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Trenque Lauquen

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Trenque Lauquen es una ciudad de la Pampa argentina, y también la película de cuatro horas y pico que transcurre entre sus calles y sus inmediaciones muy llanas y despojadas de árboles. El paisaje podría ser perfectamente Tierra de Campos, la patria de mis ancestros con boina y de mis ancestras con moño. Quizá por eso me quedé enganchado a la película: porque algo dentro de mí -un gen de la planicie, un ADN del páramo improductivo- me hacía partícipe de esta locura transitoria que viven los personajes. Sobre todo la locura principal, la de Paula, la bióloga que es como una veleta clavada en mitad de la pradera, a merced de los vientos. Una mujer tan atrayente como inestable; tan adorable como fugaz; deliciosamente inquieta y fastidiosamente desnortada. Poesía en movimiento, cuando habla, y retortijón de tripas, cuando tratas de entenderla. Hay mujeres “ansí”, como dicen en el agro.

Mi teoría, a falta del refrendo de las autoridades académicas, pero muy adecuada para explicar lo que sucede en "Trenque Lauquen", es que las montañas producen imbéciles y los páramos enajenados. Mayormente, quiero decir, porque también hay locos por los riscos y mermadas por las llanuras. Las montañas, hasta hace nada, aislaban valles donde la endogamia hizo muchos estragos en el cociente intelectual. Yo vivo en la confluencia de varios valles que desembocan en la civilización y sé muy bien de lo que hablo... Los paisajes abiertos, en cambio, son más propicios para criar orates y desquiciadas. No sé que tiene el horizonte despejado, la canícula sin protección, el viento sin parapeto, que también provoca estragos en las meninges, en este caso en las regiones de la lucidez. También sé de lo que hablo porque ya digo que casi todos mis ancestros proceden de la anchura de Castilla, o de las anchuras de León, que están separadas por apenas un sembrado de cereal.

“Trenque Lauquen” no hay cristiano que la soporte vista de corrido. Ya digo que son cuatro horas y pico de metraje. Apenas quedan culos y vejigas que soporten tamaño desafío. Hay que trocearla a gusto del espectador. Es como uno de esos libros que te absorbe lo abras por donde lo abras. Hoy puedes leer diez páginas, mañana una, pasado cien...





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El hombre de al lado

🌟🌟🌟🌟

Perdida ya la lucha de clases, a los pobres sólo nos queda dar por el culo. Molestar. Hacer ruido. Interrumpir. No dejar dormir a gusto alguna noche que otra. Dar picotazos por aquí y por allá, como avispas que al final caerán aplastadas por una porra. Que los ricos, al menos tengan, que rascarse la comezón. Comprarse una pomada en la farmacia. Qué menos. Lo que pasa es que ellos envían a la criada a por el recado mientras se quedan tan ricamente en el salón, haciendo sus cosas de ricos. Quizá ponerse a calcular cuánto le pagarán de menos el próximo mes, a la pobre mujer.

    En El hombre de al lado, Víctor, que es el hombre que vive en el edificio de enfrente, al principio sólo quiere abrir una ventana en su pared. Nada más. Capturar unos poquitos rayos de sol, como él dice. No le mueve el afán de joder, ni de espiar a su vecino. La lucha de clases no parece estar en su ideario. Pero su vecino, Leonardo, se toma lo de la ventana como una afrenta personal. Leonardo es un diseñador de muebles pijísimos que vive en la Casa Curutchet de Buenos Aires. Un edificio muy afamado de Le Corbusier que figura en todas las enciclopedias de arquitectura. Leonardo es un snob gafapasta que vive entre utensilios raros, escucha música dodecafónica y mantiene conversaciones sobre el ser y la nada, la tontería y la sustancia. Le quiere su esposa, le admiran sus amigos, y le llueven los encargos procedentes de Milán, donde se estilan mucho sus gilipolleces creativas.

    Leonardo -como su mujer, que es otra pija de mucho cuidado- no tolera que el vecino pueda verle a través de su ventana. No se dedica a nada delictivo, pero lo jode que un mindundi que viste chupas de cuero, mercadea con coches usados y huele a colonia barata del súper esté siempre ahí, enfrente, presente o imaginado. Leonardo vivía en una nube sin proletarios, a los que sólo veía por las calles, conduciendo su Mercedes. Pero ahora un pobre se ha sentado a su mesa, o casi, como en aquella campaña navideña de Plácido. Y Víctor siente el desprecio, el recelo...  Estamos de nuevo en Parásitos. Las dos ventanas inocentes que daban al patio de luces se han convertido en dos parapetos.




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