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La juventud

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Mis chistes de pre-viejo, de pre-jubilado del amor y del trabajo, tienen, por supuesto, mucho de exageración, de afán de comediante de stand-up. Pero también poseen una almendra de verdad. A mi edad, que aún no es provecta del todo, todavía estoy medio sano y medio lúcido. Me informo de lo que pasa a mi alrededor y aún no voy derrengado por las aceras, más pendiente de las obras municipales que de las otras bellezas que depara la naturaleza. 

Pero hace tiempo, desde luego, que coroné el puerto de la plenitud, y ahora mismo, con más o menos garbo, voy sorteando las curvas del descenso. Allí, en la cima de la montaña -que en mi caso nunca pasó de ser una tachuela de tercera categoría- tuve un hijo que no se parece a mí, escribí un par de libros que nadie leyó y planté varios pinos descomunales y fibrosos, muy bonitos algunos. Ahora que ya no fabrico nada de utilidad -salvo estas líneas tontas de cada día- me dejo llevar por la pendiente hasta que un día pise una enfermedad o se me cruce un infortunio y me pegue una gran hostia en la revuelta.

Paolo Sorrentino sólo tiene dos años más que yo -aunque cien vidas más en experiencias- y gracias a esa proximidad generacional he ido encontrando en sus películas motivos para reflexionar sobre la edad y el paso del tiempo. Todas sus películas, además, mejores o peores, poseen una belleza hipnótica,ocurrencias muy personales en las que yo extrañamente me reconozco sin comprenderlas del todo, como quien vive un sueño propio rodado por otro fulano.

En “La juventud”, por ejemplo, los personajes son  ancianos de verdad, no poéticos ni fingidos, pero encuentro en ellos una rara afinidad que empieza a preocuparme. 

Este par de amigos que conviven en el balneario de “La juventud” son unos septuagenarios a lo que ya les puede el cinismo y la melancolía, la pasión inútil por las cosas perdidas e irrecuperables. Yo vivo a  dos décadas de distancia y siento, sin embargo, que estos desgarros del ánimo empiezan a serme familiares. Como si la vida se hubiera terminado de sopetón y sólo quedara el paso de los días, y la simple curiosidad por los acontecimientos. 




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