La ley del deseo

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Hay algo muy visceral que me une a Pedro Almodóvar cuando habla de amores y desamores. De deseos satisfechos o contrariados. Y no me importa que sus películas las protagonicen, por lo general, homosexuales atribulados que buscan su lugar y su oportunidad. La ley del deseo es la misma para todos. De otros directores veo sus películas y no termino de conectar con sus amantes celosos o perseguidos por las dudas. Les entiendo, pero no les siento. No se me eriza el vello ni se me descompone el gesto. Ninguna lagrimilla se asoma a mis ojos. Y eso que a veces la circunstancia es muy cercana, muy personal, casi un calco de mis tribulaciones. Pero esa no es la cuestión: los amantes que retrata Pedro Almodóvar son cárnicos, tridimensionales. Veraces. Se les enciende la cara de deseo o se les apaga la sonrisa de tontos como yo mismo vivo el amor a este lado de la pantalla. Almodóvar sabe de lo que habla y sabe como exponerlo. Yo sintonizo con sus criaturas lo mismo cuando lloran de felicidad que cuando lloran de desconsuelo. Noto que algo se me revuelve en las tripas cuando en las suyas revolotean las mariposas, o se presienten las tragedias.

    Los amantes que se lían y se deslían en La ley del deseo huelen a sudor, rezuman fuego, sonríen complacidos, se reprochan con carácter. Tienen miradas de anhelo y miradas de odio. Me los creo. Y me emociono. Y aunque a mí no me va la vaina de sus personajes y la película se cae a veces por el terraplén del culebrón, me sorprendo a mí mismo dándole vueltas a mis propios amores. A mis desamores más bien, que últimamente me traen por la calle de la amargura. 



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El gran Lebowski

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Dos mil años después de que Jesús predicara en el lago Tiberíades, nació, en la otra punta del mundo, otro profeta que también predicaba la paz fraterna y el amor universal. La concordia entre los pueblos. El hombre se llamaba Jeff Lebowski y fue apodado el Nota. En sus tiempos de juventud, en la Universidad, mientras otros se aislaban en sus estudios y se preocupaban por el futuro, él salía de manifestación con una pancarta en la mano y con un porrete en la otra, para protestar contra la guerra de Vietnam. El Nota dio su ejemplo, tuvo sus discípulos, predicó entre las gentes, pero su mensaje se diluyó entre tantos profetas similares. California, en los años setenta, era como la Judea del siglo I: una tierra propicia para el sermón y para la revuelta. 
Será por eso que el Nota, incomprendido, se refugió varios años en el desierto.

    Al regresar, el Nota vino con otro mensaje, y con otras pintas. Inspirado en el Jesús de los evangelios -que también retornó transfigurado de sus tentaciones- el Nota se dejó el pelo largo, y la perillita, y se vistió con ropas holgadas a modo de túnica. Y se puso unas chanclas de piscina como sandalias de la antigüedad, que solo se quitaba para enfundarse los zapatos de la bolera. El Nota predicaba una paz diferente, interior. La paz del espíritu. Una cosa como budista, oriental, aunque los vodkas fueran de Rusia y los petas de Jamaica. 

    Con solo dos discípulos llamados Walter y Donny -un excombatiente de Vietnam y un exinteligente de la vida- el Nota fundó una religión que ha llegado hasta nuestros día: el dudeísmo, tan válida como cualquier otra que sermonea nuestros males. El dudeísmo predica el no predicar, y el practicar lo menos posible. Simplificar la vida, llevarlo tranqui, pensárselo dos veces. Y a la primera inquietud, un porrete, y unas pajillas, y un ruso blanco de postre, para serenar el ánimo alterado. Vive y deja vivir, tío. Hakuna matata. Take it easy. Respira hondo. Deja que fluya. Porque al final todo se reduce a eso: a estar a gusto con uno mismo. A que llegue la hora de dormir y los perros del estómago no se pongan a ladrar. Llegar a la almohada sin remordimientos ni malos pensamientos. Cerrar los ojos y dejarse ir con una sonrisa de niño. Bobalicona. La felicidad no es más que eso, tan sencilla como un pirulí, tan inalcanzable como las estrellas. Eso predica el Nota. Y yo digo amén a su Palabra, y la extiendo por el mundo. 




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La naranja mecánica

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La naranja mecánica habla sobre la violencia y el libre albedrio. Y en ambos casos se ha quedado tan vieja como muchas filosofías del pasado. 

    Los debates que propone La naranja mecánica huelen a rancio, a pis reseco. Hace mucho tiempo que el conductismo se retiró de su cátedra para vivir un plácido retiro en el campo, cultivando hortensias y recorriendo senderos con un cazamariposas. Sus terapias nunca cambiaron a nadie de verdad. Sus monsergas sobre el condicionamiento jamás superaron al perro de Pavlov. En lo que a seres humanos se refiere, sólo sirvieron para que la gente aprendiera a comportarse en un contexto determinado. A esquivar ciertos castigos y a obtener ciertas recompensas. Y nada más. Cálculo y disimulo. Cien bofetones, o cien golosinas, jamás sirvieron para que un hijo o un alumno dejara de ser como es. Los sistemas basados en correctivos o en gratificaciones sólo enseñan a encubrir, a no meter la pata. Y luego, fuera de los focos, de la vigilancia, cada uno vuelve a ser como dios le trajo al mundo, libre como un animalillo. El experimento Ludovico que en La naranja mecánica pretende haber borrado los impulsos violentos de Álex, sólo es una mandanga arqueológica de la psicología.


    Y luego está lo del libre albedrío... El libre albedrío, el pobrecico, tampoco está ya entre nosotros. Él también se retiró de su cátedra para dedicarse a recoger caracoles en el campo, y a contemplar la obra magnífica de Dios. Freud ya lo había herido de muerte a principios del siglo XX. La existencia del subconsciente fue un descubrimiento tan humillante para el libre albedrío como la teoría de la evolución, o como la cosmología renovada de Copérnico. Pero tuvieron que pasar muchas décadas antes de que la ciencia moderna demostrara que, en efecto, antes de ser conscientes de haber tomado una decisión, esa decisión ya está tomada en nuestros fogones. Lo único que hace nuestro yo es quitar la campana para ver qué nos han servido esos cocineros silenciosos que urden nuestras decisiones. Si la gran cuestión de La naranja mecánica es si Álex puede optar entre el bien y el mal, el bostezo filosófico se adueña rápidamente de nuestras mandíbulas, y ya sólo reparamos en la estética un tanto kitsch y barroca de la película, que también tiene, por cierto, algo de demodé, y de sobrepasado.

    La naranja mecánica tuvo su momento de gloria porque salían violencias nunca vistas, y pechos inusitados, y palabros provocativos que eran de mucho escandalizar. Y hasta un ménage à trois rodado sin filtros ni ángulos ciegos, aunque eso sí, pasado a la velocidad espídica de la decencia. Pero ahora, cuarenta y tantos años después, los espectadores modernos ya estamos curados de tales espantos, y ni siquiera eso nos queda de la película. Qué le vamos a hacer. 



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Un doctor en la campiña

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De joven quise ser un maestro rural perdido en las montañas, o exiliado en el páramo. Como el doctor de la película, en la campiña. Quise dar clases en un colegio humilde, a chavales sencillos, que luego por la tarde fueran mis vecinos entrañables, o mis tocapelotas insufribles. Vivir en una casa, y no en un piso, con una chimenea para el invierno y una bodega para el verano. Conocer a una bella lugareña que comprendiera mis manías y me ayudara a encontrar los senderos: los reales del lugar, y los metafóricos del alma. 

    Cuidar de un huerto, quizá, o de unos árboles frutales, y pasar los fines de semana paseando por el monte. Con un perro, o con dos, para que me hicieran compañía y se hicieran compañía. Criar a mis hijos como el Captain Fantastic de la película, pero sin llegar a esos excesos del cuchillo de supervivencia, y de la cabaña hecha con palos. Vivir lo rural, sí, pero sin pasarse de la raya. Instalar una parabólica en el tejado para no perderme los partidos del Real Madrid ni las películas del Canal +. Pasar algún fin de semana en la gran ciudad para intoxicar un poco los pulmones, y ver alguna película en la pantalla grande de los cines. Renegar de la urbe a las 48 horas exactas de haber llegado, justo para emprender el retorno feliz.

 Yo me hubiera llevado de puta madre con Jean-Pierre, el doctor de la película, que también vive su vocación lejos de los hospitales rodeados de polución. Un tipo que ha encontrado su lugar cuidando de sus ancianitas, y de sus garrulicos con boina, que también los hay en la Francia profunda. Ellos cultivan las viñas y fabrican los quesos. El doctor y yo hablaríamos de fútbol y de mujeres en la taberna de los convecinos. También de libros, claro, y de películas. Seríamos los camaradas del aislamiento cultural. Nosotros dos y el señor cura, cuando tuviéramos humor y ganas de aguantarlo. 

    Habría sido una vida feliz, y una amistad legendaria, allá en la campiña. Pero yo nací demasiado tarde. Los médicos rurales como Jean-Pierre se siguen levantando cada mañana para atender a sus pacientes, pero los maestros montaraces hace ya tiempo que se extinguieron. Cuando llegué a esta profesión los niños desaparecieron, o no llegaron ni a nacer, y en esos mundos sólo se quedaron los muchos ancianos y los cuatro lugareños. La montaña vaciada. El mundo agropecuario ya no necesita a los maestros, y yo tuve que buscarme las habichuelas en este otro sitio que no es campo ni ciudad, que no es chicha ni limoná. Que es el consuelo pobre que se me quedó de aquellos sueños de juventud.




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Westworld

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Westworld es un parque temático enclavado en el mismísimo Monument Valley donde John Ford rodaba sus películas de vaqueros. Los turistas de "Westworld", muy selectos, pagan una pasta gansa por vivir la experiencia única del Far West: caminar por la calle polvorienta armados de pistolas; entrar en el saloon dando una patada a la puerta batiente; presumir de asesinatos ante el barman calvorota que sirve whisky peleón. Liarse a hostias con el primer desafeitado que cruza la mirada y luego curar las heridas con las prostitutas que esperan solícitas en el primer piso. El ritual, vamos.

    Westworld también ofrece otras actividades a sus clientes, como ir a buscar oro con los mineros, o adentrarse en las tierras salvajes de los indios. Pero los turistas, en su mayoría, prefieren quedarse en el poblado a descerrajar tiros y luego echar un polvo para aliviar la tensión. Alguno podría pensar que para este viaje no hacían falta tantas alforjas: que total, para disparar un arma, y satisfacer los bajos instintos, existen mil sitios en el mundo real que son más baratos que esta recreación casi almeriense de los poblachos ultramisisipianos. Pero no es lo mismo: la gracia de Westworld es que allí no rige ninguna ley -como casi no regía ninguna en el Far West original-, y que el turista, básicamente, puede hacer lo que le dé la gana con sus residentes, que no son actores contratados como en el Tren de la Bruja, o como en la Casa del Terror, sino robots de alta tecnología que se prestan a cualquier abuso porque están programados para la indefensión, y además van armados con revólveres de fogueo.

    Westworld, aunque haya alcanzado la pericia biónica de los Nexus 6, en realidad es un asco de sitio donde todo se reduce, esencialmente, a que un turista borracho lo siembra todo de cadáveres y varios operarios salen por la noche con las mulillas como si de una corrida de toros se tratase. Plasma y arena. Un divertimento chusco y algo cañí. Y lo peor no es eso: lo peor es que Westworld, la serie, tampoco responde a las expectativas que crearon los articulistas en sus foros, y los amigos en sus recomendaciones. Será que estoy viviendo una mala época, o que la serie me ha entrado por un mal sitio del ojete. No lo sé.  Sólo la belleza de Evan Rachel Wood -que es tan hermosa que te funde los plomos metafóricos- me distraede la realidad amarga que oprime el pecho. Quizá no era el momento de ponerse a ver Westworld. A veces no falla uno, ni la serie, sino el contexto. 




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Land of mine

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En octubre de 1944, con el ejército alemán batiéndose en retirada, Hitler aprobó un decreto que exigía a todo hombre mayor de dieciséis años, y menor de sesenta, incorporarse a filas y defender las fronteras del Reich. El decreto Volkssturm fue el intento desesperado de ganar una guerra que ya estaba perdida. Cuando ésta terminó, miles de adolescentes que vestían la casaca de la Wehrmacht fueron hechos prisioneros por los ejércitos enemigos. Algunos chavales tuvieron la suerte de ser devueltos a casa con prontitud. A otros, como les sucede a estos pobres desgraciados de Land of mine, les esperaba un futuro casi peor que la propia guerra. Y no, precisamente, en los parajes tan denostados de la Rusia soviética, donde millares de prisioneros desaparecieron en los campos de trabajo. La película transcurre en Dinamarca, en las playas sembradas de minas que los propios alemanes habían colocado para impedir el desembarco de los aliados. Contraviniendo todos los tratados y todas las convenciones, los chavales del Volksstrum fueron obligados a limpiar las playas armados de palos, cuerpo a tierra, identificándolas y desactivándolas una por una. Cayeron, por supuesto, como moscas. Más de la mitad fallecieron o fueron desmembrados tras las explosiones.






    Land of mine es digna, meritoria, recomendable para las amistades, pero tampoco es la octava maravilla de la cinematografía danesa. Si ustedes leen alabanzas desmedidas, epítetos altisonantes, pónganse en alerta. Puede que al crítico en cuestión le haya gustado sinceramente el espectáculo. O puede que Land of mine le venga de perillas a su periódico para seguir metiéndose un poco más con los escandinavos, y cuestionando el "supuesto milagro" de sus sociedades y economías. Raro es el día que uno, en los últimos tiempos, abre los periódicos digitales y no se encuentra con un "estudio" que "demuestra" que los nórdicos son unos depresivos, unos alcohólicos, unos pijos insufribles que viven entregados a los placeres pequeñoburgueses. Unos salvajes amansados que llevan oculta la genética depredadora de los vikingos. Los nórdicos -vienen a decirnos los redactores neoliberales- han desarrollado una sociedad igualitaria y paritaria que es el sueño de las clases medias europeas, pero en el fondo, por mucho que disimulen, están podridos por dentro. Y son capaces de cometer cualquier gilipollez. O cualquier barbaridad. La de Land of mine, sin ir más lejos.



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Preacher

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Preacher es una serie sobre el silencio de Dios. O sea: una cosa muy seria y muy profunda, aunque en principio parezca la adaptación gamberra de un cómic ultraviolento, con mucho tiro descerrajado y mucha víscera saliendo de sus contenedores.

    El predicador es Jesse Custer, un exconvicto que aterriza en un poblacho de Texas para iniciar una nueva vida. El sólo quiere hacer el bien entre los feligreses, explicar la palabra de Dios a su manera y alejarse muchas millas de las tentaciones. Llevar la vida serena del pastor que se levanta por las mañanas reconciliado con la Creación, y se acuesta por las noches satisfecho consigo mismo. Pero Annville, su parroquia, no es un lugar cualquiera. Allí hay una puerta cósmica que comunica la Tierra con el Cielo, y con el Infierno. Un agujero de gusano por donde suben y bajan las criaturas celestiales y las bestias del Averno. Y sus hijos contranatura... 

    Annville es también el  lugar donde van a parar los vampiros borrachos que se caen de los aviones; donde rige la ley de un terrateniente que sólo cree en el dios de la Carne; donde reaparecerá, para terminar de enredarlo todo, Tulip, la exnovia del predicador, vieja compañera de correrías que todavía no ha soltado las pistolas y tratará de devolverlo a la vida aventurera. Como tantos otros urbanitas que se mudan al campo para buscar la tranquilidad y acaban topándose con los cencerros y con los gallos de las cinco de la mañana, Jesse se encontrará atrapado en un lugar donde es imposible hallar el descanso.

   Preacher, en el fondo, despojada de sus excesos, es en realidad otra película de Ingmar Bergman donde sus personajes echan mano a la oreja para escuchar mejor la voz del Señor, que nunca llega. Como radioaficionados sin suerte. Como ancianos sin sonotone. Un silencio que siembra las dudas e inquieta los corazones. 



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¿Qué he hecho yo para merecer esto?

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"¿Qué he hecho yo para merecer esto?" es el lamento universal de las personas infelices. Lo gritamos aún a sabiendas de que sólo es un desahogo, porque no todo va a ser culpa de los demás, por supuesto, o del capricho del destino. Somos nosotros los que al final erramos el camino, y elegimos las compañías. las muchas y malas y las pocas y buenas. Algo habremos hecho para merecer esto que ahora nos trae por la calle de la amargura. Esto que se atraviesa en la garganta como un hueso, o que se clava en las entrañas como un puñal, y que nos despierta a las seis de la mañana para no dejarnos dormir ya más, en la oscuridad inconsolable del remordimiento. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, nos preguntamos como si fuéramos inocentes del todo, víctimas de un contubernio internacional, o de una conjura de los dioses, aunque sepamos que en los momentos decisivos podríamos haber optado, y quizá, con suerte, haber escapado. 

     "¿Qué he hecho yo para merecer esto?", se lamenta también Gloria, el ama de casa de la película de Almodóvar. ¿Qué ha hecho ella, en efecto, para merecer esa vida de carencias y desafectos, en la barriada cutre y desangelada de Madrid? Nada, seguramente, diría el filósofo determinista. La desgracia de Gloria es la misma de tantas mujeres de su época: haber nacido mujer, y además pobre. Porque no había otra cosa -para las mujeres de su tiempo, aleccionadas por la familia y sofocadas por la religión- más que acertar en el buen casarse. Ningún mundo más allá del marido, al que se encadenaban como esclavas en un único destino compartido. Hasta que la muerte nos separe... Mujeres que no tenían estudios, porque para qué, o que los habían abandonado para ponerse a fregar los platos, porque qué falta iban a hacer ya los estudios, ya cada una en su cocina. Mujeres que jamás pensaron en trabajar, porque no estaba bien visto, o que si trabajaban, tuvieron que dejarlo para atender a la prole y a la suegra, al cartero y al lechero. Amas de casa que se enfrentaban a la labor maldita de Sísifo cada mañana.

    Así vivía Gloria, en la película de Almodóvar, hasta que un buen día descendió el monolito de Kubrick sobre el barrio de La Concepción, y lo que era un simple hueso jamonero se convirtió en una metáfora de la liberación femenina. Como aquel fémur en el osario de 2001: Una odisea del espacio. Corría el año del Señor de 1984, y las mujeres del barrio ya estaban preparando su revolución.



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