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Chaplin reconoce en su autobiografía que si hubiera conocido los campos de exterminio nunca hubiera hecho una parodia de Adolf Hitler como ésta que hizo, a medio camino entre la denuncia política y las comedias de Charlot. “El gran dictador” se estrenó en 1940, se empezó a rodar en 1939 y llevaba concebida al menos dos años antes, cuando los judíos que huían de Centroeuropa empezaron a contar quién era aquel personajillo que vociferaba en los noticiarios.
Hitler, en 1939, para la gente desinformada, “sólo” era un tipejo que anexionaba territorios europeos y les daba azotes en el culo a los judíos y a los comunistas. Para muchos era un héroe. Y no hablo solo de los nazis de Alemania: el mismo Chaplin se encontró con muchos problemas cuando propuso satirizar a Hitler en la figura de Astolfo Hinkel. Los empresarios de Estados Unidos adoraban a Hitler porque había metido en vereda a los sindicatos, y, para cargarles de argumentos, la fachosfera mediática de Randolph Hearst jaleaba los progresos económicos que se veían en Alemania. ¿Que la policía arreaba hostias a los judíos que estorbaban y a los comunistas que pedían mejoras laborales? Toma, claro: para eso están las fuerzas del orden. Siempre al servicio de la acumulación de capital, caiga quien caiga, cueste lo que cueste. El que todavía no lo haya entendido es que es más tonto que hecho de encargo.
El mismo Charles Lindberg, el héroe de la aviación, era un nazi de tomo y lomo que intentó dar el salto a la política para convertirse en un líder ario de la nación, tan rubio y tan telegénico -bueno, cinegénico, dada la época. Pero Chaplin no se arredró ante las presiones, que fueron muchas y contumaces. El pequeñajo tenía dinero, influencia y un par de cojones bien puestos. Además, le tocaba mucho los ídems que Hitler -con el que apenas se llevaba cuatro días en la fecha de nacimiento-, le hubiera copiado un bigotillo que había nacido para hacer sonreír y no para subrayar una sonrisa de hiena. Así que se lanzó a la piscina antes que cualquier otro cineasta y el tiempo, desafortunadamente, terminó por darle la razón.