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Eugenio

🌟🌟🌟

La gracia de Eugenio no residía en el contenido de sus chistes- que si los contara yo mismo, por ejemplo, en un café del trabajo, serían recibidos con risas forzadas de “menudo gilipollas es este tipo”- sino en su continente: el gesto hierático, el acento catalán, la parsimonia en el hablar, el negro riguroso de la camisa entreabierta... El pitillo en la mano y el whisky en el taburete, de cuando las televisiones permitían que los artistas se fueran suicidando poco a poco sobre el escenario, en vivo y en directo. Tiempos lejanos, míticos, de cuando nadie se escandalizaba porque un humorista catalán saliera en el prime time parlando con acento indudable, y hasta soltando palabrejas en vernáculo,  que si molt bé, o nano, o collons, no como Berto Romero o Andreu Buenafuente, que son catalanes diluidos y charnegos, y tienen aceptación popular porque hablan como si hubieran nacido en la tierra de sus  ancestros, que si no ya los hubieran defenestrado y recluido en TV3, los gerifaltes de las cadenas, temerosos del boicot y de la baja audiencia, que uno mismo tiene amigos que juran votar a la izquierda y no ven a estos dos genios por ser “putos catalanes” y “polacos de mierda”…  


    En aquellos tiempos marxistas que planteaban un debate de la izquierda contra la derecha, y no de la Patria contra Cataluña, nos hacía la hostia de gracia el Eugenio, hosti tú, pero sus chistes, la verdad sea dicha, eran más bien malucos, de patio de colegio, como los de Chiquito de la Calzada en las antípodas de la Península, que también eran malos de narices, pero te partías la caja con el pasito japonés y el pecador de la pradera… Yo soy de esos contumaces -más bien lamentables- que aún imita a Chiquito de la Calzada cuando digo comooorl, o eres un fistro, o pego un gritito idiota como de señorita enfrentada a un ratón, gooorrl, o algo así, cuando algo me sorprende. Tanbién digo doctor Grijander, y hasta luego Lucas, y los siete caballos que vienen de Bonanza... En fin. A Eugenio, sin embargo, por la distancia en el tiempo, lo tengo menos imitado cada vez, y ya sólo de Pascuas a Ramos me sale un hosti, nen del alma, o un saben aquell que diu…? cuando me paso de cervezas y me pongo a contar una historieta tonta ante la exigua audiencia del amigo. Da igual: a Eugenio y a Chiquito les tengo en el mismo altar de los humoristas que ya se nos van muriendo, a los tontainas de mi generación, telespectadores de canales únicos y en blanco y negro que casi nos reíamos con cualquier performance cuando encendíamos la tele. Nos reíamos, colega, hasta con Antonio Ozores haciendo el trabapollas en el Un, dos, tres,  o de Arévalo haciendo el gangoso en la misma sintonía, o celebrábamos las gracias -que es para cagarse si lo piensas bien- de aquellos payasoides que decían piticlín, piticlín, y veintidó, veintidó, madre mía…

    Eugenio, el pobre, al contrario que Chiquito, tuvo la mala fortuna de perder a la mujer de su vida demasiado pronto, y aunque en los escenarios de la tele o de las boites nada de eso se traslucía, porque el tipo era un profesional y un monolito de las emociones, al final su carrera quedó alicorta, truncada, suspendida en mitad de un chiste que luego, pasados los años, quiso terminar de mala manera, en apariciones como de espectro tembloroso y olvidadizo. Hasta que el último alcohol y la última nicotina se conjuraron para asesinarlo. Rematarlo, más bien.



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