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Happy End

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A Michael Haneke le fascinan los burgueses. Y a quién no, me pregunto, aunque nos tegan subyugados. Lo que pasa es que a Haneke le interesa su vida privada e inconfesable, ésa que sucede en los dormitorios de seda y en los retretes de porcelana. 

Haneke ha montado en “Happy End” un terrario para ver cómo viven estas hormigas en su ecosistema. O más bien las cigarras, si nos atenemos al cuento tradicional, porque más allá de supervisar a sus esclavos o de firmar papeles en las notarías, estos burgueses afincados en Calais no dan ni golpe en toda la película. Los hormigueros son más bien una metáfora del ajetreo comunista e igualitario. Un lugar de trabajo y un cobijo rudimentario, nada que ver con el casoplón de la familia Laurent donde abundan las mantelerías y los candelabros, las sirvientas de cofia y los muebles de Maricastaña.

Haneke, sin embargo, no hace una crítica marxista de sus personajes. Los Laurent son mentirosos y retorcidos, sádicos y puñeteros, pero no por ser burgueses, sino por pertenecer al género humano. La filmografía de Haneke sostiene que lo mismo puedes encontrar estas desviaciones en los pisos de protección oficial que en los chalets de lujo de la sierra. Nuestro austríaco predilecto siempre ha sido un misántropo que no hace distingos de raza o de religión, de procedencia o de clase social. ¿Niñas psicópatas, abuelos suicidas, herederos lunáticos, maridos infieles, amantes coprófilas...? Los pecados de la familia Laurent son ubicuos y transversales.

A Haneke hay que reconocerle, eso sí, que mola mucho más ver estas torceduras entre gente que se viste de gala para asistir a conciertos de violonchelo. En la burguesía se nota más el contraste entre la forma y el fondo, entre la vestimenta y el alma. Entre la cultura y el australopiteco.




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