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Vortex

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La soledad está muy de moda en los círculos urbanos y en los pueblos de la montaña. Según los últimos estudios, las camas estrechas ya se venden más que las camas matrimoniales. Pero yo creo que la soledad está muy sobrevalorada. Basta un dolor de muelas en la madrugada o una depresión inconsolable para comprender que la soledad es mal negocio cuando las fuerzas empiezan a fallar. Tampoco es cuestión de emparejarse para que alguien nos limpie el culete o nos sujete el tacataca. Buscar a tu enfermera de noche, como cantaban los de "La Mode" en la movida madrileña. Pero yo soy un nostálgico de la pareja, quizá un romántico trasnochado, y el saldo final de beneficios y pérdidas me sigue pareciendo que compensa.

Hace años, una pitonisa de ojos turbios y uñas mordidas por la ansiedad me dijo que los dos íbamos a morir solos. En su bola de cristal ambos flotábamos como islas, ajados y canosos. Reconozco que me asustó de veras, y que no hay día que no recuerde aquella mirada convencida de su verdad. Sin embargo, todavía creo que hay tiempo para la esperanza.

De todos modos, la vejez acompañada puede ser otra forma de soledad si la otra persona -como sucede en “Vortex”- está demenciada y apenas te reconoce. O si es incapaz de ayudarte cuando te da un infarto fulminante en el pasillo. Es un pensamiento terrible que recorre toda la película como un escalofrío. Lástima que la película sea tan aburrida y petulante. “Vortex” es el último “experimento fílmico” de Gaspar Noé, un tipo que a veces acierta con los inventos y a veces rueda cosas del profesor Bacterio.  “Vortex” es una película fallida, con muchas ganas de epatar y de hacerse la original. Funciona durante un rato, pero luego, si tienes el alma insensible como yo, te pones a bostezar y a pasar escenas con el mando a distancia. Los dos ancianos deambulan, se enredan, juegan con sus cachivaches... No es, desde luego, el “Amor” de Haneke. Donde otros han visto el retrato hondísimo y perturbador, yo solo he visto a unos vecinos enredando gracias a que nos separa una pared de metacrilato, y no de ladrillo. 




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Clímax

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Clímax va de unos jovenzuelos bailongos que al terminar la fiesta se beben una sangría adulterada con LSD y sufren episodios psicóticos que terminan de muy mala manera: en autolesiones, en agresiones sexuales, en paranoias de mucho terror... 

    La crítica de Clímax, por su parte, va de unos fulanos que trabajan para los medios especializados y que al término de la proyección del festival, o del pase privado, se beben otra sangría adulterada y llegan a la conclusión unánime, inexplicable para este cinéfilo de provincias, de que la película de Gaspar Noé es una obra imprescindible, y de que en ella hay algo así como un avance del cine futuro, un desafío a las convenciones, una experiencia que habla directamente a los sentidos y no a la razón… Un cine de vanguardia y tal y tal. La repanocha, que decían en los tebeos de Bruguera cuando yo era niño. La hostia, que se dice ahora.

     Los críticos suelen escribir cosas razonadas, consecuentes, con las que uno puede estar o no de acuerdo, pero que sirven de guía Repsol para transitar estas carreteras de las mil películas anuales, y las diez mil series que las acompañan. Pero de vez en cuando -y no siempre es el día de los Inocentes- se ponen todos de acuerdo, se lanzan un par de guiños, y en lo que parece ser una broma del oficio o un homenaje a su patrono, le ponen muchas estrellas a una película que ellos saben de sobra infumable, carne de incomprensión y de bostezo. Nosotros, claro está, picamos, pagamos el precio de una entrada o amortizamos la cuota del Movistar +, y al final de esa hora y media de vida robada, de tiempo escaqueado a otros placeres más fructíferos, comprendemos que nos la han vuelto a jugar. Pero cómo protestar, ay, ante quienes otras veces te han recomendado películas maravillosas que desconocías, regalos de vida que ayudan a no bajarse del tiovivo, y seguir esperando…



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