se rían los niños.





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The Bond (Obligaciones)

🌟🌟🌟


Cuando se declaró la I Guerra Mundial, Charles Chaplin no se alistó en el ejército británico para combatir en las trincheras. Él ya vivía en Estados Unidos y empezaba a ganar mucho dinero con sus cortometrajes. Desconozco cuál era el marco legal entonces vigente, pero me imagino -porque si no hubieran enviado un pelotón para trincarle- que no tenía ninguna obligación de alistarse más allá de demostrar su compromiso con la patria. Y yo, en eso, no voy a criticarle. Si ahora mismo nos propusieran, así, voluntariamente, por amor a la bandera y a la infanta Leonor, ir a pegar tiros a los frentes de Ucrania porque están en juego los valores de la civilización occidental y bla, bla, bla, yo, la verdad, prefería seguir viendo los deportes en Movistar + y pasear a mi perrete por el monte. Me puede el pasotismo, el nihilismo, la pereza, la cobardía... Un poco de todo. Sobre todo el descreimiento proletario: no hay una sola guerra que no tenga su explicación en el beneficio empresarial que extraen cuatro hijos de la gran puta. 

Tres años después, en 1917, Estados Unidos entró en la guerra europea y ahí ya le cayeron hostias dialécticas como hogazas al bueno de don Charles. Él ya era una estrella mundial gracias al personaje de Charlot y el gobierno americano pudo haberle declarado exento por el bien del esfuerzo bélico, confiando en que sus payasadas iban a ser más beneficiosas para la soldadesca que sus disparos. Pero tal cosa no sucedió, y Chaplin, no sabemos si forzado por las críticas o avergonzado de su pasividad, decidió presentarse en la oficina de reclutamiento para ser descartado casi al instante por ser tan bajito y tan poquita cosa en realidad.

La fachosfera mediática -que entonces ya existía- hizo como que Chaplin no se había presentado y siguió atizándole por su falta de compromiso con el país que le daba de comer. Así que Chaplin, aprovechando que tenía que filmar unos cortometrajes por contrato, rodó “The Bond” -una simpática nadería que apenas dura 10’- para animar a la población a comprar bonos de guerra. Y la campaña fue todo un éxito. Chaplin, en la Gran Guerra, jamás tomó una colina, pero sí recaudó una montaña de dinero. 




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Un día de juerga

🌟🌟🌟

Mientras Chaplin rodaba “El chico” y se enredaba con sus perfeccionismos obsesivo-compulsivos, los jefazos de la “First National”, que era la compañía que distribuía sus películas, se impacientaban porque no tenían más mercancía que llevar a las pantallas. Chaplin era un negocio redondo y todo el mundo quería comprarse su chalet con piscina en Beverly Hills o en barrios aledaños. 

(Todo esto, por supuesto, acabo de leerlo en internet).

Chaplin, para cumplir los contratos firmados, rodó este cortometraje que apenas dura 20 minutos y que despachó en apenas una semana usando el mismo elenco de “El chico”: Edna Purviance para interpretar a la esposa y Jackie Coogan para hacer de uno de los chiquillos. Porque “Día de juerga” es un título equívoco que remite a un Charlot borracho o a un Charlot empalmado, la típica comedia del vagabundo rijoso que siembra el caos por California, cuando en realidad se trata de una historieta en la que no aparece ni el personaje Charlot. “Día de juerga” es puro mainstream familiar que podría estrenar perfectamente el Disney Channel si allí le dieran una oportunidad al blanco y negro y a sus mil grises intermedios.

Mientras veía a la familia Chaplin pasar su día de fiesta entre atascos de tráfico y mareos en el mar, yo pensaba en esas mujeres que tienen más o menos mi edad y que también buscan el amor en las redes sociales de Cupido y Asociados. Divorciadas que tuvieron sus críos cuando cumplieron 40 años, o incluso después, y que ahora, ya superados los 50, todavía los sacan a los parques y les aguantan las jatas y los caprichos de preadolescentes. Me admiran, pero al mismo tiempo las veo algo superadas. Me fatigo ante el espectáculo. Ya estoy más para abuelo que para padre. Mis “días de juerga” familiares quedan tan lejos que ya pertenecen a otra vida. Mi hijo es un adulto que ve conmigo los partidos del Madrid y analiza las circunstancias del juego como los comentaristas de la tele. Ya son, desde luego, unas juergas muy distintas a las de este cortometraje.





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Al sol

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En 1919, los empleados de la hostelería recibían patadas en el culo para que cumplieran con su trabajo. En algo hemos avanzado. Mil elecciones democráticas después, la lucha obrera alcanzó al menos uno de sus objetivos. El abuelo Karl sonríe satisfecho desde su tumba y yo estoy por sacar la bandera roja a pasear.

Hay un fulano en internet que se ha puesto a contar las patadas que recibe Charlot en el culo y le salen 22. Casi una por minuto de metraje. Insisto en que el empresario moderno, el emprendedor del siglo XXI, ya no trata así a sus empleados. Y solo por eso ya cree merecer un monumento en cada plaza y en cada centro comercial. Y sin embargo ahí están, vilipendiados por los rojos, y despreciados por la misma gente que vive gracias a ellos. Morder la mano que da de comer y todo eso.

Eso sí: Charlot, a pesar de ser un trabajador explotado en aras del turismo, vive en una habitación dentro del hotel que no está nada mal, dada su condición subalterna. Su apartamento tiene una cama, una cómoda y un pequeño baño para asearse. Es verdad que carece de una mesa decente para comer, pero como vive en el mismo hotel aprovecha las dependencias para freírse los huevos y prepararse los cafés. Su habitación, quiero decir, no es un zulo al estilo del siglo XXI anunciado en Idealista: ahora ya no recibes patadas en el culo como él, pero te vas dando coscorrones contra los techos y deshollándote los codos contra las paredes.

“Al sol” es un Chaplin venido a menos. Un desayuno muy proletario de café descafeinado y churros sin azúcar. Leo en internet que su rodaje le pilló en mitad de un divorcio y que además estaba en litigios con la empresa que distribuía sus películas. Chaplin, en eso, era como los futbolistas geniales que salen al césped desganados porque discutieron con la top-model o porque no les pagan lo que quieren por llevar las botas de tal marca. En “Al sol” apenas hay un ramillete de detalles, de ocurrencias que queden para el recuerdo. Un pase filtrado y un control espectacular. Poco más. La ley del mínimo esfuerzo. 




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Armas al hombro

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A Chaplin, en 1914, siendo británico y en edad de merecer, le llovieron las críticas por no alistarse en el ejército en la I Guerra Mundial. Mientras sus compañeros de quinta caían como moscas en las trincheras de Francia, él rodaba sus películas para la Keystone o para la Essanay entre los naranjales de Hollywood. Interpelado por los periodistas, Chaplin adujo compromisos contractuales y añadió: “Soy más útil para mi país rodando películas que arrancan carcajadas y levantan la moral”. 

(No voy a ser yo quien denuncie el cinismo o el oportunismo de tales palabras porque hubiera hecho exactamente lo mismo. ¿Ir a pegar tiros para defender los privilegios de la infanta Leonor o las inversiones en Moldavia del Banco Sabadell?).

Sin embargo, en 1917, cuando Estados Unidos decidió entrar en la guerra europea, Chaplin ya no pudo escaquearse. No alistarse suponía traicionar a dos países a la vez, el natural y el de adopción, así que hizo de tripas corazón y se presentó en las oficinas de reclutamiento. Cuentan que al verle tan canijo y tan poquita cosa, los médicos del ejército se echaron unas carcajadas y le devolvieron a Hollywood con unas palmaditas en la espalda. “Hala, don Charles, a rodar comedias, que buena falta nos hacen, y a triscar con las actrices,..”

Y así, a medio camino entre el alivio y la frustración, Chaplin decidió rodar un largometraje sobre la Gran Guerra que luego, por aquello de los productores y de sus manías de perfeccionista, se quedó en este cortometraje titulado “Armas al hombro”. Te ríes mucho porque hay ocurrencias geniales, pura mitomanía de Charlot, pero también se te hiela la sonrisa cuando recuerdas que en la Gran Guerra combatió su doppelganger nacido en Austria, otro canijo moreno que llevaba el mismo bigotito ridiculón. 

Noventa años después de todo esto, Quentin Tarantino rodó una fantasía bélica en la que Adolf Hitler moría antes de tiempo achicharrado en un cine. Pero esto de “Malditos Bastardos” ya lo había inventado Chaplin en “Armas al hombro” haciendo prisionero al káiser de sombrero puntiagudo. Al final era un sueño, sí, pero los sueños cine son, como cantaba Luis Eduardo Aute. 





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Vida de perro

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Yo, con los perretes, soy igual que Isabel I de Inglaterra: si sale uno en la función, ¡obra maestra! Las obras de Shakespeare las podría haber escrito Perico de los Palotes y a ella le hubiera dado lo mismo. Lo importante eran los perretes y sus gracietas. Creo que es la única monarca de la historia a la que respeto de verdad. Bueno, a ella, y a Letizia Ortiz, pero por otras razones más inconfesables. 

Recuerdo que al padre de un amigo mío le pasaba lo mismo con los caballos: si salía uno cabalgando por las praderas de Wyoming para él ya no había discusión: la película era cojonuda. Cualquier western de serie B le parecía mejor que “Ciudadano Kane” o que “Casablanca”, que no eran más que mariconadas con  llantos y  amoríos. Cine para mujeres y para hombres a medio cocinar.

En mi cinefilia, si el perrete no tiene pedigrí y además se comporta como un vivales de los callejones, pues mira: un clásico de la historia del cine. “Scraps”, el perrete de Charlot en "Vida de perro", se parece un huevo a mi Eddie, que dormía a mi lado en el sofá, y eso, quieras o no, crea un vínculo instantáneo con los personajes. Scraps y Eddie son bicolores e inquietos, muy atrevidos cuando no conviene y muy tímidos cuando la situación no lo requiere. Unos tontuelos entrañables... Yo, por mi parte, no soy un vagabundo de lo económico, pero sí un poco trashumante de lo romántico, y eso, la verdad, es un poco la antítesis del personaje de Charlot, que con sus bolsillos vacíos y su peste de varios días sin duchar siempre se camela a la guapa de la película. 

“Vida de perro”, en los tiempos modernos, no hubiera pasado el filtro de la ley Mordaza porque Charlot patea el culo de varios policías de barrio que lo vigilaban. Los maderos de entonces, como los de ahora, siempre están más preocupados en perseguir al pobre que en encarcelar a los causantes de la pobreza. Ya decía  el personaje de Jennifer Jason Leigh en “Fargo” que los agentes de la ley están para defender los muros de la clase dominante y no para otros menesteres que casi rayan con la subversión y con el comunismo. 




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Charles Chaplin: cortometrajes para la Keystone

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Están todos muertos: los hombres y las mujeres, los niños y los perros. Más de un siglo después ya sólo quedan algunos árboles en pie: esas mismas secuoyas que Charlot rodeaba a toda velocidad y trastabillándose, perseguido por los maderos o persiguiendo él mismo al malote desaprensivo. Nada más. O bueno, sí, las piedras, y los montes de California, y las casas señoriales. 

Veo los cortometrajes que Chaplin rodó en 1914 para la productora Keystone -su debut en el cine de la mano de Mack Sennett- y al mismo tiempo que me río, y que recobro mi niñez amorrado a la tele en blanco y negro, vuelvo a recordar que no existe la esperanza de eternidad para nadie. Todos los que trabajaron con Charlot en estas charlotadas ya son fantasmas atrapados en el celuloide: muertos que hacen el tontaina y cometen pequeñas gamberradas. Que se arriman a las damas y luego resbalan con pieles de plátano estratégicamente colocadas.

Del cuerpo de Charles Chaplin sólo quedan los rescoldos y los huesos. Incluso sus genes -que él legó al mundo con tanta generosidad- ya están diluyéndose en la sangre de sus descendientes. Así que su inmortalidad consistió, finalmente, en transustanciar su carne en celuloide, que era el material milagroso de su época. Otros se creyeron dioses por transustanciarse en un trozo de pan, ya ves tú. Cuando el celuloide empezó a degradarse, Chaplin redobló su milagro y se preservó en la cinta magnética, y luego, con el correr de los tiempos modernos, en los píxeles y en los bytes. Lo suyo tiene mucho más mérito que lo de Jesús.

Ahora mismo, en la posmodernidad, cuando ya casi nadie sabe lo que es un sombrero bombín, Chaplin viaja por el espacio a caballo de las ondas electromagnéticas. Se podría decir, con toda propiedad, que el espíritu de Charles Chaplin sigue vivo entre nosotros, flotando en el aire, y que de vez en cuando nos susurra la conveniencia de volver a ver sus payasadas de gilipollas, sus enamoramientos de inocentón, sus aventuras de perdedor incorregible.



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El chico

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Charles Chaplin fue un hombre encantado de conocerse a sí mismo. Su autobiografía es un compendio exhaustivo de "yo hice", y "yo logré", y "yo fui recibido por grandes multitudes en el aeropuerto de tal". Chaplin era un genio autoconsciente de serlo, y esa reacción química produce una jactancia espumosa que está muy mal vista. Pero nosotros, los admiradores, hacemos como que no sabemos, como que nos da igual, y cada cierto tiempo revisamos sus obras maestras sin que nos importe mucho la hinchazón descomunal de su ego. Sólo muy de vez en cuando, para entenderlas mejor, revisamos los detalles de su biografía tan peculiar, borrascosa o radiante según los meteoros del momento, y para estas cosas vienen de perlas los extras de los DVDs, que a veces aportan datos que enriquecen la experiencia.


    El chico es una película extraña en la filmografía de Chaplin. Como un verso suelto. Hay algo muy personal en esa maravilla que ha surcado los mares del tiempo sin apenas mojarse, tan divertida y emotiva que llegas a olvidar que estás viendo una película silente. El análisis del aficionado se queda en la infancia desamparada del propio Chaplin, en aquellos barrios de miseria tan parecidos a los que Charlot patea en la película. En los extras del DVD, sin embargo, nos dan otra clave que ayuda a entender la singularidad de El chico. Chaplin, como todos sabemos, era un hombre orquesta que dirigía, producía, escribía el guión y componía la música. Y se reservaba siempre el papel principal. Dicen las malas lenguas que se quejaba continuamente de los actores y actrices que posaban para él. Si hubiera podido, los hubiera interpretado él solo a todos... En El chico, sin embargo, Chaplin comparte protagonismo con ese diablillo entrañable llamado Jackie Coogan. Y no parece importarle gran cosa. Es, quizá, la única vez en la que el ego descomunal de Chaplin ocupa sólo la mitad de la pantalla. Él adoraba a ese chaval, y permitió que le robara los planos más apetitosos. Contado así parece muy bonito, y muy profesional, pero uno sospecha que Chaplin se vio a sí mismo en ese niño prodigio que bailaba y actuaba con un desparpajo impropio. Como él mismo lo había hecho en su infancia londinense. 

Chaplin, en El chico, se desdobló en dos papeles: el adulto, para el hombre con bigote; y el niño, para la reminiscencia de su infancia. 




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