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Crash

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En Los Ángeles la gente se conoce chocando con sus coches. Es una cosa cultural y muy llamativa. Allí es imposible conocerse en las aceras, topando como seres civilizados que desparraman los folios o enredan a los perros por las correas, porque nadie en realidad camina por la ciudad. Las aceras sólo existen para acceder a los inmuebles. Es más: si vas en autobús la gente se ríe de ti, y si vas caminando, te para la policía para saber si eres un agente comunista o un subversivo que contamina el medio ambiente con la goma de tus suelas. 

Es por eso -porque todas sus historias empiezan con un coche accidentado- que la película de Paul Haggis se titula “Crash” -hostiazo, en castellano- como también se titulaba “Crash” aquella otra de David Cronenberg en la que un grupo de tarados chocaban adrede y de manera frontal para excitarse sexualmente entre los hierros retorcidos y los huesos fracturados. Esta otra “Crash” que nos ocupa es más suave, más de andar por casa, y por eso llegó a ganar un Oscar antes de caer totalmente en el olvido. En esta película los grandes amores y los grandes odios nacen siempre de un modo involuntario: de un alcance por detrás o de un derrape en la autopista. Es un método infalible para ligar, ahora que lo pienso: localizas al objeto de tu amor, provocas un pequeño incidente de tráfico, y de las disculpas y del intercambio de datos puede que surja la chispa del romance. Pero hay que ir con cuidado, porque si el accidente es demasiado violento puede que la chispa encienda la gasolina del motor contigo dentro, atrapado por el cinturón de seguridad.

“Crash” es una película sobre el racismo. Es decir, sobre el clasismo, porque el racismo no existe. Sidney Poitier era admitido en la familia de “Adivina quién viene esta noche” no por ser negro, sino por ser médico. Los magrebíes que cruzan la valla de Melilla son moros; los jeques que aparcan sus yates en Marbella, árabes. Es la aporofobia, estúpido. Hay mucha gentuza que solo busca excusas para sentirse superior en la pirámide social. Para justificar una mirada que vaya por encima del hombro. El color de piel suele ser la más socorrida. 





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RocknRolla

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“La gente pregunta: “¿Qué es un rocknrolla?” Y yo les digo: “A todos nos gusta la buena vida… A unos el dinero, a otros las drogas, a otros el sexo, el glamour…, o la fama. Pero un rocknrolla es diferente. ¿Por qué?: porque un auténtico rocknrolla quiere el pack completo.”

Lo dice Johnny Libra al inicio de “Rocknrolla”, y yo me siento aludido en el sofá, en la noche de domingo, tan lejos de su mundo y de su golfería. Porque yo también nací para ser un rocknrolla aunque ustedes no se lo crean. Yo lo llevo en el alma, en la entretela, pero sé que no trasluce, que no aflora a la superficie. Mi fenotipo siempre fue el traidor de mi genotipo. Lo he escrito muchas veces. Una divergencia fatal y ya incorregible. Recuerdo que Albert Boadella -ese tipo tan divertido que le lamía el culo a doña Espe- escribía que la gente le tomaba por bueno porque tenía los ojos azules, el pelo rubio y la sonrisa de querubín. Qué lejos estoy de todo eso, decía él. Y qué lejos estoy yo, también, de esa estampa en mis fotografías, de esta cosa cardenalicia que ya nunca se me irá, como de película de Sorrentino. Qué bien hubiera quedado yo en su serie sobre el papa buenorro, haciendo de cardenal intrigante, con el vestido rojo, el corpachón osuno, las manos recogidas en la espalda, paseando entre fuentes y frutales.

Pero es que ni ahora ni entonces, porque en la adolescencia, que es cuando los rocknrollas eclosionan y salen a la luz, yo siempre tuve la estampa del niño tonto, del adolescente timorato, del jovenzuelo gilipollas. Y cuando juraba y perjuraba que yo era un rocknrolla, todos se partían de risa, las chicas y los chicos, y me dejaban apartado en un rincón. Nunca me dieron la oportunidad de demostrar que soy un rocknrolla, y un rocknrolla solitario es como una voz en el desierto...

 En mi interior vive una mariposa que nunca ha podido escapar del capullo que yo soy. Llevo una vida de mentira, a contracorriente, encapsulada. Siempre a punto de, pero no... Una vida falsaria, actoral, en el fondo tragicómica. Tendría que ponerme cachas, y vestirme raro, y agenciarme unas Rayban, y operarme un par de contradicciones, para que la vida me tomara en serio de una vez.




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Han Solo: Una historia de Star Wars

🌟🌟🌟

Durante cuarenta y un años, desde que cumplí los cinco y me adentré en los caminos de la Fuerza, siempre que vi una película de Star Wars me teletransporté a la galaxia muy lejana y al pasado muy remoto con sólo leer el rótulo del inicio. En lo que duraba la fanfarria de John Williams y pasaban las letricas explicativas, yo, en un desafío cotidiano a las leyes del espacio-tiempo, me plantaba en Tatooine, o en Coruscant, o en el planeta donde Cristo perdió el mechero, dispuesto a entrar en faena: a pilotar la nave, a negociar con la Federación de Comercio, a blandir la espada láser junto a mis colegas los Jedi. 

    Por arte de magia midicloriana, mi butaca del cine o mi sofá del salón se convertían en el asiento de Han Solo en el Halcón Milenario, y yo me lanzaba al hiperespacio del mismo modo mareante, dejando una estela de rayicas azules sobre el fondo negro del universo. A toda hostia, atravesando la pantalla, sin secuelas para mi integridad física o para mi equilibrio neuronal. Lo que quedaba de mí, en este planeta secundario de la Vía Láctea, sólo era un holograma para despistar al personal, para que nadie se preocupase por mí en las dos horas de ausencia. Como quien deja la almohada bajo las mantas, fingiendo un rebujón humano.

    Pero hoy se ha averiado el mecanismo. Algo se ha jodido en este Halcón Milenario comprado en Merkamueble, y no tengo ni puta idea de cómo se arreglan estos cacharros imaginarios. Hoy, seguramente influenciado por las críticas demoledoras de los críticos, no he saltado al hiperespacio cuando he leído las primeras letras; me he quedado en tierra, en la Tierra, a muchos parsecs de distancia de estas nuevas aventuras, demasiado lejos en el futuro, sin implicación alguna con los trastazos que se sucedían en pantalla. Debería de haberme emocionado con el primer encuentro de Han Solo y Chewbacca, con la primera aparición del Halcón Milenario, con la partida de póker con Lando Calrissian que cambió el destino de la nave y de la galaxia. Pero sólo he sentido alfilerazos anestesiados, ecos de las viejas emociones. 

    Quizá me he hecho mayor de una vez por todas. De sopetón. O quizá es que hay películas que no se pueden ver en domingo. Han Solo: Una historia de Star Wars, es una película de viernes alegre, de sábado festivalero, de chavales entusiastas en el sofá sin deberes. Los domingos -ahora lo recuerdo-  está prohibido el salto al hiperespaciopor la Dirección Galáctica de Tráfico. La DGT de las autopistas estelares.




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Westworld

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Westworld es un parque temático enclavado en el mismísimo Monument Valley donde John Ford rodaba sus películas de vaqueros. Los turistas de "Westworld", muy selectos, pagan una pasta gansa por vivir la experiencia única del Far West: caminar por la calle polvorienta armados de pistolas; entrar en el saloon dando una patada a la puerta batiente; presumir de asesinatos ante el barman calvorota que sirve whisky peleón. Liarse a hostias con el primer desafeitado que cruza la mirada y luego curar las heridas con las prostitutas que esperan solícitas en el primer piso. El ritual, vamos.

    Westworld también ofrece otras actividades a sus clientes, como ir a buscar oro con los mineros, o adentrarse en las tierras salvajes de los indios. Pero los turistas, en su mayoría, prefieren quedarse en el poblado a descerrajar tiros y luego echar un polvo para aliviar la tensión. Alguno podría pensar que para este viaje no hacían falta tantas alforjas: que total, para disparar un arma, y satisfacer los bajos instintos, existen mil sitios en el mundo real que son más baratos que esta recreación casi almeriense de los poblachos ultramisisipianos. Pero no es lo mismo: la gracia de Westworld es que allí no rige ninguna ley -como casi no regía ninguna en el Far West original-, y que el turista, básicamente, puede hacer lo que le dé la gana con sus residentes, que no son actores contratados como en el Tren de la Bruja, o como en la Casa del Terror, sino robots de alta tecnología que se prestan a cualquier abuso porque están programados para la indefensión, y además van armados con revólveres de fogueo.

    Westworld, aunque haya alcanzado la pericia biónica de los Nexus 6, en realidad es un asco de sitio donde todo se reduce, esencialmente, a que un turista borracho lo siembra todo de cadáveres y varios operarios salen por la noche con las mulillas como si de una corrida de toros se tratase. Plasma y arena. Un divertimento chusco y algo cañí. Y lo peor no es eso: lo peor es que Westworld, la serie, tampoco responde a las expectativas que crearon los articulistas en sus foros, y los amigos en sus recomendaciones. Será que estoy viviendo una mala época, o que la serie me ha entrado por un mal sitio del ojete. No lo sé.  Sólo la belleza de Evan Rachel Wood -que es tan hermosa que te funde los plomos metafóricos- me distraede la realidad amarga que oprime el pecho. Quizá no era el momento de ponerse a ver Westworld. A veces no falla uno, ni la serie, sino el contexto. 




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