El irlandés
El dilema
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“El dilema” es la obra maestra de Michael Mann. La película que justifica toda su carrera. Michael Mann se pudo haber retirado entonces y no quiso. O no le alcanzaban los millones. Estos tíos viven a todo trapo y son difíciles de entender. Su carrera ha sido tan larga como irregular. El último gran premio lo disputó a lomos de un Ferrari y mira tú, se quedó sin gasolina.
Hablando de Ferraris, ha llovido mucho desde que James Crockett y Ricardo Tubbs apatrullaban las calles de Miami llenas de viciosos. “Directed by Michael Mann”, ponía al final de los títulos de crédito. En el colegio flipábamos con la serie. Fue la primera vez que oímos hablar de los Ferrari Testarossa. Algunos todavía no han superado la tontería y ahí siguen, amorrados a la Fórmula 1 cada domingo: brum, brum, y las tetas gordas, como dice Miguel Maldonado. Australopitecus gasolinensis.
“Miami Vice” es una serie “Con-Don Johnson”, decíamos los chavales por hacer la broma. Algunos. es verdad, tampoco hemos superado lo del jijí-jajá de las guarrerías. Una vez un cura del colegio me oyó decirlo y me soltó una colleja en pro de la vida. Every sperm is sacred, como cantaban los Monty Python.
Luego -retornando a Michael Mann- vinieron los últimos mohicanos y los atracos a los bancos. Una biografía de Muhammad Alí y un panegírico de John Dillinger. Ninguna de esas películas es tan redonda como “El dilema”. Ni de lejos. Curiosamente, ésta es la película con menos tiros y menos hostias del repertorio. No las necesita. Sólo sale una bala metida en un buzón, a modo de amenaza para que el doctor Wigand no cuente que los cigarrillos son puro veneno. Y además re-envenenados, para crear más adicción. Una matanza legal.
Russell Crowe se quedó sin el Oscar que luego le dieron por “Gladiator”. Hollywood es así de incongruente. Al Pacino también se hubiera merecido el galardón. Cuando se pone, es el mejor. Su personaje, Lowell Bergman, es un periodista íntegro, de izquierdas, con valores. Suena raro porque 25 años después ya casi no queda ninguno. Están a punto de extinguirse. Se han vendido al capital por una hipoteca y por un viaje a Punta Cana. O a Miami, donde todo comenzó.
Heat
Un domingo cualquiera
🌟🌟🌟🌟
Los jugadores de fútbol americano parecen muy hombres porque se visten como si libraran una guerra medieval -la de los Cien Años, o las Cruzadas en Jerusalén- siempre pertrechados con su casco y con su armadura. Además dicen mucho “fuck”, y "bullshit", y "motherfucker", acompañando los tacos con una mano en los cojones, y en esos corrillos que hacen antes de cada jugada se mientan a las madres y proponen tratos ilícitos con las mujeres de los rivales.
Sin embargo, los aficionados al deporte sabemos que los hombres de verdad -como aquellos que deseaba Alaska en su canción- son los que juegan el rugby que se estila en Europa y en el hemisferio Sur: el que se practica a cara descubierta y a pecho descubierto. El que se pelea con el único amortiguador de una camiseta y de un protector bucal para no dejarse los sueldos en el dentista. Las hostias son las mismas, pero la entereza y el estoicismo están del lado de nuestros muchachos, que se enfrentan a la suerte de un placaje con el cuerpo tenso y el rostro sin enmascarar.
La película de Oliver Stone mola mucho porque sale Al Pacino desatado y Cameron Díaz tan guapa que te mueres. Y al final, la épica del deporte es la misma en el fútbol que en la petanca: solo es cuestión de darle ritmo a la película y de encontrar diálogos jugosos; y en eso, Oliver Stone es un maestro del engatuse. Puede que “Un domingo cualquiera” sea una película tan excesiva como hueca, pero joder: dura dos horas y media y nunca te aburres.
Lo que no consigue el bueno de Oliver -y ya nadie conseguirá jamás- es que a los europeos nos interese este juego. Gracias a las películas y a las bases militares, los yanquis han gozado de cien años de influencia cultural para intentar seducirnos con el "football" y solo han conseguido que lo repudiemos cada vez más. Por tostón, y por americano. Hace años, en España, se puso un poco de moda porque en Canal + quisieron darle mucho bombo a la Superbowl. Había patrocinios y tal. Yo piqué un par de veces y a la media hora me fui a dormir bostezando. No sé: no juegan, están todo el rato parados y debatiendo. Se mueven menos que los tertulianos de José Luis Garci.
A la caza
🌟🌟🌟
La primera vez que escuché la palabra “cruising” -que es el título original de e película- fue en “La vida moderna”, aquel programa de radio que conducían Broncano, Ignatius y Quequé, y que luego se deshizo en parte por las censuras y en parte por las derivas personales.
Cruising quiere decir, por aproximación, “hacérselo en el parque”, o “montárselo en los baños de la estación”. No tiene un equivalente obvio en el idioma de Cervantes. Para insultar y para describir una borrachera no existe un idioma más rico que el nuestro, pero en lo que importa de verdad, que es el progreso tecnológico y la satisfacción de lo sexual, nos quedamos siempre cortos o hablando en perífrasis. Supongo que todo esto viene de la Contrarreforma, que le concedió importancia nula a la ciencia y proscribió cualquier práctica sexual que no fuera heteromisionera, y además dentro de los plazos estipulados.
Hablando de curas, supongo que hubo alguno que en 1980 vio “A la caza” y consideró que el serial killer al que persigue Pacino era un ángel justiciero enviado por el Señor para purgar a los homosexuales. Puede que ese mismo cura luego le metiera mano -y cosas peores- al monaguillo de la parroquia, pero de estas incongruencias las hay a miles en las interpretaciones doctrinales.
En “A la caza”, los métodos de Yahvé son sanguinolentos, salvajes, muy propios del Antiguo Testamento. Podría haber incendiado los barrios nefandos de Nueva York como hizo con Sodoma, pero en Sodoma todo el mundo estaba en el ajo y aquí un incendio se hubiera llevado por delante a gente inocente que solo servía copas en el garito o recogía los preservativos para el Servicio de Basuras. Así que Yahvé se decantó por un asesino de cuchillo en ristre y vozarrón en la garganta, que también es un recurso muy bíblico.
El otro día contaban en la radio que muchos de los extras que aquí se besan y se tocan en los bares de ambiente murieron a causa del SIDA no muchos años después. Para estos locos de los púlpitos, el virus fue un refinamiento vengador que se acomodaba mejor a la política del Nuevo Testamento.
Glengarry Glen Ross
La casa Gucci
🌟🌟🌟
El imperio de la moda está construido sobre la
plusvalía del trabajo o sobre la tontería del trabajador. Quiero decir que los
productos Gucci -pongamos por caso- son el gasto lujoso de quien ha sustraído dinero
a los proletarios, o de quien, siendo él mismo proletario, quiere disimular su
condición o superarla. En cualquier caso, un asunto de clasismo. Simbología y
humo. Guerra de clases. Trascendida una cierta calidad en los tejidos o en los
materiales, ya solo se paga la tontería, el ego, el estatus. Palabrejas. Yo valgo
más que tú, y usted no sabe con quién está hablando... Esas cosas. Vanidad.
Yo vivo en el otro extremo de la moda que son los
pasillos de la marca Tex, en el Carrefour. Tan lejos de Gucci como del cielo
prometido. En el Carrefour encuentro lo que necesito para vestir dignamente y
no me sonrojo. Así luego me sobra para entrar un ratito en la librería. El
problema es cuando quiero ponerme guapo -tan guapo como doy de mí, claro- y necesito
trascender las camisas Tex sin tener que llegar a las camisas de Tom Ford. Un
dilema. Una tierra de nadie extensísima y llena de incertidumbres. Esos
pasillos ignotos del centro comercial, abarrotados de tiendas con ropa.
Y luego está la película
de Ridley Scott, que es a lo que veníamos, y que no habla realmente del mundo
de la moda -que menos mal- sino del ascenso y caída de Patrizia Reggiani, que
es de esas mujeres que antes salían mucho en las películas, y en la vida real,
pero ahora ya no. Leo que “La casa Gucci” -además de las críticas que se merece
por ser algo lenta y un poco tontaina- ha recibido algún varapalo porque dicen que
se demoniza una vez más al personaje femenino. Y sí, es verdad: Patrizia Reggiani -luego
ya Gucci- es una trepa que utiliza sus encantos para seducir al más rico de
la fiesta y luego manipularle a su antojo. Haberlas haylas, desde luego. Y las
hubo. Y las habrá. Pero un retrato particular no tiene por qué ser un retrato
genérico. En esta película, además, nadie sale bien parado.
Michael Corleone
En el fondo, la saga de El Padrino cuenta la historia
de un hombre que trabaja en algo que no le gusta, y para lo que no tiene
vocación. Y en eso, salvando las distancias,
Michael Corleone es como casi todos nosotros, la clase de tropa, los
stormtroopers de la vida. De ahí, de esa falta de acomodo, le vienen a Michael
Corleone todos sus traumas, y todas sus congojas, y toda esa infelicidad que en
El Padrino III le convierte en un viejo prematuro con cargos de
conciencia, y diabetes galopante. Una vida torcida sólo puede desembocar en un
final trágico: de ópera, en su caso, y de opereta, en el nuestro.
En El Padrino I, Michael era un héroe de guerra que
había luchado por Estados Unidos mientras sus hermanos no reconocían más patria
que su familia, y que los cuatro barrios de Nueva York donde controlaban los negocios.
Del mismo modo que Lisa Simpson nunca aceptó ser una Simpson de apellido, Michael
Corleone nunca se sintió un Corleone de verdad: respetaba a su padre, y amaba a
su madre, y quería mucho a sus hermanos, pero él hubiera preferido ser Tom
Hagen, el hijo adoptado, el que no llevaba la sangre siciliana en las arterias.
Michael iba a estudiar leyes, a casarse con una americana, a hacerse un hombre respetable...
Tenía el firme propósito de ver a la famiglia sólo en Navidad, y en los
funerales que fueran provocando los tiroteos.
Pero el destino, digan lo que digan, no lo elegimos nosotros,
sino que somos arrastrados por él, y Michael, en aquel restaurante donde
Clemenza le escondió la pistola, dio el primer paso por el camino de baldosas
ensangrentadas: el del crimen inaplazable, el del guardaespaldas sempiterno, el
del miedo aterrador a perder a los suyos. La vida siciliana de la que siempre
renegó en su juventud.
En eso, en el sueño de pertenecer a otra familia, Michael Corleone
es como el niño de Léolo, Leo Lauzon, que soñaba con ser Léolo Lauzone porque
el apellido Lauzon portaba la locura y el ingreso en el psiquiátrico. Michael Corleone,
cuando era niño, soñaba en su habitación con apellidarse, no sé Smith, o Johnson,
porque sabía que el apellido Corleone portaba el asesinato y la muerte en cualquier
esquina.
El Padrino III
🌟🌟🌟🌟
En “Polvo de estrellas”, el programa de radio de Carlos Pumares,
estaba muy mal visto que el oyente llamara para decir que le había gustado “El
Padrino III”. Pumares callaba, o soltaba un “pues bueno”, o un “qué le vamos a
hacer”, que dejaban al oyente descolocado, y empequeñecido, porque Pumares era nuestro
oráculo, nuestro monolito de la sabiduría, y contradecirle era como pecar, como
estar fuera de la grey de los cinéfilos.
Algunos oyentes aceptaban la contradicción con serenidad, sin
rebatir al maestro, y pasaban rápidamente a la siguiente película. Pero otros,
incrédulos con la postura de Pumares, aferrados
al dogma de la Santísima Trinidad de Francis Ford, insistían:
-
Pero Carlos... ¿Por qué no te gusta El
Padrino III...?
Y ahí, justo a las dos de la madrugada, cuando yo ya estaba a
punto de dormirme, un chute de adrenalina me tensaba los músculos, y me abría
la sonrisa, y me dejaba un cuarto de hora más con los ojos abiertos. Porque Pumares,
si no le insistías, sólo era un tipo borde, poco complaciente con los oyentes, pero
si le rascabas la moral, si le pedías que explicara las razones de sus gustos, ya
era directamente un tipo hiriente y gritón, que escupía sapos y culebras sobre
la espumilla del micrófono. Por cada oyente que perdía en el exceso, mantenía
la fidelidad de otros cuatro, y ganaba otros tres en el boca a boca del día
siguiente. “Jo, hay un crítico de cine en la madrugada, en Antena 3, que te
partes el culo...”.
Pumares, siglos antes del Me Too, gritaba de “El
Padrino III” que Sofía Coppola era una enchufada, y que no era una actriz, y que
además era muy fea, con la nariz no sé cómo. También decía que Al Pacino estaba histriónico perdido, y que
Andy García estaba “para matarlo”, y que la historia no se sostenía por ningún
lado. Y que ningún arzobispo -y ahí ya empezaban los gritos mezclados con las
carcajadas -iba vestido de arzobispo por su casa, a las tantas de la mañana.
Decía muchas más cosas que ahora no recuerdo: disparates y agudezas que no han
conseguido remontar la corriente mientras yo veía "El Padrino III" casi
treinta años después. Tardé años en hacerme luterano de Carlos Pumares, pero
siempre que veo una película de aquellos tiempos me viene una emoción
incontenible, y le pongo a la película una estrellita de más, de regalo, por
los viejos tiempos.
El Padrino II
🌟🌟🌟🌟🌟
Cuando yo era chaval se decía mucho aquello de “segundas
partes nunca fueron buenas”. La gente mayor se refería a que los afanes
retomados nunca salen bien: un matrimonio, o una guerra, o un empeño
vocacional. Lo que no se consigue con el primer impulso -venían a decir, en su
asentada sabiduría- caca de la vaca. Pero nosotros, los chavales, que aún nos preparábamos
para los primeros afanes, y que todo nos lo tomábamos por el lado del fútbol, o
por el monotema de las películas, añadíamos la coletilla de “... salvo El
Padrino II” , que era una segunda parte tan buena como la primera, e
incluso más, porque era más larga, y salía más tiempo Al Pacino, que era nuestro
actor preferido. Al Pacino era tan canijo y tan cetrino, y sin embargo tan magnético, que era capaz
de arrearte una hostia sólo con la mirada, moviendo una ceja, y de ligarse a la mujer más longilínea de la peli sólo con guiñar el
otro ojo. Una esperanza para los feos del mundo, para los don nadie de la
barriada.
Ahora que estoy viendo los Padrinos de seguido, más con el
ojo crítico más que con el ojo fervoroso, y con el otro ojo bien asentado entre
los cojines, tengo que decir que El Padrino II no es tan buena como la
primera. Es una obra maestra, sí, pero incluso en el reino de las obras
maestras hay condecoraciones diferentes. El Padrino II es más enredosa,
más titubeante. Es como si nada terminara de salir redondo, sino más bien elíptico,
con la casi-perfección de una órbita celeste. Lo que pasa es que nos da un poco
igual, porque todo lo que se cuenta en ella es nutritivo e inmortal, como de
héroes trágicos de la antigua Grecia: la familia y la sangre, la avaricia y el perdón... Hay temas que nunca pasan de moda, como bien
sabía, siglos atrás, el patriarca de los Lannister.
¿He dicho que nada termina de salir redondo en El Padrino
II? Bueno, exageraba... La última media hora de la película, cuando Michael
Corleone desata su venganza sobre los justos y los injustos, es, no sé, quizá
el mejor rato de la historia del cine. Pacino ya no necesita ni mover la ceja
para desatar toda su furia: le basta con sentarse en el sofá, abismar la mirada
y cagarse en todo Cristo mientras hace la digestión carnicera con una menta
poleo.
El Padrino
Yo nunca he creído en la astrología. Una vez la mujer amada me leyó la carta astral y me dijo: “Algún día te dejaré”. Y me dejó, pero no porque hubiera leído ningún futuro, sino porque ya había tomado la decisión, la muy piruja, meses antes de ejecutarla. Así cualquiera... No creo en esas pamplinas de los planetas alineados, de las constelaciones que marcan el derrotero. Yo veía Cosmos de niño y me hice discípulo racional de Carl Sagan. Qué tendrá que ver la estrella Sirio con el destino de mi novela, o con las copas de Europa del Madrid, que también forman parte de mi peripecia.
Sí, creo, en cambio, en algo llamado peliculogía, que es una
ciencia infusa que ahora está de moda en los círculos artísticos, y que dice que la película que se estrena el día de
tu nacimiento marca tu destino como si te aplicaran un hierro candente sobre la
piel. Yo, por ejemplo, que soy un adepto de esta creencia, llevo la marca de El
Padrino en la posadera izquierda: el tatuaje esquemático y sombrío de
Marlon Brando con su flor en el ojal. La vida no me hizo mafioso, ni católico, ni
dueño de un casino en Las Vegas, pero sí un cinéfilo de provincias que aguanta
clásicos de tres horas impertérrito, con el culo pelado en mil batallas
estáticas.
Yo nací el 16 de marzo de 1972, a las cuatro de la mañana, y a
esa misma hora, pero en la Costa Este -o sea, no a la misma hora, sino a las diez
de la noche- se estrenaba El Padrino en cinco cines muy escogidos de Nueva York. La première
había tenido lugar el día antes, a todo lujo, organizada por la Paramount, que
estaba cagada de miedo: El Padrino todavía no era el fenómeno, el clásico,
la película sagrada a la que siempre regresamos. Hoy he vuelto a verla con el
relajo de quien ya recita los diálogos de memoria y me he quedado, por
ejemplo, boquiabierto con la primera media hora. En la boda de
Connie Corleone están todos los personajes, decenas de ellos, y es imposible
perderse en las presentaciones. Es más: en esa boda, ya que hablamos de futurologías,
están descritos todos los finales que llegarán. Porque el carácter es el
destino, como decían los griegos, y cumplida esa media hora ya sabemos de qué
pie cojean todos los personajes: la ira y la avaricia, la estulticia y la frialdad, la traición y la lealtad.
Insomnio
🌟🌟🌟🌟
Pues a mí me pasa justo lo contrario que a Al Pacino en Insomnio:
que me duermo a cualquier hora, y casi en cualquier sitio. Es coger la
posturica, o encontrar el silencio, y catapúm, la mente se me nubla, y el cuerpo se me desmadeja, como si alguien me desenchufara de
la corriente. Una película que contara mi vida se titularía Narcolepsia, o algo parecido. El dormilón no, que ya está cogido. Me mantengo entre los
despiertos gracias al café en vena, y a la adrenalina de los deportes
televisados.
Yo necesitaría, no sé, diez horas de sueño para funcionar
como funcionan los demás; once, para producir destellos mínimos de inteligencia.
Sería una vida más productiva, más digna de ser vivida, pero sólo sería, ay,
media vida, porque además habría que restarle las siestecicas, y las cabezadas
en el sofá, y los cinco minutos más que siempre se arrancan al acto de levantarse...
Un continuo descansar de no hacer nada. El paraíso de un vago sin causa. Un auténtico
tumbado de aquellos que hablaba Luis Landero.
Calidad o cantidad: he ahí el dilema. De momento, en lo que llevo de vida, salvo extraños momentos vacacionales, siempre he optado por lo segundo, por vivir más. Y así me va, claro: mientras los demás producen, yo finjo que produzco. Me ha costado años perfeccionar este arte engañoso, este recurso de actor consumado, pero cualquiera que intima sabe que por debajo de la careta, como en las comedias de la tele, hay un tipo roncando su sueño. Me paso las dieciséis horas de vigilia amodorrado, ensoñando, disperso y muy poco atento. En mi trabajo saben que cualquier cosa que se me diga antes de las doce de la mañana no se alojará en mi memoria a medio plazo. Que se perderá en la maraña de neuronas que todavía no han encontrrado la cobertura del wifi interno.
Curiosamente, los síntomas del insomnio que acosan a Al Pacino en la película se
parecen mucho a los síntomas de la modorra permanente: entrecierras los ojos,
pierdes la orientación, te hablan y es como si te hablaran desde el extremo muy
lejano de un túnel... O desde la lejanía de un planeta colonizado, con muchas
interrupciones, y electricidad estática. De las alucinaciones -las mías siempre
son mujeres pelirrojas que se pasean por la escena y me sonríen- no voy a
hablar aquí.
Érase una vez en... Hollywood
¿Cuándo se jodió todo? Esa es la pregunta del millón. La que
nos hacemos todos, a todas horas. La que se hace Quentin Tarantino en la
película, hablando de su mundo. Cuándo se jodió el Hollywood de su infancia, el de
las películas alegres y las tramas inocentes. El Hollywood al que llegaban los
cineastas europeos como a nuestras playas llegaban las turistas de Suecia, y de
pronto, gracias al aire fresco, y a las costumbres importadas, ya todo parecía
otra cosa, un país menos paleto y menos obsesionado con la guerra.
Cuándo se jodieron los hippies, se pregunta Tarantino, que
nacieron con una flor en la mano y un pétalo en la boca. Y el sexo como el arma
definitiva para dirimir las disputas. El flower-power de los bonobos. La revolución
verdadera, quizá, después del fracaso de las utopías europeas, que lo dejaron
todo sembrado de cadáveres. Los hippies iban a traernos la concordia universal,
la paz entre hermanos, la inacción al solete como forma de protesta. La
marihuana y la sonrisa, el amor libre y los vestidos holgados. Hasta que un
loco bajito -tan distinto a los que cantaba Serrat- se adueñó del negocio y convocó a cuatro jamados
para celebrar un aquelarre sangriento en Cielo Drive, como en un juego de
palabras. Quizá nada de esto hubiera sucedido si Sharon Tate y Roman Polanski
hubieran vivido en la autopista al infierno que cantaban los AC/DC.
Cuándo se jodió todo, me pregunto yo también, en esta película que transcurre fuera del televisor. Cuándo se fue al carajo el mundo, y la vida, y la marcha triunfal del Madrid. Vayamos por partes. Se marchó CR y se terminaron los goles. Todo lo demás es literatura. ¿La vida? El destino está en el carácter, dijo el sabio griego. La perdición va inscrita en los genes. Cada uno la suya. Somos bombas de relojería. Nacemos con una cuenta atrás, y cuando la cuenta llega a cero, la cagamos. Nos puede el ansia, o el instinto, o la impaciencia, o la excesiva mansedumbre, y un día, de pronto, ya sólo nos queda el lamento y la nostalgia.
¿Cuándo se cagó el mundo?
Nunca, en realidad. Ya nació cagado, que es otra manera de decirlo. La
humanidad no tiene remedio. El mono se bajó del árbol con el pie izquierdo en un
error trascendental. El verdadero pecado original. Es ése del que habla la Biblia, pero de una manera muy enrevesada.
Pactar con el diablo
Más allá de que la trama da para escribir un verdadero tratado sobre la vanidad y la avaricia, y de que Charlize Theron es una actriz que cuando aparece en pantalla te sulibeya con sus perjúmenes y ya casi no te deja ni respirar, Pactar con el Diablo es una película que siempre me ha gustado mucho porque yo, al Diablo, de existir, siempre me lo he imaginado muy parecido a Al Pacino: pequeño, listo, histriónico, visceral, sumamente persuasivo cuando saca el repertorio de sabidurías. Con esos ojos chispeantes y malignos que a veces subrayan el discurso y a veces lo contradicen, dejándote pasmado... Mira que es feo, y canijo, y contrahecho, mi admirado Al, que lo ves un día caminando por la calle y a lo mejor ni te fijas en él, pero cuando pisa las tablas o los sets de rodaje se transforma en un torbellino que es puro fuego y pura intensidad nacida de algún volcán italiano en erupción.
Paterno
Lo bueno que tienen todas las películas en las que sale Al Pacino es que sale, precisamente, Al Pacino. Luego, si la película es buena, pues de puta madre, miel sobre hojuelas; pero si sale mala, como Paterno, y uno siente la tentación de bajarse a medio metraje, queda el aliciente de su presencia, de su jeto arrugado, de su voz cascada: la original, cuando se puede, o la del doblaje, si no hay otro remedio, que también es un icono de nuestra cultura.
La biología, que es una hija de puta concienzuda, nos va a dejar sin Al Pacino dentro de pocos años, Lo matará, o lo demenciará, o lo confinará en su mansión con piscina. Y aunque lo tenemos inmortalizado en nuestra videoteca, en un puñado de películas imprescindibles, siempre es un consuelo saber que el viejo Al sigue por ahí, trabajando, alquilando su prestigio, como si fuera un tío lejano que vive en Nueva York al que llamamos de vez en cuando para saber que sigue bien, y que todavía no vamos a heredar.
The trip to Italy
Cuatro años después de recorrer el norte de Inglaterra en The trip, Steve Coogan y Rob Brydon vuelven a fingir que se odian para embarcarse en otra aventura gastronómica pagada por The Observer.
Esta vez, como hay más presupuesto, o tal vez mejor humor, se lanzan a recorrer los cálidos paisajes de Italia, en vez de los brumosos parajes de su tierra. Coogan y Brydon rondan ya los cincuenta años, pero siguen comportándose como adolescentes que salieran a la cuchipanda. The trip era una película más triste, más melancólica, porque entonces ellos transitaban la crisis masculina de los cuarenta, que les mordía en la autoestima, en el impulso sexual, en las ganas de vivir. Ellos se descojonaban con sus imitaciones, con sus puyas artísticas, pero se les veía dubitativos e infelices. Ahora, sin embargo, quizá porque el paisaje es radicalmente distinto, y la luz del Mediterráneo lava las impurezas y reconforta los espíritus, Brydon y Coogan aparecen más risueños, más traviesos, como si hubieran asumido que el peso de la edad es el precio a pagar por seguir viviendo.
En una lectura superficial, podría pensarse que The trip to Italy es una gilipollez sin fundamento: dos tíos que van de hotel en hotel y de comida en comida recreando escenas míticas de El Padrino. Pero uno -quizá equivocadamente, porque la simpatía por estos dos fulanos es automática y visceral- creer ver en la película de Winterbottom una celebración de la vida y la amistad. Dos hombres maduros que abrumados por la belleza de la Costa Amalfitana hacen las paces con su destino y vuelven a sentir la alegría pura de la adolescencia, cuando nadie piensa en la muerte y todo sirve de excusa para echarse unas risas. Cuando las féminas, intrigadas por tanta felicidad, vuelven a posar la mirada con interés...