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El último baile


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Hay que agradecerle a Michael Jordan que El último baile no haya sido una hagiografía del santo Michael. O del Jesús Negro, como él mismo se autodefinió, en una bravuconada de machotes al final de un partido, con la sangre caliente, y el calcetín resudado. El último baile es la historia de Michael Jordan en los Chicago Bulls, y lo produce Michael Jordan, y lo vertebra Michael Jordan frente al entrevistador, cuando le invitan a recordar, o frente al iPad, cuando le ponen los comentarios de sus enemigos. Pero la serie no es un tren de autolavado. No es una autofelación ante las cámaras.  O quizá nos engaña, el jodido Air Jordan, y confesando sus delitos menores nos tapa las preguntas mayores. Qué sabe nadie, de nadie, en realidad…



     Iba a decir que en esas ocasiones, cuando a Jordan le ponen las rajadas de sus excompañeros, se le inyectan los ojos en sangre. Sobre todo cuando habla Isiah Thomas, que es su némesis, su archienemigo en el mundo de los superhéroes.  Pero en realidad ya los trae inyectados de amarillo, de casa, bilirrubínicos perdidos, que ése ha sido el gran tema de debate entre los aficionados: si Jordan está alcohólico, o hepatoso, o medio muerto. Ese debate y el otro, claro, el principal: si Michael Jordan es finalmente un cabronazo adorable o un adorable cabronazo. O un cabronazo a secas. Un semidios arrogante que ganó muchos títulos y que incluso venció a la selección de extraterrestres en una película, repartiendo juego con Bugs Bunny y el Pato Lucas.

    El último baile no es un peloteo sobre Michael Jordan. No es una comida de huevos, que decíamos  de chavales, cuando le vimos por primera vez en la final de los Juegos Olímpicos, burreando a nuestros compatriotas, y dando aquellos saltos con muelles ocultos en las suelas. Flipábamos, con aquel tipo que en 1984 todavía llevaba el pelo de la dehesa universitaria. Que aún no era ni profesional… Ahora, 36 años después,  volviendo a ver sus canastas imposibles, a veces dan ganas de abandonar el sofá para postrarse en el suelo y alabarle; otras veces, al ver sus modales, dan ganas de soltar un exabrupto y de mandarle a tomar por el culo, a él y a su documental, como hacía él con sus compañeros en los entrenamientos, o en los tiempos muertos, para azuzarlos como a caballos que no se lanzaban a la carrera, o permanecían en Babia, pastando.

    Al final, para que nuestra cabeza descanse, hay que quedarse con el mito. Es lo mejor, y lo más sano. Recordar al jugador insuperable que se suspendía en el aire una décima de segundo más que los rivales. Jordan tenía dispensa de los dioses para gravitar y así clavar el mate o acertar el lanzamiento. Él era su hijo predilecto. No sé si Jesús redivivo, pero algún primo seguro. Tuvieron que pasar trescientos años para que las manzanas de Newton encontraran una excepción a la regla. Si estaba podrida o no, ya es un asunto secundario.



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