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Gosford Park

🌟🌟🌟

Gosford Park es una película que pone a prueba la inteligencia de los espectadores vulgares. Y yo, que soy uno de ellos, confieso que he naufragado en este mar proceloso de los cien personajes que se reúnen en la mansión a tomar el té y cazar la perdiz. Tan ocupado estaba en resolver el puzle de los parentescos putativos y las relaciones extramatrionales, que no he podido admirar los movimientos maestros de la cámara, ni las composiciones pictóricas del plano, que decían los críticos de la época. Donde otros fueron capaces de apreciar la percepción áurea de la toma y la segunda intención de los diálogos, yo, menguadico de entendederas, bastante tengo con recordar los nombres de los personajes, y trazar las líneas imaginarias que los unen con sus maridos y mujeres, amantes y sirvientes. Un lío morrocotudo que Robert Altman tampoco hace mucho esfuerzo por desenredar, la verdad, quizá porque prefiere quedarse con un puñado de espectadores exigentes, y no con una tropa de cinéfilos de tres al cuarto que no valoran sus osadías.



        Las películas como Gosford Park me causan una pequeña depresión, porque uno, aunque se sabe limitado, siente una punzada en el orgullo cuando tal limitación es puesta a prueba, y sobrepasada por las circunstancias. No es lo mismo saberse tonto que ser llamado tonto a la cara. Esta vez, sin embargo, he contado con el consuelo de mi señora madre, que anda de visita por estos pagos, y que alentada por la magnificencia de la campiña británica se ha apuntado a la sesión nocturna del sofá. 

    Cada vez que me perdía en los laberintos, yo, de reojo, escrutaba su rostro para descubrir un atisbo de inteligencia, pero sus ojos, fijos en la pantalla, brillaban con el mismo deslucimiento que los míos. Era obvio que andaba tan perdida como yo, y que seguramente, cuando yo no la miraba, me buscaba con la misma tribulación del espíritu. Me queda, pues, el consuelo de la genética. Yo no soy tonto, como decía Homer Simpson de su gordura: es el metabolismo. Un gen de más o de menos que me niega la proteína adecuada para comprender estos fárragos y otros parecidos. O eso, o que nosotros, mi madre y yo, como en el cuento de Andersen, hemos señalado al emperador desnudo.


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Boardwalk Empire. Temporada 2

🌟🌟🌟

En estos tiempos de enfermedad vivo como uno de los pacientes del doctor House, sometido a multitud de pruebas que no terminan de dar con el quid de la cuestión. Pero yo, a diferencia de ellos, no me muero cada diez minutos de programa. No tengo convulsiones, ni entro en parada respiratoria, ni me salen eccemas por toda la piel. Estoy sano, fresco, desesperado ya de contemplar estas cuatro paredes grises del hospital. De recorrer este pasillo tan cortísimo que ni a cien metros olímpicos llega. Mato los infinitos ratos con la impericia de un asesino poco profesional. Ojeo a Montaigne, atiendo las visitas, trato de ver a plazos los DVDs que me van trayendo. Entre las paradas cardiorrespiratorias del ordenador y las interrupciones permanentes del personal médico, la loncha de ficción más larga no creo que haya alcanzado aún los veinte minutos. Es como ver una película en Antena 3 o en Telecinco, un imposible metafísico que termina con la paciencia de quien pone verdadero interés.

Ha sido así, a trancas y barrancas, como he conseguido completar la segunda temporada de Boardwalk Empire. Noto, en relación a esta serie, que voy a contracorriente de la opinión general. Entro en los foros, leo en los periódicos, repaso las reseñas, y todo es aplauso unánime y entusiasmo general. Los sacerdotes me piden a gritos un examen de conciencia. Pero por más que lo intento, padre, no logro arrepentirme de que Boardwalk Empire no termine de gustarme. Arrancó muy bien, sí, con aquel episodio piloto firmado por Martin Scorsese que prometía un Casino trasladado a los locos años veinte. Luego, por momentos, llegamos a creernos que Los Soprano habían resucitado en una precuela donde se narraban las historietas alcohólicas de sus abuelos. Pero luego ocurrió lo de tantas otras veces: que la chispa se apaga, que los amoríos se enredan, que los secundarios insulsos y matracas reclaman su minutaje excesivo. Las tramas se dispersan, se alejan del motivo principal que nos clavaba en el sofá: los gángsters con sus jetos, con sus códigos, con sus metralletas de gatillo fácil. Las corruptelas municipales dejan paso a los traumas religiosos de las señoras, y los niños enfermitos ocupan las escenas donde antes bailaban desnudas las putas del cabaret. Es como una adaptación de Amar en tiempos revueltos pero en otros tiempos revueltos. 

Alguno dirá: es que así la trama se enriquece, se expande, toca asuntos varios para componer un fresco sobre la Norteamérica de los años veinte. Un caleidoscopio, un mural, un retrato polifacético… Pues bueno. Cojonudo. Qué palabrejas.. Pero yo no venía a eso.





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