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Bodas reales

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Siempre que en la parrilla del TCM yo encontraba el título de “Bodas reales”, pensaba: esto debe de ser un documental sobre bodorrios regios, seguramente anglosajones, con toda la pompa y la circunstancia que rodea a semejantes indeseables. Mi madre, por ejemplo, tiene los DVD de las bodas borbónicas y todos tienen títulos muy parecidos. Me refiero, por supuesto, a las bodas últimas: cuando se casó la Menos agraciada, y la No me consta, y el parto bien aprovechado que se llevó finalmente a la mujer que yo tanto amaba: Leticia Ortiz, musa de mis telediarios nocturnos en  CNN + y luego de los diurnos en TVE, aunque ahí ya leyera los textos dictados por el gran capital.

El otro día, sin embargo, buscando ampliar mis horizontes, me dio por pinchar en la ficha de “Bodas reales” y descubrí que en realidad se trataba de una película de Fred Astaire dirigida por Stanley Donen. Un musical clásico, de los de toda la vida, con personajes que de pronto rompen a cantar o a bailar en medio de la vida civilizada. Yo antes odiaba estas transgresiones, pero ahora, no sé por qué, me parecen más reales que la vida misma. Tendemos a pensar -siguiendo a los griegos que inventaron el teatro- que la vida se mueve entre la comedia y la tragedia, y no es verdad: todo es una gran broma, un gran cachondeo que trasciende los géneros teatrales, y los musicales son el verdadero porro que llega a la esencia real de nuestras emociones. 

Cuando Jane Powell se pone a cantar en “Bodas reales” dan ganas de coger la pantufla y lanzársela al televisor, pobrecico, que ninguna culpa tiene. Pero cuando aparece Fred Astaire para llevársela a bailar y marcarse unos claqués sobre el escenario, a mí se me van los pies sobre el puf, y se me pone la sonrisa tonta de envidioso compulsivo. Yo, como Nanni Moretti en “Caro Diario”, siempre soñé con aprender a bailar. Pero este esqueleto, y esta musculatura, y esta coordinación lamentable, apenas dan para sostenerme en pie y no trastabillar al caminar.

(“Bodas reales”, por cierto, es la película en la que Fred Astaire baila por las paredes y luego por el techo. Dancing on the ceiling, como también cantó y bailó Lionel Ritchie, en homenaje).





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Sombrero de copa

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El sombrero de copa ya está pasado de moda. Ahora las clases pudientes se ponen gorras de béisbol para celebrar sus aquelarres, como atestiguan los hijos de Logan Roy en “Succession”. Pero hace años, en las películas de época, el sombrero de copa era el distintivo de las clases altas, burgueses o aristócratas, que se juntaban a la entrada de las óperas y de los teatros para medirse las pollas -ellos- y las joyas -ellas. El abuelo Sigmund opinaba -y si no lo opinaba le quedaría de perlas la afirmación- que el sombrero de copa era un símbolo fálico, una erección de autoestima que se elevaba sobre el cerebro menos usado por los hombres. 

De pequeño veías un sombrero de copa en la tele y te decías: esto es una película distinguida, de gentes refinadas y ambientes exclusivos. Champán, bailes de salón, Fred Astaire y Ginger Rogers bailando como ángeles enamorados... Nada que ver con el neorrealismo italiano, o con el neorrealismo de León, donde todo eran  voces de verduleras y eructos de borrachuzos. Pero luego, en la adolescencia, empecé a leer “El Jueves” y comprendí que el sombrero de copa era un signo de opresión tan simbólico como la cruz de los curas o la  bandera de los yanquis. Los capitalistas que allí se dibujaban -panzudos, sonrientes, con el puro en la boca y el sombrero en la testa, siempre tramando una nueva guerra o una nueva explotación- estaban inspirados en estos mismos hijos de puta que protagonizan “Sombrero de copa”, y que allá por la Gran Depresión, mientras la plebe se quedaba sin trabajo y comía las uvas de la ira, acaparaban dólares y tierras para garantizar el lujo de sus familias.

Los únicos que se salvan en esta función -porque además la película es mala con avaricia, tonta hasta el paroxismo- son, por supuesto, esos dos ángeles con alas en los pies, que ajenos a la lucha de clases se persiguen por los salones en su baile prenupcial.  




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