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Siempre juntos (Benzinho)

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Dejas de ser niño cuando un día sales a la calle sin la pelota bajo el brazo, persiguiendo otras redondeces que marcarán para siempre tu destino. Dejas de ser joven cuando compruebas que todos los jugadores de tu  equipo preferido ya son menores que tú. Dejas de ser adulto cuando te pones a contar batallitas del fútbol antiguo y un día te descubres solo en el salón, desescuchado por todos, convertido en otro abuelo cebolleta que monologa con la pared. El balón de fútbol -quiero decir- marca las tres edades del buen aficionado, como marca, también, las fechas en rojo de cada año. Y del mismo modo que los chinos del badulaque funcionan con un calendario transversal, y celebran sus festividades cuando nosotros estamos con  San Atanasio, o con el Día Mundial de la Avellana, los futboleros tenemos nuestro propio día de Año Nuevo, y de Nochevieja, un santoral muy particular hecho con camisetas retiradas. Una Semana de Pasión, cuando llegan las semifinales de la Champions, o un día de Acción de Gracias, como los americanos, cuando por fin la conquistas. Que no es, ni de lejos, todos los años. Fiestas no-anuales, irregulares, pero que cuando llegan son la hostia en verso, y el gozo de vivir.

    La otra mitad del planeta que no está enferma de fútbol tiene otros calendarios para marcar el paso del tiempo. Biológicos, o religiosos, que provienen de la noche de los tiempos. En una de esas cronologías dejas de ser niño cuando te descubres capaz de engendrar ídems en la primera polución. Dejas de ser joven cuando nace tu primer hijo y termina la fiesta diurna y la cuchipanda nocturna. Empiezas a sentirte mayor -de pronto con gorra, y rebequita para pasar el otoño- cuando ese primer hijo abandona el nido para formar uno propio, con otro pajarito, o con otra pajaruela.

    Quien esto escribe -que es un futbolero enfermizo, pero también padre de una criatura- está justo ahora en ese hito del camino. Habitando un viejo nido que se ha quedado con una habitación de sobra, y con una tele de más. Como la protagonista de Benzinho, Irene, que al contrario de lo que me está pasando a mí, cae en una depresión verborreica cuando su primogénito se marcha a Alemania a defender su portería profesional de balonmano. Porque estos de Bezinho son brasileños, pero renegados del fútbol, amantes de otros esféricos. A Irene aún le quedan tres hijos menores por criar -dos de ellos pequeñajos y gemelos, dos auténticos coñazos con aspecto de angelotes. Pero ella sabe que, en cierto modo, con la marcha del hijo mayor, algo se quiebra en el calendario. Que algo se muere en el alma cuando un hijo se va, que cantaríamos, parafraseando…





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