El caso Sloane

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El caso Sloane pasó por Estados Unidos como una tormenta por las pantallas. El eterno debate sobre la posesión de armas acaloró a los espectadores americanos y dio mucho de sí en los foros de los cinéfilos: los que llevan pistola al cinto y los que no (que digo yo, que a ver quién discute de cine –o de cualquier otra cosa- con un tipo que gruñe su desavenencia mientras acaricia la culata de un revólver).

    Pero aquí, en la civilizada Europa, donde el tema de las armas nos parece un asunto de gentes como Cletus el de Los Simpson, o como vaqueros extintos de las películas de John Wayne, El caso Sloane llegó como una borrasca ya sin fuerza, y apenas dejó cuatro chubascos en la taquilla. Unas marejadillas en las críticas especializadas, y el sol triunfante, eso sí, entre nube y nube, de Jessica Chastain, que aquí no tiene el cabello de color dorado, sino de rojo fueguino, como las estrellas más lejanas y más grandes. Como las musas de Boticelli, o las fantasías de nuestros sueños. Los sueños lascivos, claro, y los galantes, y también los sueños que mezclan ambos conceptos en la coctelera del amor verdadero. Pues la distancia de un océano, y nuestra condición de espectadores, no son impedimentos para que el amor por Jessica nazca y fructifique.

    El caso Sloane es una película difícil de seguir. Los subtítulos se suceden a ritmo de ametralladora entre políticos y politicastros, lobistas de las armas y onegeístas de la paz. Y aún así, con las letras sucediéndose a todo trapo, uno comprende que muchas traducciones se están quedando en el tintero. En una película húngara no me hubiese dado cuenta, pero mi inglés del bachillerato sí alcanza para saber estos límites de mi ignorancia.  Decido, pues, con todo el dolor de mi ortodoxia cinéfila, pasar al idioma doblado, que produce urticaria y falsedad, pero mi entendimiento de los personajes no mejora gran cosa. Cada frase es más inteligente, más pomposa, más epatante que la anterior, y hay giros, y regiros, y soluciones brillantes a lo MacGyver de la retórica. Al final no sé quién sale victorioso en esta esgrima de mujeres hiperinteligentes, de hombres hipercorruptos, de hijos de puta e hijas de putero que fabrican verdades –constitucionales incluso- a cambio de una bolsa repleta de monedas.





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Bombshell: The Hedy Lamarr Story

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Mi padre decía que Hedy Lamarr era la actriz más hermosa que había visto en su vida. Quizá porque fue la primera que vio desnuda correteando sobre el lienzo, como una cervatilla salvaje, o como una ondina de las aguas, en aquella película mítica de su mocedad. O eso al menos imaginaba él, llevado por el espejismo de la nostalgia. Porque a mí, la verdad, las cuentas no me cuadran. La película de la que hablaba mi padre es Éxtasis, checoslovaca de entonces, de los años 30, en armoniosa gama de grises como decía Carlos Pumares, y es imposible que mi padre pudiera verla en la España franquista de León, con cuatro años recién cumplidos cuando los sublevados triunfaron en la ciudad. Quizá mi padre oyó hablar de Éxtasis en los círculos cinéfilos, o en su trabajo en el cine, que frecuentaban muchos críticos y muchos sabihondos, y él soñó que la imaginaba, o imaginaba que la soñó, a Hedi Lamarr, desnudica por los bosques centroeuropeos. La primera vez que una mujer aparecía sin ropa en una película comercial, si hacemos caso de los saberes enciclopédicos. Y que fingió –o experimentó, quién sabe- el primer orgasmo fuera de las pornografías que empezaron a proyectarse justo al día siguiente de la presentación de los hermanos Lumiére, en un café contiguo, semisótano, en el que había que decir "Fidelio" al portero que daba la entrada.


    Hasta que terminamos de ver este documental titulado Bombshell, Hedi Lamarr, para los cinéfilos provincianos, para los incultos de campeonato, no era más que eso: la nostalgia de nuestros padres. La actriz que le cortaba el pelo a Víctor Mature en Sansón y Dalila. La estrella en decadencia que se casó varias veces, que se operó todo lo operable, que tomaba pastillas para dormir y anfetaminas para despertar. Un clásico de los clásicos, dentro de Hollywood. Pero este documental –además de mostrarnos el dulce retozar de Hedy por la Checoslovaquia de Éxtasis- nos recuerda que a veces, la belleza física, en un acto generoso de los dioses, también viene acompañada de una gran inteligencia. De una que es incluso capaz de inventar un sistema de radiofrecuencia para dirigir misiles y torpedos en la II Guerra Mundial, y en las que vinieron después. En los ratos libres, doña Hedy, entre rodaje y rodaje, entre matrimonio y matrimonio, como quien no quiere la cosa, hacía estas cosas. La contribución bélica de esta actriz judía y exiliada.



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Michael Clayton

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Los títulos de las películas ya se están agotando. Existe un número finito de combinaciones entre las palabras más manidas del repertorio: venganza, deseo, amor, estafa, seducción, vida, olvido, muerte, resurrección…, y en ciento y pico años de explotación el filón cinematográfico está dando sus últimas amalgamas. De todos modos, es curioso que casi todas las películas vayan sobre sexo –o sobre la imposibilidad del sexo, o sobre la iniciación al sexo, o sobre la añoranza del sexo- y muy pocas aludan a él en los títulos que encabezan sus carteles. Rescoldos del viejo puritanismo, supongo.

    El deseo del amor, o La venganza del olvido, o La estafa de la vida… La agonía de la combinatoria empieza a crear monstruos semánticos con escaso sentido. Así que últimamente, ante la imposibilidad de dar con un título original, los productores prefieren descargar la responsabilidad en el nombre del protagonista. Como haría Ignatius Farray guiado por su loca teoría de las películas. ¿Cómo titular una película en la que un abogado llamado Michael Clayton ocupa casi todos los planos y además siempre sale guapo a rabiar, el muy jodido? Pues Michael Clayton, qué cojones, como Julia Roberts en Erin Brockovich, o Tom Cruise en Jack Reacher, o incluso Julie Andrews en Mary Poppins, que en los tiempos clásicos también se recurría a estos atajos del titular.

    Para qué enredarnos, en el caso de Michael Clayton, con otras posibilidades tan socorridas como Justicia final, o El abogado impasible, o El triunfo de los desamparados. Ponemos a Michael Clayton como título y a Michael Clayton copando el 100% del cartel, y fiamos todos los premios y las recaudaciones al deseo de las mujeres, a la envidia de los hombres, y a la buena opinión de los espectadores en general, porque además nos ha salido una película entretenida y muy nutritiva. Más aún: una película de la hostia, como si adaptáramos a John Grisham, pero mejor, más oscura y misántropa. Con un plano final de leyenda, en el coche, con Michael Clayton rumiando la sal y el azúcar.. Qué guapo, y qué estilo, y qué bien aguanta el tipo en cada planao, el jodido de Clooney…




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En cuerpo y alma

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Cuando alguien busca pareja para “compartir sus sueños” no se refiere, obviamente, a los sueños oníricos, que son muy personales, y además nos importan más bien poco, sino a los diurnos, que son los que de verdad conforman la vida: la casa en el campo, o la prole que corretea, o el gozo sexual que florece. 

    Nadie se toma la expresión al pie de la letra salvo los autistas, que tienen dificultades para entender las metáforas y los dobles sentidos, y viven sin amor mientas esperan que alguien comparta sus sueños en un sentido literal. Alguien que sueñe exactamente lo mismo cada noche, en una sincronía que sólo podría obedecer a las leyes de la metafísica. O al paroxismo de lo romántico.

    En cuerpo y alma es una película de género fantástico –aunque los mataderos de Budapest y los barrios proletarios parezcan muy reales- que juega con la posibilidad de que, efectivamente, dos autistas que vivían condenados a la soledad y a la masturbación descubran por azar que sueñan exactamente lo mismo. Más aún, que tienen sueños complementarios, pues él sueña que es un ciervo que baja al arroyo a abrevar, y ella que es la cervatilla que le contempla desde el otro lado de la orilla. Y no sólo una noche, sino todas las noches, desde que empezaron a cotejar sus recuerdos, en una sintonía espiritual que a cualquier persona normal –y cuando digo normal digo a las que no creen en el Destino y cosas así- haría sudar de espanto y obligaría a pedir el ingreso en una institución mental.

 O eso, o preguntarle a su interlocutor que dónde está la broma, y el cachondeo, que no termina de pillarlo. Pero los dos autistas de En cuerpo y alma, tan literales y enamoradizos, tan crédulos y solitarios, se creen a pies juntillas este entrelazamiento cuántico que atenta contra las leyes de la lógica. Qué pensaría de todo esto el abuelo Sigmund, que también era austrohúngaro, como nuestros dos ciervos silvestres, aunque de otra época, y con otro temperamento.





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Escondidos en Brujas

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Al genio de la lámpara maravillosa yo le pediría tres deseos: dinero para dejar de trabajar, tiempo para dedicar a la lectura, y presteza en la lengua para desarmar a mis interlocutores. Soltar, en el momento preciso, esa ocurrencia cojonuda, venida al pelo, que siempre nos asalta diez minutos después, o a la mañana siguiente, o en la puta vida. Esa lucidez súbita que era mejor no haber encendido, pues pocas cosas dan más rabia que la inteligencia retardada, que la brillantez innecesaria.



    Yo, en definitiva, le pediría al genio improbable renacer de mis cenizas y regresar a la vida convertido en un personaje de película. El guión hecho carne de algún demiurgo muy creativo. Ser, en todo caso -ya que no creo en las divinidades, ni en las de Bagdad ni en las de Roma- un personaje escrito por, poner un ejemplo, Martin McDonagh. Un tipo que naciera de la transustanciación de sus guiones impecables. Papel hecho carne, y palabras hechas pensamiento. Un personaje de película, stricto sensu. Perdido en Brujas, o en cualquier otro lugar con encanto. Eso da igual. Tener gracia cuando hay que tenerla: ni la humorada del cafre ni la tontería del sinsustancia. Presentarse ante una mujer hermosa con la excusa perfecta, el rollo preparado, la réplica seductora. Hablarle al amigo con palabras muy escogidas que al mismo tiempo le respeten y le hagan despertar de su letargo, o de su equivocación. Ser exquisito con esas cosas. Decirle al jefe que sí, que lo que él mande, más todavía si es un hampón como el que interpreta Ralph Fiennes en la película, que ni parpadea cuando le subleva la furia vengativa. Pero acatar sus mandatos con un verbo que preserve nuestra dignidad, y nuestra nobleza. No es nada fácil. Maldecir la miseria de vivir cuando toca, con palabras destempladas y tristes. Cagarse en la mala suerte, y en el infortunio prescrito, y en el aburrimiento de permanecer escondidos en Brujas, si ésa fuera la condena. Pero también, si la suerte cambiara, si el viento nos favoreciese, cantarle a la alegría de vivir con un discurso que nos anime en el esfuerzo.


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El autor

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La escritura es el refugio de los artistas mediocres. O ni siquiera mediocres: directamente sin talento. Las otras artes requieren un instrumento, una cámara, un material comprado en la tienda especializada. Unos conocimientos mínimos. ¿Pero escribir? Escribir está al alcance de cualquiera. Sólo se necesita papel y bolígrafo. O un ordenador, que ya tiene todo el mundo en su habitación. Enciendes el Word, adoptas la postura literaria, y con el folio en blanco ya parece que tienes medio camino recorrido hacia la gloria. Que lo otro sólo es ponerse y enmendar borradores. "Que la inspiración te pille trabajando", nos decimos para justificar nuestra pose, nuestra petulancia. Y la inspiración nunca llega, porque es muy escogida, y muy mirada, y sólo desciende sobre las cabezas que verdaderamente poseen el talento. Las únicas con helipuerto preparado para su aterrizaje. Los demás somos filfa y diletancia.

    Hay algo muy turbio, muy inquietante, que une a este Álvaro del blog con el otro Álvaro que protagoniza El escritor. No, desde luego, su hijoputismo sin escrúpulos, pero sí su afán estúpido. Su autoengaño preocupante. Porque este blog también nació de un orgullo sin sustento.  De un desajuste muy grave entre la competencia real y la competencia imaginada. Juntar letras para componer palabras y luego oraciones está al alcance de cualquiera. Sólo hay que saberse las normas de ortografía y tener un poco de oído para colocar los puntos y las comas. Pero escribir, escribir de verdad, es otra cosa. Hay que tener una voz propia, y los mediocres sólo repetimos lo que dicen los demás: los escritores de verdad, o los guionistas de las películas. Las personas ingeniosas que nos rodean. Los escritores sin chicha somos postes de repetición, papagayos de feria, grabadoras poco fidedignas. En el mero hecho de transcribir –pues eso somos en verdad, transcriptores- ya metemos la pata y estropeamos el mensaje original. No tenemos remedio. 

    Tardé tiempo en darme cuenta de todo eso. En eso sí que mejoro al personaje de Javier Gutiérrez, que no tiene pinta de haberse aprendido la lección. Al principio lo pasé mal, pero ahora ya me he curado. Ya no me tomo en serio este ejercicio. Pues es sólo eso: un ejercicio. Una gimnasia mental para que se desperecen las neuronas. Primero la  ducha, luego el café, y más tarde, siempre por este orden, el juntaletrismo, para solventar la resaca cotidiana del mal dormir. Si durmiera bien no necesitaría venir aquí a desbarrar. Simplemente disfrutaría de la vida.



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Handia

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A mí me sucedió lo contrario que a Joaquín, el Gigante de Alzo, que empezó a crecer en la adolescencia y ya nunca paró. A los catorce años, con un metro ochenta y cinco de alzada –que por aquel entonces, sin tanto yogur proactivo, no era logro baladí – yo jugaba al baloncesto y soñaba con ser el próximo Kareem Abdul-Jabbar de los ganchos suspendidos en el aire. Se me daban de puta madre, la verdad, los skyhooks que superaban a los defensas y desesperaban a los entrenadores. Una vez llegué a comprarme unas gafas de plástico –en irresponsable riesgo ocular- para emular a mi héroe desgarbado de Los Ángeles Lakers, que además hizo de piloto tolai en Aterriza como puedas. Los dos, Kareem y yo, cada uno en su categoría, cultivábamos un arte encestador que estaba cayendo en desuso: un tiro elegante, estilizado, de efectividad mortal si se practicaba con esmero, y yo me sentía como el artesano perdido del otro lado del Atlántico. Un primo lejano que algún día compartiría con él la gloria de las canchas, uno recién llegado y otro a punto de retirarse.



    Sólo un repetidor de mi clase, un tal Monge, que éste sí tenía pinta de acromegálico, además de ser un gilipollas integral, me superaba en estatura en el colegio de León. Y eso, la verdad, me jodía bastante, porque la altura era mi único rasgo selectivo en la competición por las mujeres. Mi única medalla, mi solitaria distinción, yo que era tímido de manual y gilipollas de otra estirpe, y sin la ayuda de mis centímetros estaba abocado al paseo solitario y a la masturbación consolativa. Yo soñaba con alcanzar los dos metros, o los dos metros diez, como alguno de mis primos, y dedicarme al baloncesto profesional, o incluso al  balonmano, que tampoco se me daba mal el juego de pivotar, y luego, ya con un buen fajo de jayeres, y las cámaras pendientes de mis evoluciones, lanzarme al merodeo de las modelos eslavas que pasaban del metro ochenta en unos cuerpos de mareo.

    Esos eran mis cálculos, mis cuentos de la lechera, los del Gigante de León que nunca fue exhibido en público más allá del patio del colegio y de las calles de mi barrio. También porque no nos dio mucho tiempo, la verdad. Un día de mis quince años, sin aviso previo, para mi pasmo y mi desconsuelo, dejé de crecer. Muchos de mis compañeros, lanzados por la inercia de las hormonas, me igualaron en altura e incluso me superaron, y yo supe por primera vez lo que era la mediocridad absoluta. El no destacar en nada. Mi cuerpo me había dejado tirado. Las hormonas del crecimiento se me fueron por la pata abajo, en algún esfuerzo del retrete. O fallecieron en acto de servicio. O se fueron a dormir la siesta y ya nunca más despertaron. No lo sé. Tal vez sigan ahí, durmiendo un sueño de baba, un letargo de padrenuestro, y a los cincuenta años se desperecen y me eleven otra vez a las alturas de la canasta. Será mi segunda oportunidad para epatar a las mujeres. Con las canas no me llega. Con el verbo tampoco. Tampoco sé cómo responderá mi miembro a ese último estiramiento de mi corporalidad.  Qué niña más vivaracha, por cierto, la tal Isabel II…


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Un loco a domicilio

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En este pueblo donde vivo se practican dos ocios fundamentales: el chato de vino y la misa del cura. Y el fútbol, los sábados, en el campo de tierra, donde los chavales se dejan la piel del orgullo y la piel de las rodillas. Si no fuera por esto último, por el campo de fútbol, que es donde yo hago el compadreo y la vecindad, y calmo la preocupación de quien ya me intuía muerto en mi covacha, diríase que vivo como un ermitaño sin más compañía que mis soledades, como decía pomposamente el poeta.
 
    Tan alejado de los bares como de los curas, sin tierras que regar ni cosechas que recoger, mi ocio diario, mi circo ambulante, mi compañía de títeres, es la televisión por cable. Y cuando digo cable, exagero la modernidad de estas tierras, que ni la fibra óptica llega todavía a sus lindes, y en realidad estoy hablando del satélite suspendido sobre los cielos, que emite sus frecuencias como un dios ecuménico que no distingue ciudades de aldeas, urbanitas de rústicos. Cuando termino la jornada me pongo las ropas de andar por casa, y mientras mis vecinos hablan del pedrisco en la barra del bar, y del turno de regadíos, y del vino peleón que fermenta en sus bodegas, yo cojo el mando a distancia y me teletransporto a mi universo de películas subtituladas, de series estrenadas, de caballeros atildados jugando al billar o de bestias peludas persiguiendo el balón oval. Éste es mi micromundo, mi tema de conversación, que sólo puedo compartir con gentes que no viven aquí, sino en la capital del municipio, a varios kilómetros que parecen la travesía de un mar, o el tránsito de un desierto.


    Si se me estropea la lavadora, la calefacción, la conexión wifi incluso, no sufro un ataque de nervios inmediato. Cojo el teléfono y llamo al técnico pertinente. Todo es subsanable, soportable, al menos durante unos pocos días. Todo, menos una avería en la antena parabólica, o en el codificador de Movistar que transforma sus señales. Ahí es donde yo me neurotizo,  y me tiro de los pelos, y sufro ataques de ansiedad que no puedo narrar sin ser tachado de majara. La persona más importante de mi vida -fuera de los círculos afectivos, y del funcionario que tramita mi nómina- es el chico del cable. Que aquí es el chico de la antena. Sólo ha venido dos veces en casi veinte años. Pero su llegada ha sido tan trascendental como la visita de un Papa, o el hospedaje de un rey. Es tal mi alegría al verlo aparecer, con su maletica de herramientas, con su sapiencia sobre aparatos mágicos, que yo le entregaría cualquier cosa que él me pidiera. La mano de mi hija, si la hubiese tenido. La amistad eterna, como solicitaba el personaje de Jim Carrey. La  virginidad de mis posaderas, incluso, en un arrebato de loca gratitud. Cualquier cosa. 

    El bar del pueblo es un lugar terrible, y la misa, una ceremonia siniestra, así que sólo tengo mi televisor para asesinar las horas. Él es mi amigo y mi compadre. Y cuando un amigo se va –aunque sea por unas horas- algo se muere en el alma.






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