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Las herederas

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Chela y Chiquita son dos sexagenarias que al parecer nunca le han dado un palo al agua. Viven juntas, y se acuestan juntas, en un casoplón del barrio más exclusivo de Asunción. Al principio de la película no lo explican bien -o soy yo quien no lo entiende bien, porque el cine paraguayo se parece en esto al español, de muchos diálogos ininteligibles, con ruidos de fondo, o susurros por los pasillos- pero al parecer estas dos lesbianas de la vieja guardia, pioneras, quizá, de su valentía en las tierras guaraníes, viven de las rentas, o de una herencia, o de un crimen modélico que se cepilló a sus maridos ricachones muchos años atrás. O de un pleno al quince que quizá acertaron en la Liga Paraguaya, porque allí, como aquí, sólo se forran los que no tienen ni puta idea de fútbol, y ponen resultados disparatados y al azar, un 2, por ejemplo, en el F.C. Barcelona-Cerro Porteño.


    Sea como sea, Chela y Chiquita disfrutan plácidamente de sus días de ocio, siete días a la semana, treinta días al mes, con sus otras amigas de la burguesía, jugando al bridge, bailando en el casino, poniendo a parir a las criadas mientras se toman el anisete o el orujo de hierbas, que si una me sisa o que si la otra me deja polvo en la cubertería… Pero de pronto ocurre algo: una desgracia económica, o una penuria bancaria -otro diálogo ininteligible para el espectador- y la pobreza, que era un virus terrible confinado en las barriadas alejadas, de pronto irrumpe en sus vidas obligándolas a vender todo el patrimonio, pieza por pieza, desde la cuchara de plata hasta el retrato del abuelo. 

    Ahí empieza, propiamente, esta película titulada Las herederas, que viene a retratar a este par de amigas justo cuando quedan desheredadas, una metida en la cárcel por sus trapicheos y la otra obligada a sobrevivir haciendo de taxista para las que, justamente, sólo unos días antes, eran sus compañeras de armas en la lucha de clases. Podría haber sido el Patrimonio Nacional de Azcona y Berlanga pero a la paraguaya, con situaciones cómicas y equívocos aristocráticos. Pero el director de la función prefiere escoger el camino del drama, de la melancolía personal, qué hago yo ahora, tan sola, y tan vieja.  



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