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La virgen de agosto

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La verdad es que ahora, cada vez que regreso a León, me siento como un turista en mi propia ciudad. Como Eva, por Madrid, en La virgen de agosto, solo que ella lo hace adrede, fingiéndose la despistada, la recién llegada, aprovechando la canícula para recorrer una ciudad que sin gente ya no parece la misma. Y así, de paso, a ver si ella también puede colar como distinta, como otra Eva, aunque los pelmazos de sus exnovios se le aparezcan una y otra vez por las verbenas de chulapos y chulapas.



    Pero la sensación de ser un turista en León se desvanece al segundo día de pasear. Supongo que al principio sólo es el mareo del desembarco, la inercia de haber pasado varios meses en otro lugar que no se le parece ni remotamente. En la pedanía vivo, trabajo, enseño los rudimentos del fútbol. Vivo absorbido, y absorto, con mis cosas, con mis tonterías, y cuando regreso a León es como si me despertaran de la realidad para introducirme en un sueño recurrente. León se ha vuelto eso: un sueño recurrente. Uno que cuando vuelves a vivirlo te resulta familiar, y pasado el primer extravío ya te encuentras acomodado en él, y saludas a los protagonistas, hola, colegas, qué tal os va, y reconoces las calles como decorados del viejo teatro donde trabajaste de actor media vida.

    Y sin embargo, ese primer día de despiste siempre es el mejor: la altitud de León me hace respirar mejor, hace frío por las noches, y en el agua del grifo reconozco el sabor inodoro e insípido de mi infancia. Compro unas patatas en Blas, pido unas sopas de ajo en el Gaucho, y me quedo mirando la Catedral con el estupor propio de los turistas que profesan el ateísmo. Es el ritual propio del recién llegado a la ciudad... Pero luego, al día siguiente, León empieza a asfixiarme. La conozco palmo a palmo, revés a revés. Golpe a golpe y verso a verso, como decía el poema. León es una ciudad demasiado pequeña, demasiado vivida, y si encima le quitas los barrios periféricos que nunca tuve que pisar, se te queda casi en una aldea donde todos los rincones tienen una historia mía que contar: un beso, un rechazo, un partirse de la risa, un balón pateado, un resbalón inoportuno, un bareto que cerró, el parque donde me enamoré perdidamente… León es un museo de mí mismo, un recorrido teatralizado por la vida y obra de este chiquilicuatre que estuvo allí 22 años semienterrado entre los libros. Y no me gusta verme, ni en las fotos, ni en los recuerdos.


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