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M, el vampiro de Düsseldorf

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Yo quería poner por escrito mi decepción con “M, el vampiro de Düsseldorf”, que se me ha quedado muy clásica, pero muy aburrida. Su inicio es sobrecogedor, pero su desarrollo es dormitivo, y solo el desenlace de Peter Lorre confesando su “problemática” permanecerá en el recuerdo, tan impresionante como expresionista. También nos quedará la imagen de la “M” estampada en su espalda, y la cara de Peter Lorre cuando la descubre, que nos recuerda que todos nosotros -salvando las distancias, claro- llevamos una letra que señala nuestra tara o nuestra debilidad. Una inicial fluorescente, hecha con zumo de limón, que sólo en ciertos ambientes, y en ciertas confianzas, brilla delatora y puñetera.

    Yo quería denunciar mi aburrimiento, ya digo, pero allí, en la web de Filmaffinity, he descubierto que hace quince años yo mismo le puse un 8 como una catedral de Colonia a esta película de Fritz Lang. Un notable alto, y un comentario laudatorio, enardecido como estaba por la cinefilia de los clásicos, y el respeto a los mayores. Qué noches las de aquellos años... Era yo mismo, sí, no puedo negarlo: el mismo tipo alto, desgarbado, funcionario pero nada funcional, con cara de panoli culto, o de culto panoli, dos escrituras a elegir. Para nada el yo de ahora, más resabiado, más pelado en los cataplines, que revisa los clásicos con un poco de recelo, retorcido en el sofá, dispuesto a denunciar que el emperador desfila desnudo por mi televisor.

    David Hume tenía mucha razón cuando defendía que no somos un yo, sino una sucesión de yoes que permanecen unidos por un hilo muy fino. Una ilusión de continuidad a la que ponemos un nombre y un apellido para no disolvernos en la nada.  Una cadeneta de monigotes como aquellas que hacíamos en “manuales”. Eso que ahora los legisladores llaman “Educación Artística y Producción de Hechos Culturales Manufacturados”, o algo parecido. Todos los pedagogos llevan la E de “eufemismo” pintada en el hombro. Malditos sean también.


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Arsénico por compasión

🌟🌟🌟🌟

Los cinéfilos de morro fino, cuando caen por azar en estos escritos que no constan en los mapas de carreteras, huyen despavoridos al descubrir que el cine en blanco y negro brilla por su ausencia. Deben de pensar que mi cinefilia es coja, manca, impostada. Y no van desencaminados, la verdad. Yo me crié en la galaxia muy lejana, en la selva de Indiana Jones, en la fanfarria de Supermán, y cuando tengo que viajar al pasado en el Delorean siento una pereza muy vergonzosa, y muy inconfesable. Pero tengo que decir, en mi descargo, que el cine qualité no aparece en este diario porque desde que empecé a escribirlo, por unos azares o por otros, mis apetencias y mis neurosis han ido por otros derroteros. Que regresen, a partir de ahora, los clásicos viejunos.

    Pero tate, querido lector, que aunque yo sea un cinéfilo de Tercera División, aún guardo sitio para películas como Arsénico por compasión, la comedia loca de Frank Capra. Su humor es blanco, pueril, pasado de moda, como un sainete de Juanito Navarro y Arévalo sin gangosos ni pechugonas. Un Aquí no hay quien viva con un chalet de Brooklyn como único escenario. Sin embargo, por esos azares de lo bien hecho, del ritmo endemoniado, del absurdo cómico del planteamiento, Arsénico por compasión ha superado con creces la prueba de los años, y todavía puede verse en alguna noche perdida del calorazo. Cary Grant hace muecas, se contorsiona, se comporta como un payaso emporrado hasta las cejas. Los críticos viejunos se deshacen en elogios por el "gran actor de comedia", y por el "amplísimo catálogo de sus registros". Son los mismos tipos que luego ven a Jim Carrey haciendo las mismas gansadas en películas de color y llaman a la cruzada contra el cine moderno, y gritan ¡vade retro!, y ¡a mí la legión! Mi alejamiento -injustificable- del cine clásico tiene mucho que ver con estos fulanos. Si ellos son la aristocracia de la cinefilia, yo prefiero quedarme en el barrio, a jugar pachanguitas, y a comentar las películas cutres con los amigotes.


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