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La gran guerra

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“En la guerra yo sólo podría ser prisionero”, dijo una vez Boris Grushenko, riéndose de su propia cobardía. Y lo mismo pensaron, en La gran guerra, Oreste y Giovanni, dos soldados italianos atrapados en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, que es la gran olvidada del cine de siempre. Dos parias que como el bravo soldado Schwejk se pasan la película de escaqueo en escaqueo, de holganza en holganza, hasta que Marte, el dios de la guerra, se da cuenta de la burla…



    Nunca he vivido una guerra, afortunadamente, pero me identifico plenamente con estos héroes de la cobardía. Desde niño, en cualquier película bélica que pasara ante mis ojos -y el género bélico fue mi predilecto en la escasa conciencia de la  infancia- yo no sentía que el ardor guerrero calentara mis venas, ni que el aire marcial se apoderase de mis músculos. Los himnos como fanfarrias; las banderas como manteles; las medallas como chapas de Cocacola. Yo veía a esos hombres caer en las batallas de la Segunda Guerra Mundial, y me decía, como me digo ahora: ¿qué haría yo, en el frente de combate, con las palpitaciones disparadas, con la cagalera asomando por el ano, asustado como un ratoncito dejado a solas ante una serpiente ? ¿Cómo olvidar el pensamiento martilleante de que vas a morir en cualquier momento, posiblemente sin enterarte, fulminado por una bala que atravesará el cerebro o el corazón? O destrozado en mil pedazos por un obus, sin tener tiempo de escuchar la explosión. O al revés, morir desangrado de una balazo en el estómago, o de un agujero en la femoral, derrumbado en el descampado, en la playa, en la trinchera, viendo que la vida se te escapa con una lentitud de película aburrida. Todo lo que sucedía en aquella primera media hora inolvidable de Salvar soldado al Ryan... La gran suerte de mi generación, y esperemos que también de la generación de mi hijo, es no haber conocido esa escabechina de los frentes de combate, como tampoco los bombardeos sobre la población civil, o las matanzas vengativas de los ejércitos ganadores.



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Rufufú

🌟🌟🌟🌟

Habrá sido la casualidad, o el subconsciente, que trabaja de videotecario en mis cloacas, pero el mismo día que veía los nuevos episodios de La casa de papel -con ese atraco a lo grande, a lo Hollywood de Madrid- horas después, por la noche, en la fresca que decían nuestros mayores, apareció en mi televisor Rufufú, que es como La casa de papel pero en un cómic de Mortadelo y Filemón, Mortadellini y Filemoncello. 

    Rufufú es como un remake de Ocean’s Eleven protagonizado no por George Clooney y Brad Pitt, sino por Pepe Gotera y Otilio, que eran los personajes más merluzos del universo Bruguera, que ya es mucho decir, tanto que se han quedado en el habla popular para referirnos a la chapuza nacional: un concepto eterno, transversal, tan nuestro ya como el chorizo o como el político corrupto.

     En Rufufú hay un Giuseppe Gotera que recibe el soplo de un trabajo sencillo -el robo con butrón de una caja fuerte que no está, por supuesto, en La Fábrica Nacional de Moneda y Timbre- y un Otiliani que lidera a la banda de incapaces que intentarán perpetrar el robo, nefastos, bobalicones, unos gualdrapas que se prestarían a cualquier chanchullo con tal de no trabajar, porque entre la clase alta de Roma y la clase proletaria todavía quedan ellos, honorables, ni siervos ni amos, con las manos limpias de hollín y de yeso, descendientes de los hidalgos caballeros que se ganaban el pan duro sin encallecerse las manos.

    Rufufú es una película de posguerra italiana casi contemporánea de La dolce vita. Está ambientada en los mismos barrios de Roma que Marcello Rubini jamás pisaba, tan lejos todo de la Via Veneto, y de las mansiones en las colinas, de los putiferios de alto standing donde le hacían las pajas con guante de terciopelo. Hay, sin embargo, un hermano gemelo de Rubini que figura en la banda de maleantes, uno que fue separado al nacer y criado en otro ambiente menos lustroso y edificante. Por ahí anda, en efecto, Marcello Mastroianni, haciendo de mentecato ejemplar, sirviendo de estudio para los genetistas de la conducta, que buscan en los gemelos separados al nacer el Santo Grial que nos explique.






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