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Super/Man: La historia de Christopher Reeve

🌟🌟🌟


Apenas a doscientos metros de mi casa, en La Pedanía, vive otro hombre que también sufrió un accidente tonto y se quedó tetrapléjico. Fue hace dos años. No sé en quién piensan los demás cuando pasan estas desgracias, pero los cinéfilos, que tenemos la vida dividida entre la realidad y las películas, siempre nos acordamos de Christopher Reeve cuando alguien sufre el castigo caprichoso de los dioses. 

En el caso de mi vecino -que también era un tipo deportista y fuerte como un roble- la culpa no fue de un caballo receloso, sino de una carretera traicionera. Bajaba un puerto de montaña en bicicleta y salió despedido al meter la rueda en un desagüe de la carretera.  Mi vecino no es Superman, sino Policía Nacional, aunque dicen que de los buenos, no de esos que van por ahí como si vivieran en el Far West. No sé, yo apenas le conocía, solo de vista, por el pueblo, cada uno con sus quehaceres. Un amigo común me dice que el tipo es más majo que las pesetas y que vestido de uniforme se desvivía por los demás. Rara avis, entonces, pero le creo. Mi amigo es un hombre de confianza que sabe distinguir entre la buena gente y la gentuza. 

Mi amigo, de vez en cuando, va a visitarle a su casa -una casa que estuvo en obras durante meses para construir un ascensor exterior y reservar una plaza de aparcamiento. Mi amigo me dice que entra animado pero luego sale consternado. Tiene que ser una experiencia horrible. Mucho más dura que ver un documental en la tele, por mucho que la historia de Christopher Reeve también sea real y nos amargue la tarde y luego, un poco, el duermevela. Cuando apagas la tele, el dolor y el miedo a ser uno el paralizado se desvanecen apenas al minuto. Pero mi vecino, para sus allegados, es una presencia diaria, un recordatorio continuo de la puta suerte que tenemos todos los demás, y que mañana, o ahora mismo, ya podríamos no tener. 

En un documental, además, te falta la mirada directa del infortunado. Su miedo, o su fastidio, o su resignada aceptación, sin un filtro electromagnético.





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Insomnio

🌟🌟🌟🌟


Pues a mí me pasa justo lo contrario que a Al Pacino en Insomnio: que me duermo a cualquier hora, y casi en cualquier sitio. Es coger la posturica, o encontrar el silencio, y catapúm, la mente se me nubla, y el cuerpo se me desmadeja, como si alguien me desenchufara de la corriente. Una película que contara mi vida se titularía Narcolepsia, o algo parecido. El dormilón no, que ya está cogido. Me mantengo entre los despiertos gracias al café en vena, y a la adrenalina de los deportes televisados.

Yo necesitaría, no sé, diez horas de sueño para funcionar como funcionan los demás; once, para producir destellos mínimos de inteligencia. Sería una vida más productiva, más digna de ser vivida, pero sólo sería, ay, media vida, porque además habría que restarle las siestecicas, y las cabezadas en el sofá, y los cinco minutos más que siempre se arrancan al acto de levantarse... Un continuo descansar de no hacer nada. El paraíso de un vago sin causa. Un auténtico tumbado de aquellos que hablaba Luis Landero.

Calidad o cantidad: he ahí el dilema. De momento, en lo que llevo de vida, salvo extraños momentos vacacionales, siempre he optado por lo segundo, por vivir más. Y así me va, claro: mientras los demás producen, yo finjo que produzco. Me ha costado años perfeccionar este arte engañoso, este recurso de actor consumado, pero cualquiera que intima sabe que por debajo de la careta, como en las comedias de la tele, hay un tipo roncando su sueño.  Me paso las dieciséis horas de vigilia amodorrado, ensoñando, disperso y muy poco atento. En mi trabajo saben que cualquier cosa que se me diga antes de las doce de la mañana no se alojará en mi memoria a medio plazo. Que se perderá en la maraña de neuronas que todavía no han encontrrado la cobertura del wifi interno. 

Curiosamente, los síntomas del insomnio que acosan a Al Pacino en la película se parecen mucho a los síntomas de la modorra permanente: entrecierras los ojos, pierdes la orientación, te hablan y es como si te hablaran desde el extremo muy lejano de un túnel... O desde la lejanía de un planeta colonizado, con muchas interrupciones, y electricidad estática. De las alucinaciones -las mías siempre son mujeres pelirrojas que se pasean por la escena y me sonríen- no voy a hablar aquí.





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El indomable Will Hunting


🌟🌟🌟🌟

Ningún recuerdo es del todo fidedigno. Lo enseñan en las facultades de Psicología, y cualquier ciudadano honesto puede comprobarlo en su cotidiano recordar. Sólo un segundo después de ver y escuchar, nuestro yo, que es el guardián en la puerta, ya está poniendo filtros, subrayando lo interesado, difuminando lo que nos deja en mal lugar… Nuestro cerebro es un censor que recorta los recuerdos con las tijeras; un pintor que los retoca con pinceladas o brochazos; un segurata que revisa la maleta para que nada peligroso traspase la frontera. Esa memoria incuestionable que decimos conservar como si fuera una foto o un vídeo en el teléfono móvil, siempre es una reconstrucción, una obra de arte, una versión inspirada por nuestra subjetividad. Una película montada a nuestro gusto para que la vida nos sea más digerible, y nuestro yo no sufra demasiado con las contradicciones. La memoria nos ayuda, pero nos traiciona. Nos preserva, pero nos convierte en mentirosos. O en mentirosillos, al menos.



    Y si esto ocurre con nuestras vivencias personales, en las que siempre somos el actor principal y omnipresente, qué decir de los recuerdos que guardamos de las historias que nos cuentan, o de los libros que leímos hace tanto, o de las películas que vimos en la otra vida de la juventud. Pensaba en estas cosas mientras veía el final de El indomable Will Hunting, que es una película que no figuraba en mis retrospectivas, pero que una persona muy querida me recomendó con una convicción de esas que no se pueden rechazar. Todos recordamos al personaje entrañable de Robin Williams, el psiquiatra que se pone a la altura barriobajera de Will Hunting para demostrarle que él, en su consulta, es el puto amo, el jefe de la banda, el macho dominante que puede molerte a hostias… Durante veintidós años hemos pensado que era él finalmente quien ayudaba a Will, a salir del pozo, a encauzar su vida de estudiante superdotado. Y es cierto, sí, pero sólo a medias. Porque Will, aunque entra al buen rollo, y se repantinga en el sofá de la consulta, en realidad desconfía de su psicólogo, recela, da vueltas en círculo, y sólo cuando su amigo de toda la vida le canta las cuarenta, y le reprocha estar a su lado desperdiciando su talento y su futuro, en la cabeza de Will se encenderá esa bombilla de lucidez que faltaba en su brillante repertorio.



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