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El amor menos pensado

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El amor, estrictamente hablando, pertenece a los más jóvenes: a la plenitud del cuerpo, y a la inocencia del espíritu. Lo otro, lo que nos abruma a los cuarentones, o a los cincuentones de la película, también es amor, pero ya no es el mismo sentimiento. Lo que sucede es que el castellano es un idioma muy rico para describir otros estados del alma -la borrachera, o la ira- pero en este asunto se queda muy corto de sinónimos, de matices, y da lugar a malentendidos.

    Al principio de El amor menos pensado, Marcos y Ana deciden separarse tras largos años de matrimonio porque descubren, o creen descubrir, en una conversación que se les va de las manos, y de las bocas, que ya no se aman. O que ya no se aman como antes. Para ellos es como si hubiera entrado un rayo por la ventana, calcinándolo todo. Se quedan paralizados de terror. No saben ni cómo continuar la conversación. Si deberían, quizá, consolarse mutuamente con un abrazo, o si ese gesto, que hasta hace un minuto era automático y generoso, se ha quedado de pronto improcedente, e inservible, ya expareja, extraños, abandonados a su suerte…




    Marcos y Ana buscarán el amor en otras mujeres, y en otros hombres, siempre dentro de la burguesía bonaerense, claro, porque ellos son cultos, ganan dinero, están todavía de buen ver, y esto parece una película de Woody Allen ambientada en Manhattan, con garitos de moda, exposiciones de arte y paseos por un parque también rodeado de rascacielos. La única diferencia es que se trata de una película argentina, y ya se sabe que los argentinos se demoran, discursean, alargan los paliques, y les salen unos metrajes más estirados de lo recomendable. Pero aquí no molesta, el alargue, porque me da tiempo para pensar, para rescatar tres o cuatro filosofías saludables, ahora que ya estoy tan cerca de esas edades otoñales.  

    Cada uno por su lado, Marcos y Ana buscan reverdecer los laureles del sexo, de la ilusión que todo lo trastorna, pero ninguna semilla arraiga en los nuevos huertos. Buscan sentir lo mismo que hace veinte o treinta años: ese espasmo en la entraña, esa taquicardia en el corazón, que a veces les cortaba el aire y les ahogaba las palabras. Pero el cuerpo ya no les responde, y el espejismo se aparece sólo a ratos. O demasiado difuminado. Demasiada vida, demasiada mochila, demasiada neurosis… Marcos y Ana tardarán muchos meses en comprender que ellos sí se amaban, pero que ya no lo hacían con la fiereza, el ansia, la dependencia enfermiza de los más jóvenes, que es lo que en realidad echaban de menos. Que reconciliarse no es una cuestión de resignarse, ni de conformarse, sino de aceptar que cada edad tiene su modo de amar.





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