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Mary and Max

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La soledad es una desgracia. El plato solitario, y la cama semideshecha. Hablar con las paredes. Abrazarse a la almohada. La masturbación. La espalda sin rascar. Viajar al lado de un desconocido en el autobús. La mesa peyorativa del restaurante. El cine entre desconocidos. No poder ni bañarse en el mar, porque nadie se queda al cuidado de las pertenencias. La envidia, o la nostalgia, de las parejas que se besan. La amargura de haber fallado el blanco de la vida, como escribía Houellebecq...

    Hay gente que prefiere vivir sola -“más vale solo que mal acompañado"- pero en realidad es que se han acostumbrado a su carencia, a su déficit, como quien se hace a un dolor crónico, o aprende a manejarse con una sola mano. Han hecho de la soledad una rutina, una supervivencia. Un desafío, incluso, y hay quien lo enfrenta hasta gozosamente, como un cristiano arrojado a la arena del circo. Pero los solitarios, lo sepan o no, están enfermos. Carecen de una vitamina esencial, de un oligoelemento imprescindible. Sobreviven, transitan, pero no hay felicidad posible en la soledad. Sólo su ilusión, de tonto moderno, de lector de libros malos. Incluso Jeremiah Johnson, que quiso apartarse del mundo y recluirse en las montañas, tomó como esposa a la india Swan para abrazarse a alguien en la cabaña, y preparar un desayuno para dos al despertar, que es una forma mucho más humana de desperezarse.


    “No es bueno que el hombre esté sólo”, dice uno de los versículos iniciales del Génesis -el hombre y la mujer, imagino- y ahí sí que coincidimos los ateos recalcitrantes y los creyentes en la Biblia. Todo esto del orgullo single que ahora leemos en los suplementos dominicales no es más que otra moda sociológica, otro invento comercial. El Anti-San Valentín, o qué sé yo. Otro día de rebajas en El Corte Inglés: libros, películas y consoladores con un descuento de hasta el 60%... Max y Mary son dos solitarios que ya saben todo esto. Mary, la pobre, todavía es una niña, y lo intuye más que lo sabe. Max, al otro lado del Océano Pacífico, ya cuarentón, aquejado del mal incurable, libra sus últimas batallas.





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