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Flow

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Al gato callejero que llevo meses alimentando le llamé “Gandolfini” porque es como un gángster de “Los Soprano” que viene a mi puerta para extorsionarme con sus maullidos. Yo creo que le queda de puta madre este homenaje a James Gandolfini, pero si el día de su bautizo yo hubiera visto esta película, el gatito ya no se llamaría así, sino “Flow”, en honor a ese gato tan negro como letón que también las pasa canutas para sobrevivir. 

A mi gatete, al principio, porque era tan chiquitín que no se valía por sí mismo y yo no daba ni dos dólares por su supervivencia, no me atreví a ponerle nombre. No por vagancia, sino por no encariñarme demasiado. Es lo que hacían nuestros antepasados cuando los neonatos tenían sólo una posibilidad entre dos de sobrevivir.  “Gandolfini” también pudo haberse llamado “Don Gato”, como aquel felino de Hanna-Barbera que también vivía en la calle y tenía una jeta kilométrica. Pero “Don Gato”, en los dibujos, era un adulto malandrín, y mi gatete, el pobre, un pequeñín inocentón. 

Apareció un día en el callejón, abandonado, con los párpados todavía pegados por las legañas. Se escondía en el gallinero de mi vecino y sólo asomaba las garras para defenderse, y la boca para alimentarse. Eddie, mi perrete, al principio le ladraba con ganas de camorra, pero luego se acostumbró tanto a su presencia que cuando “Gandolfini” empezó a darse paseos por el callejón, los dos se olisquearon la pipa de la paz y se lanzaron algún que otro zarpazo  de armisticio. 

Después de dos intentos fracasados de adopción y de un invierno casi tan crudo como el de Letonia, “Gandolfini” -o "Flow"- sigue vivo y coleando, bien alimentado y tan listo como el hambre, sorteando los peligros del mundo animal y del mundo de los humanos. Aquí todavía no ha llegado el Diluvio Universal pero tampoco lo descarto. Todas las mañanas me lo encuentro sobre el felpudo del portal, estirándose y haciéndose dueño del cotarro, superviviente de una noche más que sólo los gatos y los fantasmas protagonizan por aquí.




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