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Un americano en París

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Dentro de unas pocas horas, si el avión no sufre ningún percance mortal, seré un leonés en París. “A leonesian in Paris”, pero sin música de George Gershwin y sin tener ni puta idea de bailar.

Y ya era hora, jolín. Una serie de catastróficas desdichas vitales -unidas a mi proverbial pereza para abandonar el sofá de mi salón- siempre impidieron que yo viajara a París para comprobar que la torre Eiffel existe de verdad, enhiesta de puro hierro, tan alta casi como las nubes, y que no es un atrezo que colocan en las películas que transcurren junto al Sena y que luego desmontan por algún tipo de normativa municipal. Yo, como santo Tomás, hasta que no toque el hierro pudelado (me he informado en internet) del señor Eiffel y me queme la mano con él -porque hará, según dicen, un calor posapocalíptico-, no creeré que París es una ciudad real que estaba más allá de los Pirineos, y no una ciudad mítica que imaginaban los guionistas y bailaban los bailarines.

Vengo a París a muchas cosas. Algunas son confesables y otras no tanto. Traigo, incluso, inquietudes culturales. Pero a decir verdad, vengo, sobre todo, a satisfacer un sueño incumplido. Pero un sueño de los de verdad, de los nocturnos, no de los poéticos. Tengo una fijación freudiana que asoma por mi inconsciente cada dos por tres, aprovechando que cierro los ojos y floto astralmente sobre cualquier lugar de la Tierra. En mi sueño -que es más bien una pesadilla- yo camino por las calles de París, solo o en compañía, y veo la silueta de la torre Eiffel por encima de los tejados. Pero sucede que o es el primer día de visita y todos me dicen que es mejor esperar, o ya es el último y tengo que marcharme a toda leche al aeropuerto, y la torre queda de pronto difuminada en la lejanía. 

En todo esto intuyo que hay un simbolismo fálico de los que hablaba el abuelo Sigmund; una impotencia que no es la de mi currucuca -gracias a Dios-, pero sí como una impotencia del gozo de vivir. Vengo a París, entre otras cosas, a someterme a una cura terapéutica. Porque el viaje, aunque sea caro de cojones, vale menos que un tratamiento con el psiquiatra. 





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