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La semilla de la higuera sagrada

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El algoritmo ya ha llegado a las tierras de Irán. Sálvese quien pueda. Nadie se libra de la epidemia. Incluso allí, bajo la mirada de los ayatolás, ya todo será la misma película archisabida con ligeras variaciones. Chorizos en la fábrica, o quesos de los Zagros.

Ya no existen los tonos de gris, los personajes complejos, las dudas en el alma... Las películas se han vuelto tan simples como el guiñol para los chavalines: hay un bueno, un malo y un cachiporrazo merecido. Los tiempos modernos son tiempos de certezas. El simple hecho de dudar, o de pedir más información, te posiciona junto al enemigo. Ha vuelto el maniqueísmo. Mani, por cierto, predicaba en el desierto de los persas.

En la primera mitad de la película, Iman es un buen hombre superado por las circunstancias. Él, como el verdugo de Berlanga, sólo quiere ascender en la judicatura para comprar un piso más grande y que sus dos hijas adolescentes puedan dormir en habitaciones separadas. Él es un funcionario del régimen, sí, pero un hombre con corazón. Cuando le ascienden salta de alegría, pero a las pocas semanas comprende que los ayatolás le están utilizando para firmar sentencias sin parar, sin apenas tiempo para emitir un juicio justo.

Iman no es el padre de Jessica Lange en “La caja de música”. No es Eichmann en Jerusalén. No se enorgullece de lo que hace. En ese contexto de lunáticos no es lo peor del escalafón. Iman es un hombre atormentado que regresa a casa con el corazón dividido. Por un lado la lealtad a su país; por otro, el bienestar de su familia. Podría haber salido una película cojonuda de aquí, pero estas dualidades ya no se estilan. O eres un hijo de la gran puta o no eres nada. 

Lo normal hubiera sido que las hijas de Iman, que son activistas contra el régimen, dudaran al menos en acabar con su reputación. Con su carrera y casi con su vida. Dos almas igual de divididas y otro drama la mar de interesante... Pero ahora mismo no estamos para esas tonterías. El bebé de “El Verdugo” jamás habría denunciado al pobre José Luis diecisiete años después. Eran otros tiempos. 




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