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Sing Street

🌟🌟🌟🌟


El problema de “Sing Street” es que su director y guionista, John Carney, no sabe muy bien cómo terminarla. Y es una pena, la verdad, porque hasta entonces navegábamos de puta madre por las canciones. Camino de un clásico instantáneo e irlandés, como el café.

La historia de amor entre Conor y Raphina es muy bonita, nos conmueve, nos hace recordar nuestra propia adolescencia -bueno, la de los que triunfaron con las titis- pero está condenada al fracaso y a la despedida. Yo creo que la escena final es una metáfora muy obvia del naufragio venidero... Conor tiene catorce años, aparenta quince, y aunque es verdad que toca la guitarra, compone canciones y es un echado p’alante que da gusto verlo, es imposible que al final se lleve el corazón de esa belleza de dieciséis años llamada Rapinha, que aparenta veintitantos y además vividos con mucha intensidad. (De hecho, mientras veía la película, me sentía culpable por desearla, aunque fuera desde este platonismo inocuo de mi edad, y tuve que parar en la segunda escena para comprobar que Lucy Boynton, la chica de la cara perfecta y la sonrisa desarmante, pasaba holgadamente la edad permitida para el deseo). 

Rapinha -a la que el corrector de Word, culé de toda la vida, intenta hacerme pasar por Raphinha, el jugador del Barça- es mujer para otro tipo de triunfadores. Conor tendría que destacar en la jungla musical de Londres para que ella se quedara a su lado presumiendo de maromo. Si no, hará valer la diferencia de edad y el valor superior de su belleza para ascender varios escalones por la pirámide aspiracional. Las cosas son así. El juego de la biología es igual en Irlanda que en las Seychelles.

Yo también me enamoré con trece años de una chica de quince que bailaba la “Dolce Vita” de Ryan Paris en la juve-disco de León . Se llamaba Rosa y estaba llena de espinas para los menores. El capullo de su hermosura lo reservaba para los capullos que arrimaban cebolleta y la sacaban al menos dos años y una cabeza. Yo era un tolai sin guitarra, lo sé, pero ni tocando con la guitarra mil canciones de amor y un poema desesperado podría haberla convencido de su error. 





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Bohemian Rhapsody

🌟🌟🌟

De adolescentes todavía nos entraba la risa tonta cuando nos enterábamos de que tal cantante, o tal actor -a veces uno tan insospechado como Freddy Mercury, en nuestra ibérica desinformación-, tenía sus preferencias sexuales puestas en la acera de enfrente. Y ya la misma expresión, acera de enfrente, nos da un poco de vergüenza recordarla... 

Los homosexuales existían, claro, eran criaturas de Dios, y nosotros celebrábamos su existencia porque los curas del colegio se indignaban mucho con ellos, y eso, por fuerza, no podía ser malo. Los curas decían que los mariquitas (sic) -ya ves, ellos, los curas...- iban a terminar con la familia y con la natalidad. Y con las buenas costumbres. Decían que los maricones (sic) daban asco a ojos de Dios, y que los socialistas de Felipe González alentaban su existencia y hasta los subvencionaban en sus aquelarres. Los curas citaban mucho aquello del pecado nefando por no decir sodomía, ni gomorría, ni darse por el culo, claro, que en estos asuntos de la penetración manejaban una riqueza de vocabulario, un eufemismo de la vergüenza, que ya daba mucho qué pensar.

    En nuestra tonta adolescencia creíamos que los gays eran cuatro gatos que le ponían morbo y color a la paleta de la sexualidad. Tipos pintorescos, y hasta bufonescos, resalados y provocadores, que lo más cerca que vivían era en Madrid, o en Barcelona, anónimos durante el día y desatados por la noche, en garitos que sólo ellos conocían y frecuentaban. En León ni los concebíamos, por supuesto, porque aquí la homosexualidad no se podía esconder a las madres ni a las vecinas, y decían que sólo en la Estación de Autobuses o en la estación de RENFE se veían cosas, o se denunciaban casos. De tipos que insinuaban, que enseñaban, que hacían no sé qué... A las lesbianas, por supuesto, ni las imaginábamos en mil kilómetros a la redonda, y pensábamos que sólo existían en California, o en Suecia, tostadas al sol de las playas o al civismo de Estocolmo, y que todas trabajaban para la industria del porno posando para las fotos de las revistas, o besándose desnudas en las películas escondidas del videoclub.
  
    Éramos, como se ve, unos merluzos de campeonato, unos cortos de vista, unos recién salidos del nacionalcatolicismo. Todavía no europeos del todo, no abiertos del todo, habitantes de una burbuja heterosexual que en realidad no era tal, sino un engaño mantenido por la publicidad. Y en esa miopía irrespetuosa que ahora costaría explicar a nuestros hijos, llegó el virus del SIDA, y mientras los curas se carcajeaban y daban gracias al Señor por haber enviado la nueva plaga de Egipto -yo los vi, y los escuché- , los demás ya nos reíamos mucho menos con la tontería. Empezamos a quedarnos sin algunos hombres que nos hacían felices en las películas, y en los walkman de Sony, e incluso en algunos programas de la tele, en aquel pleistoceno de la tecnología y de la tolerancia. Freddy Mercury, tan añorado, no fue el primero de todos. 






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