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Priscilla

🌟🌟🌟🌟


Hay hombres a los que simplemente no se les puede decir que no. El príncipe Felipe, por ejemplo, cuando se le puso en sus reales cojones que quería tirarse a la chica del telediario. 

(¿Y si el Palacio de la Zarzuela fuera para Leticia Ortiz como Graceland para Priscilla Presley? ¿Una jaula de oro, una cárcel de lujo, un campo de concentración con lacayos y perretes? No sé, no creo: yo a la asturiana la veo encantada de la vida, cada día más buenorra -dada su edad- y más arpía en sus desprecios al populacho. Un proyecto muy viable de María Antonieta, ahora que estábamos hablando de películas de Sofía Coppola).

En esa categoría de hombres que no conocen un no por respuesta también viven los príncipes de Gales de cualquier época, y Brad Pitt, y Don Draper, y un conocido mío de La Pedanía que donde pone el ojo pone la bala porque todos los objetivos se acercan lo suficiente para que el cabronazo nunca se equivoque. Hay tipos con suerte... Y por supuesto, allá por los años 50 y 60, estaba Elvis Presley meneando sus caderas. Quizá hemos perdido la perspectiva de lo que significó Elvis para el éxtasis sexual de las mujeres y de los hombres que le deseaban en secreto. Es como si ahora un cantante guapísimo y molón se meneara la polla ante la audiencia televisiva, con mucho flow y mucho sentimiento. Las caderas de Elvis fueron porno duro y venganza del diablo. No me extraña que los curas le persiguieran y le excomulgaran, aunque algunos se pajearan frente a la tele con la mente dividida: Jesucristo sobre el hombro derecho y Belcebú engominado en el izquierdo.

Priscilla conoció a Elvis cuando ella tenía 14 años y él ya era el ídolo veinteañero de la nenas de Norteamérica. La tentación de ser La Elegida, The Chosen One, descendió sobre su cabecita adolescente como aquellas llamas de Pentecostés sobre los apóstoles. Para ser justos, la madurez que entonces no tenía tampoco la hubiera alejado de la tentación. Todas hubiesen hecho lo mismo. Priscilla tuvo la mala suerte de salir chamuscada de la experiencia. Otras aguantaron incluso menos a sus príncipes convertidos en ranas. Otras aguantaron más y algunas llegaron incluso hasta el final. Depende mucho de la suerte, y del carácter. Y de los millones.





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Saltburn

🌟🌟🌟


Aunque algunos sigamos votando a la izquierda por respeto a nuestros antepasados, lo cierto es que los pobres ya hemos perdido la lucha de clases. Esto no tiene remedio. Al final no hicieron falta los tanques para reducirnos: nos pusieron un par de tías buenas en los telediarios para desinformar y depusimos las armas con una sonrisa de bobos y una erección en la bragueta. Los pobres, la verdad, es que damos un poco de asco. En eso le doy toda la razón a lady Catton, la señora de Saltburn y sus dominios.

Cautivo y desarmado el ejército proletario, los partisanos podríamos tirarnos al monte para montar unas guerrillas tocacojones. Pero la venganza es un círculo sin fin y hay que recordar que los policías trabajan para esta gentuza y no para nosotros. Estaríamos perdidos igualmente. Así que solo nos queda una solución: convertirnos en ellos. No despojarlos, sino suplantarlos. Olvidarnos de la lucha y diluirnos en su mundo de opulencia. Mandar nuestra educación y nuestra decencia a tomar por el culo. Tirarnos de cabeza al cráter para que el fuego nos despoje de todo lo que fuimos. 

Pero para hacerse rico, ay, hay que nacer rico, o nacer sin escrúpulos, o ambas cosas a la vez. Y la mayoría venimos de la barriada y tenemos conciencia moral. No podríamos jugar al golf sobre los cadáveres financieros de millares de inocentes. No valemos para eso. No tendríamos agallas para transponer la verja de Saltburn y adueñarnos de las almas y de los objetos. 

Digo esto porque la película no contiene ningún mensaje subversivo ni revolucionario. Es entretenida y provocadora, pero nada más. Si Oliver hubiera sido Oliver Twist, pues mira, lo hubiésemos entendido. Leña al mono y al explotador. Y luego, en la fanfarria final, una colectivización soviética de Saltburn y de sus tierras. Pero no hay nada de eso en la película. Oliver ni siquiera es pobre de verdad: sólo es un puto pirado. Un caos en movimiento. Un Joker de Batman. En él no hay odio de clase. Ni siquiera estaba enamorado de su Adonis. Sólo quería follárselo. Por amor también hubiéramos entendido sus intenciones. Nada más incendiario y respetable que el amor despechado. Pero es que ni eso, jolín. 




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