Esperando al rey

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La tecnología de la galaxia muy lejana ha llegado por fin a la Tierra. Aquel holograma de la princesa Leia pidiendo ayuda a Obi-Wan ya no es ciencia-ficción en Esperando al rey, que es otra película que transcurre en un desierto de arena donde los protagonistas ya no saben si lo que ven es real o producto de una insolación. 

    Alan Clay, el vendedor de hologramas perdido en esta versión terrícola de los desiertos de Tatooine, ha despertado en mí una simpatía inmediata. Una identificación contra todo pronóstico, porque él es un alto ejecutivo que negocia contratos millonarios mientras uno recibe sueldos menguados enseñando a hacer oes con los canutos. Pero Alan, como en un espejo que de pronto ha sustituido la pantalla del televisor, resulta que también está madurito, fondón, decaído... También tiene pesadillas que le alteran el sueño y le hacen ir todo el día como alucinado, como gilipollas perdido. También le persiguen los recuerdos de las malas decisiones, de los caminos torcidos, de las vergüenzas sin solución. Si el destino laboral le ha llevado a un país extraño que no acaba de entender, con costumbres medievales y gentes inescrutables, a mí, hace veinte años, el periplo pedagógico me trajo a esta comarca que sigue pareciéndome ajena y provisional, con su clima tropical, sus asuntos agropecuarios, su gozoso aislamiento de las televisiones de pago y de las películas subtituladas.

    Alan, que anda tan lost in traslation en Arabia como el pobre Bill Murray en Tokio, presiente que está en una encrucijada vital y definitiva: a un lado la decadencia, el sinsabor, la enfermedad... El apagamiento. Al otro lado, una segunda oportunidad para tomar oxígeno y revivir. Quizá un empujón laboral que lo redima de los viejos fracasos; quizá el amor con una mujer inesperada y reluciente. El romance ideal es una semilla tan inaprensible como caprichosa, y germina donde uno menos se lo espera. Incluso entre las dunas del desierto. 





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Custodia compartida

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Del mismo modo que Gabriel García Márquez desvelaba la muerte del protagonista en la primera línea de Crónica de una muerte anunciada, aquí, en Custodia compartida, se nos anuncia desde la primera escena que esto no va a ser la batalla legal de Kramer contra Kramer, sino la de Besson contra Besson, y que hay una víctima señalada desde el principio, y un agresor al que sólo le falta encontrar la oportunidad. 

    Incluso allí, en la sala del tribunal, protegida por la jueza y por las abogadas, la ex señora Besson lleva el miedo tatuado en la frente y no se atreve ni a mirar a su marido: sólo de soslayo, con la cabeza baja, cuando las letradas que la defienden o la cuestionan se pierden en alguna germanía. A esta pobre mujer le han debido de caer muchas hostias antes de consumarse el divorcio. Y lo peor es que van a seguirle cayendo unas cuantas más, si la justicia termina por darle la razón. Y algo más que hostias, por el tono sombrío de la película...


    El señor Besson, en un casting quizá algo maniqueo en lo fisonómico, es un tipo fortachón, sanguíneo, de mirada poco clara. Se nota que ejerce un control consciente sobre sus emociones más inconfesables. Cuando no le gusta lo que oye, lo que insinúan sobre él, le gustaría saltar por encima de la mesa y liarse a hostias con las leguleyas y de paso, para no perder la puntería, arrearle alguna a su ex mujer en el revoltijo. Pero ahora, al principio de la película, afeitado, bien trajeado, quizá bajo los efectos de algún calmante o de algún consejo administrativo, Antoine Besson se contiene, y hasta se muestra razonable en algún argumento. Jura que ha cambiado, que es un hombre distinto, que a sus hijos no les va caer ninguna torta cuando pasen los fines de semana junto a él. Pero los espectadores más desconfiados, menos comprensivos con el género humano, sabemos que nadie cambia por mucho que lo intente, y mucho menos cuando pasas la frontera de los cuarenta, que es como un camino de no retorno, para lo bueno y para lo malo, como si los dioses del destino cerraran la puerta a tus espaldas y sólo quedara avanzar con lo que uno lleva puesto. 

    Y Antoine Besson, en el caso que nos ocupa, es un maltratador de libro, de aterrorizar a sus cercanos, de salir algún día en los telediarios...



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El graduado

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El personaje más jugoso y enigmático de El graduado no es Benjamin Braddock, cuyo punto de vista es el único que conocemos en toda la película. Su omnipresencia hace que la señora Robinson permanezca un poco entre las sombras, como una mujer de motivaciones mal explicadas. Las sexualidades de Benjamin son de manual, de primer curso de ser hombre, y no hace falta ser muy avispado para comprender su fálica simplicidad: con una carrera terminada y un futuro halagüeño, la seducción de la señora Robinson es para él, básicamente, un rito de iniciación, y un orgullo de macho madurado, aunque al principio él haga gestos, y le entren sudoraciones, y casi no sepa ni quitarse los calzoncillos... 
Y le abrume la posibilidad de un escándalo si llegaran a destaparse tales comercios carnales.


    Con el paso de los meses, Benjamin, relajado en la tumbona de su piscina, comprenderá que está disfrutando de sexo a cambio de... nada, porque con la señora Robinson están descartadas las cuestiones más peliagudas del amor, que son la vida en común y el compromiso a largo plazo. Nada de aniversarios, de cenas románticas, de quebraderos de cabeza para que el amor no se disipe o se ponga en cuestionamiento. Para esas cosas ya está el señor Robinson; o estaba, más bien, porque el matrimonio de los Robinson, aunque indisoluble, lleva años interpretándose en dormitorios separados, como dos obras de teatro paralelas que sólo coinciden en un par de decorados reincidentes: la cocina y las fiestas del alto copete.

    Es ella, la señora Robinson, la que merecía otra indagación, otra exégesis. Otra escena aclaratoria que El graduado no quiere o no puede entregarnos. A Miss Robinson la entendemos al final, devorada por los celos, destronada -o mejor dicho, desencamada- por su propia hija. Pero la entendemos a medias, porque no sabemos cuánto hay de amor y cuánto de capricho en su deseo atravesado y a contracorriente. Cuánto de fascinación por la juventud y cuánto de “abuso” de la juventud. Cuánto de un polvo de despecho, de un corte de mangas, de un desahogo de la sexualidad postergada. No entendemos su obcecación imposible, su capricho condenado por el contexto. Es, quizá, el único gran pero que se le puede poner a este clásico que no ha sufrido ninguna erosión del tiempo. Tan moderno y provocador como el primer día.


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Alejandro y Ana: lo que España no pudo ver del banquete de la boda de la hija del presidente

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En el año 2002, cuando España era una marea azul de votantes del PP y el fin de la Historia parecía cernirse sobre nuestros dominios, los izquierdistas menos perspicaces y más derrotistas -entre los que llevo largos años militando- pensábamos que la boda de Ana Aznar iba a ser la fiesta inaugural de un Cuarto Reich que duraría mil años y lo que nos rondaría la morena.

Los Aznar, en el bodorrio, rodeados de los mamporreros más granados de nuestra sociedad -algunos tan ansiosos de bajarse los pantalones que ya llegaron a la ceremonia con ellos en las rodillas- estaban prolongando una dinastía que iba suceder a los Borbones y rememorar a los Austrias, y reivindicar el buen nombre de los Trastámaras que acabaron con el moro y crearon la unidad indisoluble de la Patria. Los rojos más pesimistas estábamos convencidos de que Aznar I el Fundador, a fuerza de ganar elección tras elección -porque la gente ya parecía definitivamente idiotizada, y todos se creían parientes de Gordon Gecko porque compraban pisos sobre plano- aboliría la democracia entre una salva de aplausos del Congreso y más tarde del populacho, como ocurría en La venganza de los Sith cuando el senador Palpatine tomaba la palabra para cargarse a la República.

    Entre los amigos hablábamos medio en broma medio en serio de exiliarnos a Francia, a Canadá, a Tegucigalpa Oriental, no a Cuba, precisamente, que allí hace un calor de la hostia y hay muchos mosquitos en los cañaverales. Y en esas estábamos, en el año XXVIII de la Restauración Borbónica, I de la Monarquía Paralela de los Aznar-Botella, cuando los guerrilleros dialécticos del grupo Animalario parieron esta burla sacramental, esta caricatura despiadada, y gracias a ella empezamos a intuir, con una sonrisa todavía forzada, con un optimismo todavía embrionario, que los Aznar-Agag y los miembros de la Corte iban a instaurar un Reich Ibérico que terminaría cayendo por el propio peso de la soberbia. Apenas duraron dos años más en el poder...



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Paris, Texas

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Casi todos los niños de Texas vienen de París, Francia, transportados por Aerolíneas Cigüeñales. Pero hay unos cuantos elegidos que se ahorran el viaje porque vienen de Paris, Texas, que es una franquicia natalicia que abrieron los franceses en tiempos de las colonias. Uno de esos afortunados que se ahorraron el jet lag es Travis Henderson, el protagonista de la película, un vagabundo con amnesia que sólo recuerda que fue engendrado allí, en el Paris de los americanos, y merodea por los alrededores buscando una verdad a la que agarrarse para reconstruir su desmemoria.

    Wim Wenders quedó tan fascinado por el paisaje que convirtió una película que daba para noventa minutos en una mucho más larga, de casi de dos horas y media. Paris, Texas es al mismo tiempo una película de amor y un documental sobre los desiertos y las autopistas; los barrios de Los Ángeles y los rascacielos de Houston que surgen de la planicie como naves extraterrestres en forma de paralelepípedo. El efecto de la película es hipnótico y adormecedor. Entre la guitarra de Ry Cooder, los atardeceres ocres, el runrún de los coches y los diálogos tan reposados y tan parcos, como de personajes aplanados por el sol o por las circunstancias, uno siente a veces la tentación de darse un sueñecito reparador, apenas una cabezada para que se disipe el nubarrón. 

    Y no es un desprecio a la película: es más bien un homenaje, un guiño de complicidad. Nosotros estamos con Travis, con su odisea tan parecida a la de Ulises, pero nos permitimos una cierta relajación porque sabemos que al despertar él seguirá allí, caminando por el desierto, conduciendo por las carreteras, contemplando las autopistas desde el altozano. 

    De este modo, el espectador llega atento y despejado a la escena final, culminante y bellísima, cuando Travis encuentra a su mujer en los lupanares de Houston, y descubrimos que aquí existe un error de casting morrocotudo: ella, con todos mis respetos a los demás fenotipos, es Nastassja Kinski, y él Harry Dean Stanton, y aunque uno sabe que el amor busca afanosamente la belleza interior y la cultura y el sentido del humor y todas esas cosas tan profundas, aquí hay algo que no cuadra, que no pega, y el efecto del amor lloroso y recobrado se diluye poco a poco en nuestra incredulidad de espectadores



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¿Quién teme a Virginia Wolf?

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Lo aterrador es el silencio. No los gritos. Cuando una pareja decide desenvainar los floretes verbales y entregarse a la esgrima como Elizabeth Taylor y Richard Burton en ¿Quién teme a Virginia Wolf?, el amor, si existe, si se da por sobreentendido, sigue presente. Puede que esté debajo de la cama, o escondido bajo una mesa, o encerrado en un armario, como un niño asustado ante la pelea de sus padres. Pero sigue allí, no se va de casa, espera a que el temporal escampe. No tiene que ser el amor de las películas, ni la pasión de las novelas: basta con que sea un amor aceptado, asentido, rutinario. Aburrido incluso. Uno como el que une a Martha y a George, dos cuarentones de barrigas descuidadas que de vez en cuando, para purgar el alma y las cuerdas vocales, deciden martirizarse el uno al otro tras tomar varios bourbons en los ejercicios de calentamiento. 

    Meten miedo, a veces, con sus retóricas, con sus lenguas viperinas, pero más aterradora sería la indiferencia, la mudez, la ausencia de respuesta. Ver que el otro no se inmuta, que le da lo mismo, que quizá ya está pensando en otra cosa. Que no se toma la molestia de vestirse el traje, de ponerse la coquina, de acomodarse la máscara protectora. Que deja el florete en su funda y se pone a ver la televisión, o a teclear el teléfono móvil sin descanso.




    Donde hay confianza da asco, y a veces el asco es como un vómito que sube por el esófago y no hay manera de retenerlo en la boca. Sale el reproche, la puya, la maldad que en su momento no se devolvió. Las mierdas del amor jamás se expulsan por el ano. Los únicos que digieren y defecan son los que no están en verdad enamorados. Los sapos a la plancha se quedan ahí, en el aparato digestivo, dando vueltas, fermentando, hasta que una chispa enciende el alcohol y se prende una queimada la mar de salada. Salen las llamas por la boca, arde la garganta, y una borrachera súbita nubla el pensamiento y desata el vocabulario. No es una falta de respeto en realidad: quizá es una prueba de respeto máximo, la prueba fehaciente de una fidelidad consolidada. El comprobante de que habíamos escuchado y procesado. 

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Coco

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Hubo un tiempo en que Pixar fue una verdadera religión en este salón. Mi hijo y yo éramos Pixaritas, o Pixarianos, de la rama provinciana, y hacíamos proselitismo entre nuestras amistades, las pequeñucas y las adultas, como mormones que llevaran el pin de un flexo en la solapa. Éramos tan coñazos como ellos, cuando veíamos el último estreno y salíamos a predicar el evangelio en los patios del colegio, y en los bares de la pedanía. Aquí, entre estas cuatro paredes, que antes eran nido y ahora se han quedado en nido vacío, se levantó una iglesia muy modesta, pero robusta, que adoraba al dios con forma de lámpara. Sus películas estaban en el altar más accesible de la estantería, y casi no había ni que estirar la mano desde el sofá para elegir la película que veríamos por quinta, o por sexta vez, después de haberla visto en el cine, y de haberla revisto en el Canal +, como feligreses obsesionados con las sagradas escrituras. 

    Durante unos cuantos años de creatividad desbordada, un conjunto de genios dieron con la fórmula exacta que juntaba al padre y al hijo en las butacas del cine, y en el sofá del hogar, sin que el padre rechistara jamás, ni mirara el reloj, a veces incluso más divertido que el propio chaval, que no se coscaba de un doble sentido o de una sexualidad implícita. Una vez, recuerdo, vino a juntarse con nosotros el Espíritu Santo, que andaba de peregrinación a Santiago para completar la Santísima Trinidad de los espectadores, y se sumó a la fiesta aprovechando un hueco muy estrecho que quedaba en nuestro sofá, él que es ingrávido, y tan poquita cosa, y apenas necesita espacio material para comulgar con las películas.

    Ahora mi hijo tiene diecinueve años, vive en otra ciudad, y la iglesia de Pixar ha sido desmontada para dejar las paredes mondas y lirondas, a la espera de un nuevo dios al que adorar. Las películas las tiene él, en alguna caja, o en alguna estantería poco visitada, y he sentido una punzada de melancolía al recordar todo esto, hoy que anunciaban Coco en el Movistar + y yo andaba tan disperso como un mono aburrido. Me he puesto muy tonto, nostálgico, medio lloroso, y he visto Coco hasta donde he podido aguantar, porque aquí ya no hay magia, y ya no hay retoño, y la película, además, más allá de los oropeles y los barroquismos, es una película infantil, plana, tontorrona, ya sin guiños para el adulto, a no ser la osamenta parlanchina de Frida Kahlo, la pobre, que la sacan en cualquier película que trate de México o de mexicanos, que qué topicazo, joder, y qué hartica, la pobre, debe de andar, dondequiera que esté.




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Planet Terror

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Del mismo modo que casi no percibimos cómo crecen nuestros hijos porque los vemos día tras día, también nos cuesta reconocer los cambios sociales hasta que vemos una película de hace años, o recuperamos un viejo programa en la televisión, y comprendemos que en realidad, en términos evolutivos, las cosas están mejorando a una velocidad acelerada. No, por supuesto, en el terreno económico, ahora que ya no hay izquierdas ni derechas, sino empleadores y empleados, como toda la vida de Dios, pero sí en el terreno de los derechos y las tolerancias. De las igualdades que no pretenden tocarles ni un solo duro a los ricos, que son las únicas permitidas para un debate serio y fructífero.


    Abrimos los periódicos -viejuna expresión, porque ya nadie “abre” un periódico en realidad- y al leer las páginas de sociedad nos indignamos mucho con la discriminación que siguen sufriendo las mujeres, y los homosexuales, y los sudsaharianos que sobreviven como pueden... Nos parece que nadie hace nada, que nada se mueve, que existe un statu quo que los malvados que habitan en las sombras nunca van a romper. Pero no es cierto. O, al menos, no del todo. Aun queda mucho hijoputa suelto por ahí, es verdad, pero también hay gente que trabaja, que se moja, que va moviendo los pedruscos a pequeños empujones para que las carreteras se despejen. Manifestaciones y proclamas, colectivos y valientes.

    A lo mejor es una chorrada esto que voy a decir, pero hace diez años, sólo diez años, que es como quien dice anteayer para muchas cosas, ver a una mujer como Rose McGowan disparando a los malotes con su ametralladora incrustada en la pierna, todavía producía cierta... perplejidad. Como si de algún modo le hubiera “robado” el papel al maromo protagonista. Y eso que ya habíamos conocido a otras women with guns con mucha mala hostia y mucha destreza con el gatillo, desde la princesa Leia a la teniente Ripley pasando por Sarah Connor en Terminator 2. Pero ellas eran, ciertamente, habas contadas, rara avis, en el lejano año de 2007. 

En las películas de estos últimos diez años, además de salir muchas más mujeres haciendo de personajes influyentes -políticas de altos vuelos, o ejecutivas de grandes empresas- también hemos visto a muchas más pistoleras empuñando las armas mortíferas que buscaban la justicia y la venganza. Que está muy mal, si abogamos por la no violencia, pero que está muy bien, si hablamos de que ellas también saben defenderse a tiro limpio.





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