Perdida
Air
🌟🌟🌟🌟
Como tenía mucho sueño no llegué a ver el final de los títulos de crédito. Pero quiero creer, porque Matt Damon y Ben Affleck son chicos muy majos, que ningún niño del Sureste Asiático fue maltratado en el rodaje de esta película. Es un consuelo que la película esté en sus manos y no en el ex CEO de Nike al que aquí tanto glorifican. Porque si de él hubiera dependido, habría puesto a los chavales a pulir lentes o a pintar publicidades a cambio de cuatro centavos y una palmadita en la espalda. Lo mismo que les paga por la manufactura de las Air Jordan, quiero decir. Menudo es, el tal Phil Knight, cuando se trata de obtener beneficios.
Aquí, en cambio, nos lo ponen de filántropo achuchable porque habrá puesto muchas pelas para financiar el proyecto. “Air” es una película, pero también es un blanqueamiento de su ojete ya octogenario. Una master class para dermatólogos y esteticistas. Leo en internet que tales blanqueamientos se hacen empleado cremas y rayos láser de las galaxias, pero aquí lo hacen a puro lengüetazo, al método tradicional, como corresponde a unos vasallos que sirven bien a su señor.
“Air” cuenta la historia de cómo Nike convenció a la madre de Michael Jordan para que su hijo firmara por ellos y no por Adidas, que ya tenía al jugador casi atado cuando salió elegido en el draft. “Air” es entretenida, molona, puro vintage para los cincuentones que vivimos todo aquello mientras jugábamos al baloncesto en el colegio. A mí, la verdad, las Air Jordan me daban exactamente igual, pero para otros se convirtieron en un objeto de adoración al que atribuían propiedades mágicas de suspensión en el aire. Al final daba igual llevarlas que no: el que era bueno era bueno y el que no seguía lanzando unos tiros lamentables. Pero eso sí: las niñas se pirraban por unos pinreles bien envueltos en el producto.
Yo nunca las quise. El comisario político de León nos lo tenía prohibido a los niños comunistas. Pero es que además mis padres nunca me las hubieran comprado: costaban un cojón de mico y medio huevo de pato. Yo siempre llevé las "Paredes Street", que era como llamábamos a las Paredes baratas en la clase turista de nuestros vuelos.
El último duelo
🌟🌟🌟🌟
Ben Affleck y Matt Damon han escrito una historia sobre el
MeToo pero sin el MeToo, ambientándola en Francia, en el siglo XIV, donde
cualquier ordenador hubiera sido confundido con la magia, y cualquier hombre decente
-al parecer- con un ángel del Señor, o con un alienígena inconcebible.
Me pregunto, de pronto, qué pensarían los hombres medievales sobre
la vida en otros mundos, porque lo que pensaban sobre las mujeres parece bastante
claro: un puro concepto ganadero. Mujeres para aparearse, hijas para extender
linajes, incubadoras andantes ceñidas con corsés. Apenas vacas erguidas, o
bípedas lecheras. Un Afganistán moderno pero sin burkas en los rostros y sin
metralletas en los combates. Todo a puro cojón y a pura espada, gritándose a la
cara las maldiciones.
Los hombres de la película son todos deleznables y
asquerosos, y en eso “El último duelo” no escapa del nuevo anticiclón que nos
ilumina. En el mapa de las isóbatas continúan los vientos justicieros, o
vengativos, o simplemente pendulares. Ahora toca esto como antes tocaba lo otro:
la mujer pérfida y doble, inútil o llorona. En el mainstream de las plataformas ahora toca
que el hombre sea un neandertal sin corazón -pobres neandertales-, un cejijunto
sentimental, un castrado de la empatía. Un macho pirulo. Un lerdo. Un amasijo
testosterónico que nunca sabe dónde le comienza el pito y dónde le termina
la cabeza. “Un violador en potencia”, y
a veces en acto, como dijo aquella secretaria de Estado del no sé qué, pasándose
cuatro pueblos y tres veranos en la costa. Ya digo que los winds are changing
de cojones, como cantaban los Scorpions.
¿El rey de Francia?: un sádico con pocas luces; ¿el marido de
Marguerite?: un gañán que nada sabe de orgasmos clitorianos; ¿el violador?: pues
eso, un violador; ¿el padre de Marguerite?: pues eso, un ganadero; ¿el conde-duque
de Normandía?: un rijoso nepotista; ¿el representante de la Iglesia?: un imbécil
confundido por el latín. No se salva nadie. Al final muere uno, pero merecerían
morir todos. Supongo. Un gran auto sacramental de hombres medievales y algo menguados.
Dan ganas de renegar y de cortarse la picha. Bueno, tanto no...
El indomable Will Hunting
Argo
En las películas donde el personaje tiene que pasar un control aéreo o policial para salvar la vida, y todo depende de poner cara de panoli y saber reprimir el baile de San Vito, siempre hay un momento en el que yo, cowboy de ciudad, aventurero del sofá, intrépido de mi pedanía, me meto en su piel gracias a las neuronas espejo y me descubro cagado de miedo, cagado literalmente, digo, en la cola de los pasaportes, o meado en los pantalones, pillado in fraganti por la mala relación de mis esfínteres con los centros de control. Son los milagros que obran esas jodidas neuronas, que convierten cualquier película en una experiencia personal...
Me pone muy nervioso, muy acomplejado de mí mismo, esa escena en la que los seis rehenes han de memorizar sus nuevas identidades en el plazo de una noche. Una biografía completa, inventada, que incluye nombre de los padres, amigos de la infancia, lugares de estudio, notas obtenidas, primeros amores, currículum laboral, pasta de dientes preferida… Yo sería incapaz de memorizar todo eso bajo presión, temeroso de perder la vida en una confusión tonta ante el miembro barbudo de la Guardia Revolucionaria. Uno no está hecho para la vida aventurera, jamesbondiana, como la que llevaban estos tipos en la embajada de Teherán, cuando el ayatolá empezó a tocar la pirola de los americanos, que cantaban los de Siniestro Total.
Triple frontera
La mezcla de testosterona y adrenalina en sangre debe de ser irresistible para los soldados que una vez sirvieron en el ejército americano. O eso es, al menos, lo que se empeñan en contarnos en las películas, porque en ellas los licenciados que no han sucumbido al estrés postraumático, o que no han perdido una pierna en las largas Guerras Americanas, se apuntan a cualquier plan que les proponga un excompañero si la cosa va de retomar el subfusil y cargarse a unos malotes que acumulan fajos de billetes en la mansión o en la jaima. El Equipo A, por muy deleznable e insostenible que nos parezca ahora, creó todo un subgénero en la ficción americana.
Vivir de noche
Vivir de noche ha pasado en mal momento por mi cinefilia. Así que todo lo que escriba sobre ella será injusto, o parcial, o contaminado por las circunstancias. Mientras Ben Affleck le dedicaba un homenaje al cine gangsteril de la Ley Seca, uno, la verdad, estaba a otras cosas, ocupado en cien pensamientos espinosos, en cien cábalas que no terminan de resolverse. Mis ojos veían, y mi cerebro procesaba, pero el plexo solar estaba ardiendo, incandescente, y de él brotaban olas de calor y náusea que lo volvían todo como irreal: la película, y mi salón, y yo mismo, reflejado en la pantalla, viendo la enésima película mientras la realidad, mi vida verdadera, que es esa cosa disonante e inaprensible que transcurre a mis espaldas, se va por la cloaca haciendo un ruido como de mierda que borbotea,
Dazed and confused (Movida del 76)
Dazed and confused. Aturdidos y confusos. Por no decir bebidos y fumados. Así van los chavales y las chavalas del instituto. Parece que no ha pasado el tiempo desde mayo de 1976 porque ahora se llevan los cabellos más cortos, y los pantalones más holgados, pero los adolescentes que yo veo en mi villorrio, celebrando el último día del curso, se parecen mucho a estos que montaban sus movidas en Dazed and Confused. Ellos también se entregan con fervor al primer día del verano. Fogosos y hormonados; alegres y sin rumbo. Ellos también se las apañan para hacerse con unas cervezas en el súper, o en la tienda del barrio, o en el frigorífico de sus mayores, y siempre hay alguno, el más descarriado, que se agencia un porrete del hermano mayor y lo enciende entre el corrillo para que unos activos, y otros pasivos, aspiren el humo y se descojonen de la risa.