1917
Agente contrainteligente
🌟🌟🌟🌟
Caca, culo, pedo, pis... y semen. Así es el humor de Sacha Baron Cohen. Leche, cacao, avellanas y azúcar: nocilla. Una escatología muy completa y nutritiva. Y si luego mezclas los ingredientes con una sátira política que también es para mearse de la risa, o para cagarse por la pata abajo -incluso para correrse del gusto con un golpe de barriga- ya tienes una película tan divertida como “Agente contrainteligente”: la versión loca de Borat haciéndose pasar por 007.
Sacha Baron Cohen podría enviarnos el mismo mensaje social haciendo películas al estilo de su compatriota Ken Loach, cojonudas pero tristes, circunspectas y trágicas. Pero él prefiere camuflar la medicina en un excipiente más jovial y guarrindongo. Y en vez de por la boca, metérnosla por el culo, a manera de supositorio. Quiero decir que Sacha es un cerdo cavernícola solo en apariencia, porque por debajo hay un tipo muy serio que conoce los males del mundo y propone maneras inservibles pero muy divertidas de acabar con los hijos de puta.
Yo, al menos, que crecí en la barriada, en los bajos fondos de León, me mondo con sus muy marranas ocurrencias. Sucede, además, que el bueno de Sacha tiene una manera muy retorcida de estirar los chistes que él sabe más ofensivos para las beatas y las maestras de escuela. Y eso es oro puro... No solo les mete el dedo en el ojo y el pene en las meninges, sino que además los retuerce con una saña malévola. Es mi puto ídolo. Un genio. Un provocador maravilloso.
Las maestras de mi colegio -las maestras del ancho mundo en general- se desmayarían viendo los gags más pervertidos de “Agente contrainteligente”. Vomitarían la cena, o quedarían traumatizadas, o lanzarían una campaña de quejas en internet. Me imagino sus reacciones en el sofá y mi carcajada se multiplica por dos o por cien. Gracias, de verdad, amigo Sacha.
TÁR
🌟🌟🌟
TÁR es Tár, Lydia Tár, la
directora de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Yo pensaba que esto de “TÁR” era un
acrónimo de algo -¿Tremenda Artista Reconocida?- pero se ve que no, que lo pusieron
así para llamar la atención del espectador. O para ser más grandilocuentes que nadie, o más pedantes.
Otras películas sobre grandes personajes fueron
más modestas en su rotulación: Lenny Bruce, por ejemplo, era “Lenny”, y George Patton, “Patton”, y Truman Capote, “Capote”.
Los publicistas escribieron sus nombres de manera normal, como en las clases de
EGB, con esa mayúscula primera y única que recomienda la Real Academia de la
Lengua.
Pero me da que no es solo
un asunto publicitario. Porque Lydia Tár es tan inmensa, tan intensa, tan pagada
de sí misma, que de haber existido en verdad nunca hubiera consentido que
la trataran como a los demás. Ella, aunque imaginaria, es mayúscula de por sí: en su talento, en su
belleza, en sus apetitos sexuales. En su forma de andar por la vida. Genial y
desmesurada; insufrible y volcánica. Así que mira, lo dejamos en TÀR, para que
luzca mejor en las portadas de los discos y en las cabeceras de los carteles.
“TÁR”, la película, no es
música clásica para dummies. Es música clásica para muy cafeteros. Va dirigida
a un púbico muy exigente, paciente en extremo, el mismo que aguantaría sin pestañear “La consagración
de la primavera” de Stravinsky. Yo no soy un principiante, pero tampoco aguantaría
la obra de don Igor sin quejarme de algunos pasajes, o de levantarme alguna vez al cuarto
de baño. O de mirar con disimulo el teléfono móvil a ver cómo va el Madrid en
La Condomina. Creo que me explico.
A mí amigo no le gusta
nada Cate Blanchett. A mí sí. Me parece una mujer guapísima y enigmática. Él dice que si
la viera a nuestro lado, tomándose un café en la terraza, ni miraría para ella. Asegura que en La Pedanía hay como 20 mujeres más guapas que ella. Yo creo que mi amigo
es un poco gilipollas. También creo que Cate Blanchett borda su papel. Un poco
histriónica, quizá, cuando se sube al atril y agita la batuta.
RocknRolla
🌟🌟🌟
“La gente pregunta: “¿Qué es un rocknrolla?” Y yo les digo:
“A todos nos gusta la buena vida… A unos el dinero, a otros las drogas, a otros
el sexo, el glamour…, o la fama. Pero un rocknrolla es diferente. ¿Por qué?: porque
un auténtico rocknrolla quiere el pack completo.”
Lo dice Johnny Libra al inicio de “Rocknrolla”, y yo me
siento aludido en el sofá, en la noche de domingo, tan lejos de su mundo y de su
golfería. Porque yo también nací para ser un rocknrolla aunque ustedes no se lo
crean. Yo lo llevo en el alma, en la entretela, pero sé que no trasluce, que no
aflora a la superficie. Mi fenotipo siempre fue el traidor de mi genotipo. Lo
he escrito muchas veces. Una divergencia fatal y ya incorregible. Recuerdo que
Albert Boadella -ese tipo tan divertido que le lamía el culo a doña Espe-
escribía que la gente le tomaba por bueno porque tenía los ojos azules, el pelo
rubio y la sonrisa de querubín. Qué lejos estoy de todo eso, decía él. Y qué
lejos estoy yo, también, de esa estampa en mis fotografías, de esta cosa
cardenalicia que ya nunca se me irá, como de película de Sorrentino. Qué bien
hubiera quedado yo en su serie sobre el papa buenorro, haciendo de cardenal
intrigante, con el vestido rojo, el corpachón osuno, las manos recogidas en la
espalda, paseando entre fuentes y frutales.
Pero es que ni ahora ni entonces, porque en la adolescencia, que
es cuando los rocknrollas eclosionan y salen a la luz, yo siempre tuve la
estampa del niño tonto, del adolescente timorato, del jovenzuelo gilipollas. Y cuando
juraba y perjuraba que yo era un rocknrolla, todos se partían de risa, las
chicas y los chicos, y me dejaban apartado en un rincón. Nunca me dieron la
oportunidad de demostrar que soy un rocknrolla, y un rocknrolla solitario es
como una voz en el desierto...
En mi interior vive
una mariposa que nunca ha podido escapar del capullo que yo soy. Llevo una vida
de mentira, a contracorriente, encapsulada. Siempre a punto de, pero no... Una
vida falsaria, actoral, en el fondo tragicómica. Tendría que ponerme cachas, y
vestirme raro, y agenciarme unas Rayban, y operarme un par de contradicciones,
para que la vida me tomara en serio de una vez.
Cruella
🌟🌟
Empiezo a ver Cruella en el ordenador -sí, en el
ordenador, pirateada, tumbado tan ricamente en la cama, porque a ver quién es
el guapo que se mete en un cine rodeado de adolescentes con teléfonos móviles-
y a los cinco minutos comienzo a preguntarme por qué coño estoy viendo Cruella.
En realidad yo no quería verla, la había tachado de la lista, pero
el otro día, en la revista de cine, seguramente seducidos, o pagados, o
atrapados en una alucinación colectiva, los críticos afirmaban que bueno, que la
película no estaba nada mal, que era muy divertida y estaba muy bien hecha; que no era, por
supuesto, una obra maestra, pero sí un producto entretenido, notable, fresco,
veraniego, muy propio de la época en la que nos encontramos, como los melones y las sandías; una cosa para echarse unas
risas y pasar un buen rato en familia, o con los coleguis. En fin, todo ese
rollo.
Yo no quería, ya digo, porque me da igual la carnificación y
la osificación del dibujo animado de Walt Disney, pero con tanta crítica
dulzona y aprobaticia me dio por fijarme en la ficha de la película y ¡ostras!,
allí estaba Craig Gillespie, el de Yo, Tonya, que era un peliculón de la
hostia, drigiendo la función, y ¡ostras Pedrín!,
Emma Stone, mi Emma, la mujer de los ojazos como lunas y la sonrisa como princesa,
haciendo de la mismísima Cruella con el pelazo medio negro y medio blanco, como
la medida de su alma, supongo.
Así que plegué velas, recogí cable, dije Diego donde dije
digo, o viceversa, y puse Cruella en el ordenata para dejarme llevar por
el artificio americano y el tinto de verano. Emma Stone tardó quince minutos intolerables
en salir a escena. Cuando salió, eso sí, estaba guapísima, pelirroja, acerada,
comiéndose la pantalla en cada parpadeo y en cada mirada fija. Pero ya era
demasiado tarde: la película, como yo me temía, es una soberana estupidez, una
mezcla imposible de Oliver Twist con El diablo viste de Prada,
algo cacofónico y muy chorra. Así que apagué el ordenador y me puse a leer para
conciliar el sueño. En mis párpados cerrados todavía flotaba la
belleza de Emma Stone, sonriéndome comprensiva. Ella me entiende.
Sherlock Holmes
🌟🌟🌟🌟
¿Qué cosa original podría escribir uno sobre la figura de Sherlock
Holmes? Nada, por supuesto. Sherlock ya es tan universal como archisabido. Sus
aventuras -las originales y las inspiradas- llevan más de un siglo
traduciéndose a los mil idiomas, y a los mil lenguajes audiovisuales. Creo que
hasta las novelas de Conan Doyle iban codificadas en el disco de platino de la
nave Voyager, y que ahora van camino de las estrellas, para que algún extraterrestre
las encuentre y las traduzca al marciano o al andromédico, y Holmes, y su
inseparable Watson, ya sean personajes interestelares y transgalácticos.
Hasta mi abuela, que sólo leía la hoja parroquial y las
ofertas del supermercado, sabía quién era Sherlock Holmes: ese inglés tan listo
y tan peripuesto que no se parecía nada a su nieto Álvaro, el menda, que
parecía tan limitado, siempre en sus cosas, amorrado a la tele o a los tebeos. Hasta
los niños de mi colegio, pobrecicos, han visto alguna vez al bueno de Sherlock
en los dibujos animados, o en los cuentos infantiles, y ya no les sorprende que
un espécimen humano o animal -porque Holmes, en los cuentos, casi siempre es el
ratón colorao que se decía antes de los tipos inteligentes- vaya por el mundo moderno
con ese gorro tan raro, y con esa lupa en la mano, persiguiendo crímenes sin
resolver, ahora que los de CSI Miami o los de CSI Alcobendas llegan a la escena
del crimen y lo encarrilan todo en un santiamén, con sus mil accesorios de la
señorita Pepis en la maleta.
Así que nada… Sólo voy a decir -por decir algo, para cumplir con mi folio obligatorio- que a veces los anglosajones
hacen unas película muy entretenidas con el personaje, aunque a veces sean tan disparatadas
como ésta, y salga Robert Downey Jr. pegándose de hostias en los clubs de la
lucha. Algo así como un pre-Tyler Durden de la época victoriana. Sólo que
Holmes, curiosamente, en la película, hace todo lo posible por salvar el Parlamento y las instituciones financieras, y no dedica su inteligencia a provocar
su caída en un acto revolucionario y conmovedor. Porque Holmes, en el fondo, es
un tipo conservador. Un héroe del sistema.
El topo
No sé muy bien por qué, en la deriva ociosa de estos días, he terminado releyendo las viejas novelas de John le Carré y Graham Greene, ambientadas en los tiempos de la Guerra Fría. Quizá porque la Guerra Fría sigue sin descongelarse entre chinos y americanos, entre europeos del norte y europeos del sur, y en esta crisis las viejas tácticas de intoxicación y propaganda han vuelto a ponerse de moda, y se guerrea mucho más en los despachos burocráticos que en los cuarteles de la OTAN.
El caso Sloane
El caso Sloane pasó por Estados Unidos como una tormenta por las pantallas. El eterno debate sobre la posesión de armas acaloró a los espectadores americanos y dio mucho de sí en los foros de los cinéfilos: los que llevan pistola al cinto y los que no (que digo yo, que a ver quién discute de cine –o de cualquier otra cosa- con un tipo que gruñe su desavenencia mientras acaricia la culata de un revólver).
Kingsman: Servicio secreto
The imitation game
Red de mentiras
Hoy, en este ciclo estival dedicado a Ridley Scott, creía estar viendo por segunda vez Red de mentiras, pero nada de lo que salía en pantalla se correspondía con algún recuerdo dejado por la primera visión. Todo me sonaba a chino -a árabe más bien-, como si las desventuras jordanas de Leonardo DiCaprio estuvieran de estreno en mi cinefilia. Y sin embargo, yo, en mis adentros, juraría haber visto la película hace cinco o seis años, en una pantalla grande, de cuando iba al cine a escuchar cómo los otros se reían a destiempo o masticaban las palomitas. Juraría haber visto a Russell Crowe haciendo de jefe torpón, al camaleónico Mark Strong interpretando al responsable supremo de la inteligencia jordana. A una actriz de nombre desconocido interpretando a la más bella enfermera de los hospitales de Amán… Hasta recordaba ese final algo chusco y decepcionante que por supuesto aquí no voy a desvelar.