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El funeral

🌟🌟🌟


Yo estuve emparentado con una familia de mafiosos. Bueno, de mafiosillos. De chuletas de pueblo, para ser del todo sincero. 

Mi ex familia no delinquía como esta otra tan violenta y sanguinaria de “El funeral”, pero sí manejaba los mismos códigos cenutrios que rigen en Sicilia: primero la familia y luego nadie más. Nuestro pueblo es el mejor y al que lea un libro lo apedreamos. El apellido lo es todo y separa a los justos de los malvados. Y cada domingo, y cada fiesta de guardar, que viva la Virgen del Pueblo, que además -dato escalofriante- es la misma que se adora en “El funeral”. Concomitancias.

Mi parentela política no iba por ahí pegando tiros ni jugando sucio en las apuestas, aunque uno de ellos sí que frecuentaba el puticlub más afamado de los alrededores. Eso sí: comunistas, ni uno. Todos apolíticos y ácratas de derechas. Dios, Patria y Rey y a mucha honra. En “El funeral”, sin embargo, el muerto es un mafioso comunista que lee el Daily Worker y acude a los mítines a pedir mejores condiciones para los obreros. Rara avis, la verdad. 

Ellos -los machos, digo, porque las paisanas estaban a otras cosas- reservaban su instinto delictivo para la conducción temeraria por las carreteras, siempre batiendo récords de velocidad entre Villatocino y Valdelostontos. Su rasgo sociopático no se volcaba en el crimen organizado, sino en pasarse por el forro los límites de velocidad que según ellos sólo respetaban los maricones, los imbéciles del culo y las funcionarias con gafitas. Los coches eran su único tema de conversación: cuánto costaban, cuánto corrían, cómo se mantenían... Yo aprendía mucho con ellos, pero se me olvidaba todo a los cinco minutos.

Estoy recordando todo esto porque tengo muy poco que aportar respecto a la película. “Mataste a mi hermano, hijo de puta, mereces morir, pam, pam, no, Ray, la violencia no es el camino, qué va a ser de tus hijos si vienen a buscarte para vengarse, tú calla, mala puta, que te meto una hostia del revés...” Un poco todo así. El topicazo. Pero eso sí: con el jeto impagable de Christopher Walken.





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Donnie Brasco

🌟🌟🌟🌟

¿Quién se acuerda hoy, casi treinta años después, de Donnie Brasco? ¿Quién la cita en sus recomendaciones, quien la coloca en sus listas, quién la descarga con fruición en las redes del pirateo? ¿Quién la rastrea en los catálogos interminables de las plataformas?  Apenas cuatro gatos de la cinefilia, que la recordamos con cariño. O cuatro gatos de la casualidad, que navegaban por la carreras de Al Pacino y Johnny Depp y se encontraron con esta joya tan poco publicitada. Hay algunos -los conozco-que le dieron al play pensando que Al Pacino es el Donnie Brasco del título, y no  saben, o no recuerdan, que Johnny Depp es el personaje principal de la función, el agente del FBI que se juega el pellejo infiltrándose en la mafia neoyorquina. Esta sí que es una película de infiltrados, y no la hongkonada aquella de Martin Scorsese.


          Y aun así, mira que está lúcido el viejo Al, en Donnie Brasco. Todos dando el coñazo con El Padrino, con Esencia de mujer, con El precio del poder, pero a nadie se le ocurre mencionarle aquí cuando le rinden pleitesía o le hacen la pelota. Pocas veces ha estado más versátil, más centrado, más trágicamente patético, el maestro. Aquí no le dejaron ponerse histriónico, ni decir "Hoo-ah", ni exorbitar los ojos como un orate, y gracias estas limitaciones, reducido a la esencia apocada de su personaje -el entrañable Lefty que jamás ascendió a matón de primera- Pacino firma una de sus actuaciones más memorables. Qué tunante. Qué puto genio. Ahí lo dejo, como un mensaje en la botella, para futuros viajeros de su filmografía.



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Boardwalk Empire. Temporada 2

🌟🌟🌟

En estos tiempos de enfermedad vivo como uno de los pacientes del doctor House, sometido a multitud de pruebas que no terminan de dar con el quid de la cuestión. Pero yo, a diferencia de ellos, no me muero cada diez minutos de programa. No tengo convulsiones, ni entro en parada respiratoria, ni me salen eccemas por toda la piel. Estoy sano, fresco, desesperado ya de contemplar estas cuatro paredes grises del hospital. De recorrer este pasillo tan cortísimo que ni a cien metros olímpicos llega. Mato los infinitos ratos con la impericia de un asesino poco profesional. Ojeo a Montaigne, atiendo las visitas, trato de ver a plazos los DVDs que me van trayendo. Entre las paradas cardiorrespiratorias del ordenador y las interrupciones permanentes del personal médico, la loncha de ficción más larga no creo que haya alcanzado aún los veinte minutos. Es como ver una película en Antena 3 o en Telecinco, un imposible metafísico que termina con la paciencia de quien pone verdadero interés.

Ha sido así, a trancas y barrancas, como he conseguido completar la segunda temporada de Boardwalk Empire. Noto, en relación a esta serie, que voy a contracorriente de la opinión general. Entro en los foros, leo en los periódicos, repaso las reseñas, y todo es aplauso unánime y entusiasmo general. Los sacerdotes me piden a gritos un examen de conciencia. Pero por más que lo intento, padre, no logro arrepentirme de que Boardwalk Empire no termine de gustarme. Arrancó muy bien, sí, con aquel episodio piloto firmado por Martin Scorsese que prometía un Casino trasladado a los locos años veinte. Luego, por momentos, llegamos a creernos que Los Soprano habían resucitado en una precuela donde se narraban las historietas alcohólicas de sus abuelos. Pero luego ocurrió lo de tantas otras veces: que la chispa se apaga, que los amoríos se enredan, que los secundarios insulsos y matracas reclaman su minutaje excesivo. Las tramas se dispersan, se alejan del motivo principal que nos clavaba en el sofá: los gángsters con sus jetos, con sus códigos, con sus metralletas de gatillo fácil. Las corruptelas municipales dejan paso a los traumas religiosos de las señoras, y los niños enfermitos ocupan las escenas donde antes bailaban desnudas las putas del cabaret. Es como una adaptación de Amar en tiempos revueltos pero en otros tiempos revueltos. 

Alguno dirá: es que así la trama se enriquece, se expande, toca asuntos varios para componer un fresco sobre la Norteamérica de los años veinte. Un caleidoscopio, un mural, un retrato polifacético… Pues bueno. Cojonudo. Qué palabrejas.. Pero yo no venía a eso.





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