Vengadores: La era de Ultrón


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En Los Vengadores, la era de Ultrón, Tony Stark alimenta el sueño de crear un superprograma informático que proteja la paz en el mundo. Algo así como una red neural, o como un caparazón de energía, no sé muy bien, porque después de cada ración de hostias quedo aturdido en el sofá, sonaja perdido, que ya no son edades para aguantar el CGI a toda potencia de gráficos y decibelios. Y así, cuando los Vengadores se sacuden el polvo de la batalla para ponerse a filosofar, a contarse sus cuitas personales y a soñar con planes de futuro, tardo un rato en saber de qué narices están hablando. Porque sucede, además, que Tony Stark sólo habla para entendidos, para iniciados en la protomateria del universo, y el único de los musculitos que puede seguirle el rollo es el doctor Banner, cuando no anda por ahí repartiendo gallofas disfrazado de La Masa. Y porque encima, para más inri de mis entendederas, para obligarme a tardar unos segundos extra en prestar atención, anda por ahí Scarlett Johansson buscando a Jacq’s, vestida de cuero ceñido hasta el sofoco, hasta el desbordamiento de los encantos, interpretando a la Viuda Negra que habla con acento ruso y te pone más en guardia todavía. Mi Natasha, la Romanoff…   




    Sea como sea, Tony Stark, al principio de la película, hace cuatro cálculos, consulta un par de ordenadores y pone en marcha un holograma que habrá de defendernos de todo Mal Humano y Asgardiano. Pero el programa informático le sale más listo de lo que él pensaba, tan listo que se vuelve autónomo en un santiamén, se pone a pensar por sí mismo, y analizando todos los datos disponibles en internet, concluye, en apenas unos pocos segundos, que la paz en la Tierra sólo va a estar garantizada si el homo sapiens perece en un extinción masiva. Ultrón -que así se llama el malvado eugenésico- decide que lo mejor será coger un gran trozo de tierra, elevarlo hasta la estratosfera, y dejarlo caer para provocar un caos climático como el que hace 65 millones de años se cargó a los dinosaurios. Un craso error, claro, porque los Vengadores, todo lo que sea a fuerza bruta, a pura hostia, son invencibles, y un pedrusco que amenaza con provocar el invierno de mil años no es rival para ellos. Si Ultrón hubiese decidido fabricar un virus que nos fuera liquidando de uno en uno, así, pequeñito y esquivo, a ver qué narices hubieran hecho los Vengadores para defendernos. Pero estaríamos en otra película, claro.



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Le Mans '66

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Como esto del confinamiento va para largo, y además creo que he pillado el virus de la tontuna, he desperdiciado la tarde con otra película que ni me va ni me viene, como la de ayer de Los Vengadores. Le Mans ’66 es una película de coches de carreras, viejunos, del año 66 precisamente, pero que corrían casi tanto como los de ahora, o incluso más. Se ve, por lo que cuentan en la peli, que aquellos tipos iban como locos, a velocidades de vértigo, matándose por las curvas, en coches que pesaban cada vez menos y aceleraban cada vez más. Y que en esto, para poner freno, y salvar vidas, la tecnología del automóvil ha ido involucionando para poder evolucionar, y ha bajado las revoluciones del motor para que ahora, en el año 2020, los coches no anden ya por los 400 kms/h o más, como aviones a punto de despegar de la pista.



    Uno, la verdad, ha visto Le Mans ’66 rascándose la cabeza como un primate que no entiende nada, curioso y fascinado, eso sí, pero sin llegar a comprender la entraña del asunto -más allá de que los americanos siempre ganan cuando se lo proponen, claro, y sólo pierden cuando les da la gana, o cuando deciden no presentarse, porque están a cosas más importantes. Pero nada más. En lo puramente automovilístico, que es lo que aquí se explicotea, yo ando más bien pez, y pez en tierra además, porque de coches, lo confieso, sólo sé que tienen cuatro ruedas, que llevan gente dentro, y que en el maletero caben varios paquetes de papel higiénico del Mercadona. Y esto según los modelos, claro, porque los coches baratos tienen maleteros pequeños, los coches caros incrementan su capacidad, y luego, curiosamente, cuando llegas a las gamas más altas, que son los coches deportivos como los de la peli, los maleteros vuelven a hacerse más pequeños, casi residuales, como si el yupi o la ricachona de turno presumieran de “yo no lo necesito, mi criado hace las compras por mí…”.

    Y poco más, por mi parte, de sabidurías automovilísticas: que unos coches van con gasolina, y otros con gasóleo, y que unos contaminan menos, pero corren más, o viceversa, o qué se yo... Los coches no son lo mío, definitivamente. Nunca tuve, ni de niño, ni de mayor, y cuando los hombres de verdad se ponen a hablar de sus autos, o de la Fórmula 1, o de la carrera NASCAR de Rayo McQueen, yo, avergonzado, en el bar, miro el periódico distraídamente, esperando que se les acabe la gasofa.



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Los Vengadores

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La verdad es que es una soplapollez, esto de Los Vengadores. Pero eso lo digo ahora, con 48 tacos, con canas en los huevos, y mientras veo la película y al unísono me sobo los mismísimos, yo mismo comprendo la incongruencia de estar aquí, en el sofá, sin afeitar, pasando la cuarentena -que es también de los mismísimos- viendo esta película de tipos con pijama que se pegan unas hostias descomunales, como catedrales, o como casas del señor Stark, cuando podría estar viendo una película de John Ford, o de Ingmar Bergman, recuperando el sentido común del cinéfilo que presume de tal. O viendo la primera temporada de The Crown, que dicen que es la polla de Buckingham Palace, y que tengo descargada desde tiempos inmemoriales, para aprovechar el tiempo cuando llegaran las vacaciones, o un virus de los chinos, a joder la marrana.



    ¡Pero ay, por los dioses de Asgard!, si esta tontería de Los Vengadores me llega a pillar en la adolescencia, cuando devoraba los cómics de Marvel -y los de DC Cómics, que eran los de Batman y Superman, y los tebeos de Superlópez, que eran la coña patria del asunto- y los intercambiaba con los amigos que también estaban en el ajo, y hasta los vendíamos en el rastro de León cuando ya nos aburrían, y necesitábamos pasta fresca para comprar otros nuevos, que allí nos plantábamos, con 12 o 13 años, con un par de mismísimos, a las ocho de la mañana de los domingos, en la Plaza Mayor, al lado del gitano que vendía la chamarilería, y de la pesada que vendía los casetes del folklore leonés, y que nos aturraba a todas las horas con la misma cinta puesta en bucle.  Que cuando llegaban nuestros padres a traernos el bocadillo, y a preguntarnos que qué tal, las ventas, y la experiencia, ya no sabíamos si estábamos en la Plaza Mayor o en un concierto de La Braña.

    Los Vengadores, en aquella edad de los cómics, habría sido para mí una obra maestra, incontestable, no sujeta a crítica, ni a mácula de lenguas viperinas. Como la mía, por ejemplo, ahora... Yo soñé muchas veces con este sueño que se ha hecho realidad tan tarde, para mí: el de la conversión de los cómics en carne y hueso, gracias al CGI, que es una tecnología que obra el milagro de la transustanciación, como los curas en la eucaristía, o como los políticos cuando transforman la mentira en verdad, o viceversa.



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Delitos y faltas

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De niños, en el Parvulito, que era nuestro libro de texto obligatorio, nos enseñaban que allá arriba, en el Cielo, pero sin salirse de los límites de la atmósfera para no perderse detalle, flotaba un ojo dentro de un triángulo que nos vigilaba, y que era el mismísimo Ojo de Dios. Un Ojo muy parecido -como descubrimos años después- al Ojo de Sauron, el de Mordor, pero éste del Parvulito ingrávido, sin torre, que para eso era divino y más antiguo.  (Del otro Ojo, por cierto, porque Dios nos hizo a su imagen y semejanza, y le suponíamos antropomorfo e incluso con gafas, nunca tuvimos noticia oftalmológica, ni teológica, pese a los largos años de catecismo, así que digo yo que el Ojo Innombrado seguramente vigilaba a los pecadores de otro planeta, o se quedaba en el Cielo, de guardia, más allá de la nube, para que a los ángeles sin sexo no les creciera la colita, ni a las ángelas la peseta).

    El Ojo de Dios -nos decían las católicas maestras- lo veía todo, todito todo, aunque pegáramos el chicle debajo del pupitre, o nos diéramos puntapiés cuando ellas no miraban. Nosotros no lo entendíamos, claro, porque éramos muy pequeños, sólo cinco o seis añitos tratando de comprender el mundo, y al único personaje que conocíamos con semejantes poderes era Superman, el de los cómics -que ni película había todavía- porque Superman podía ver a través de las paredes, y de los pupitres, con sus rayos X del copón. Pero Superman no era un Dios, ni un dios siquiera, sólo un tipo terrenal, kryptoniano más bien, que encima molaba mucho, y no asustaba como el Dios irascible y vengativo de aquellos textos.  



    Quizá por eso, porque las maestras veían que nos íbamos a descarriar sin remedio, y porque los responsables de la editorial Álvarez ya tenían conocimiento de tal problemática, unas páginas más adelante, en el Parvulito, aparecía una parábola que no era bíblica porque aparecía un frigorífico impropio de los desiertos antiguos. En la parábola, un niño de nuestra edad abría el frigorífico a escondidas, se comía un trozo de la tarta preservada para una ocasión especial, y antes de que su madre le pillara, y antes de que el mismísimo Ojo Flotante procesara la información, sufría un remordimiento en el estómago que no era un corte de digestión, sino la mordedura de un gusanillo: el Gusanillo de la Conciencia, que venía a ser como la segunda vacuna para nuestra moral. La moraleja era clara: si no crees en el Ojo Vigilante, cree, al menos, en el bicho que te comerá las entrañas cada vez que desobedezcas a la autoridad: la civil, o la religiosa, o tu madre armada con una zapatilla.

    De todo esto – de criminales con gusanillo de la conciencia, de criminales que ya lo digirieron hace tiempo, de hombres que necesitan a Dios para comportarse como seres humanos, y de ateos que no lo necesitan para comportarse como Dios manda, va Delitos y faltas, que es una obra maestra de Woody Allen perteneciente a su período, precisamente, de las obras maestras.

    (En Delitos y faltas fue donde aprendimos, además, gracias al personaje de Alan Alda, que C=Tr+T)



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Lo que hacemos en las sombras

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Yo he nacido para vampiro. Lo llevo en la sangre. Es ponerse el sol y me entran unas ganas locas de vivir. Durante el día vegeto, bostezo, hago como que entiendo a mis semejantes. Hace siglos que no me levanto de la cama descansado, risueño, con ganas de hacer cosas, y es por culpa de la luz, que se filtra por la persiana. O que ya se presiente, en los amaneceres invernales. Me ducho, tomo el café, saco al perrete, y ese primer contacto directo con el sol es contradictorio, por estimulante. Pero ahí termina la fotosíntesis de mis células. A partir de ese subidón, paso horas en hibernación, moviéndome entre las sombras. Y el caso es que gestiono con cierta solvencia los trabajos, los encargos, los platos en el fregadero. Nadie se queja en exceso, y la cuenta en el banco permanece más o menos estable. Se ve que he aprendido a disimular... O a trabajar en segundo plano, en subrutina, como los ordenadores, mientras estoy que me caigo por las esquinas. Suelo llevar, eso sí, cara de merluzo, de introspectivo, y la gente que me quiere dice que soy un tipo con “vida interior”, de pensamientos profundos, y no saben que en realidad voy medio muerto, medio vivo, alelado perdido, mientras el sol se mantiene orgulloso sobre nuestras cabezas. Y el verano ya está ahí, llamando a la puerta, aterrador… Summer is coming.



    Desde que amanece soy un Nosferatu que anhela el anochecer. Porque al anochecer empiezan las cosas que más me gustan de la vida: el fútbol de los grandes partidos, y las películas que necesitan el salón en penumbra. La mantita en el sofá. O ir de vinos nocturnos, con los amigos, o con los amores, a arreglar el mundo, a echarse unas risas, a besarse en los callejones. Y lo otro, claro, que mola mucho más por la noche, porque por la mañana todo es halitosis, y por la tarde siempre se anda de digestiones, te pongas como te pongas.

    Creo, en fin, que me lo pasaría de puta madre con estos tres golfos de “Lo que hacemos entre las sombras”, vampiros de verdad, residentes en Nueva Zelanda, que reviven a la misma hora que yo revivo, pero con doce husos de diferencia, claro, por lo de vivir en las antípodas. Son unos cachondos de la hostia, buena gente, exquisitos en las formas, y además ellos no tienen la culpa de ir por ahí asesinando a su sustento. Quedaría con ellos en fines de semana alternos, eso sí, porque vaya marcha que llevan, los tipos, vaya desparrame, el Vladislav, el Viago, y el Deacon, que tienen ochocientas castañas cada uno y están mucho mejor que yo, que sólo soy un vampiro de boquilla, de vocación, a caballo entre dos mundos, sin atreverme todavía a dejarme morder en el cuello.



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Coupling


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Yo también era muy de Friends, sobre todo de Chandler, que era el personaje más tontaina y salidorro del plantel. Un tipo como yo, pero más guapete, y con la frase justa siempre entre los labios (qué suerte, jolín, contar con un equipo de guionistas para cumplir como un señor en las grandes ocasiones: en las laborales, y en las sexuales, y sobre todo en las fiestas con los amigos, donde uno se juega el honor del apellido). Entre eso, y que las chicas de Friends estaban todas jamonas, reconozco que se me escapó una lágrima en el último episodio de la serie, cuando los personajes cerraron los dos apartamentos para irse a vivir la vida de los adultos: a casarse, a divorciarse, a vivir el estrés espeluznante de los americanos trabajando… Friends estaba bien hecha, tenía diálogos muy ágiles, y se ha convertido en una nostalgia recurrente para los cuarentones que estamos tomando un vino y de pronto nos quedamos sin conversación, el horror vacui de quien ya no sabe por dónde tirar cuando falla el tema del fútbol, de la gripe, de las series infinitas que ponen ahora.



    Alguna vez he intentado retomar Friends en un canal de la TDT que la repone a todas horas, pero ya no me sale la sonrisa como antes. Con la edad, el humor se me ha vuelto  más bilioso, más vitriólico, y el guante blanco de Friends -que sólo muy vez en cuando dejaba una zurrapilla en el calzoncillo-  ya no me curva los labios hacia arriba. Ahora me doy cuenta de que algo chirriaba en todo esto. Yo lo veo ahora, pero Steven Moffat, que es un comediante británico de mente afilada, lo vio hace 20 años. ¿Tres treintañeros guapísimos con tres treintañeras para caerte de espaldas, todo el día tomando cafés en el Central Perk, entrando y saliendo de los apartamentos, intercambiando romances, puyas, insinuaciones, y aquí nunca se habla de gatillazos, de mamadas, de coitus interruptus? ¿Seis especímenes en la flor de la edad, sanos, liberales, cachondísimos, que nunca se proponen el intercambio o el trío ni siquiera como broma, como posibilidad teórica, como cuchipanda para echarse unas risas? ¡Vamos, anda! Por eso Steven Moffat decidió crear Coupling, que viene a ser como Friends pero con las lenguas más sueltas, y las intenciones más claras. No sé si Moffat se pasa de rosca o si Friends se queda de novicia, pero puestos a elegir, me río más, pero muchísimo más, con estos mancebos británicos de alto pedigrí sexual. Y con sus mancebas, claro.




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El Palmar de Troya


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Visto así, de sopetón, sin información previa, “El Palmar de Troya” podría parecer un mockumentary sobre una secta de chalados que viven atrincherados en una finca de Sevilla. Como los davidianos aquellos, los de Waco, que también tenían visiones y profecías apocalípticas. Pero estos de Sevilla con mucho más arte, y mucho más tronío, sin comparación, porque aquí hay curas vestidos de barrocos, y oro de verdad recubriendo las custodias. Y un Papa, o Antipapa, desfilando en andas por la iglesia, que ése no lo tenían los americanos ni de coña.



    Seguro que algún abonado de Movistar se ha tragado las cuatro horas del documental pensando que esto era una broma de la hostia (consagrada), un esperpento escrito por tres amiguetes que sin mucha fe presentaron el proyecto a los responsables de programación.  Pero no: todo es verdad en “El Palmar de Troya”. Los protagonistas de esta pesadilla no salen en los últimos minutos confesando que en realidad son actores y actrices, asalariados de la farsa y el cachondeo. No salen para reírse del espectador y decirle que todo era una invención, una gilipollada supina, y que hay que ser muy crédulo para tragarse semejante vodevil de estafadores que fingen éxtasis divinos, marquesas que les construyen una iglesia en mitad de la nada, y feligreses que los seguirían al fin del mundo porque piensan que el Papa de Roma es ciertamente un agente secreto de la KGB, o del Mosad de los judíos que crucificaron a Jesús.

    De estos pecadores de la pradera uno ya venía advertido, más o menos informado, porque las andanzas de Gregorio XVII fueron de mucha risa -y de mucho miedo, según-, en la prensa seria de la época. En realidad, uno lleva oyendo hablar de los palmarianos desde muy temprano, desde niño, porque mi madre mencionaba mucho lo del Palmar como sinónimo de casa de locos, o de gentes estrafalarias. “Éste parece del Palmar”, o “ a ti te enviaba yo al Palmar”, y una vez, en clase de religión, le pregunté al cura de los Maristas por aquellas gentes que creían en un Antipapa andaluz reinando en un cortijo -que sonaba como a película de Pajares y Esteso- y me respondió que eran católicos que vivían equivocados, desviados, pero no del todo, no alejados completamente de la sintonía con el Espíritu Santo, y que estaba bien que hubiera creyentes que se cuestionaran los “aires reformistas” que venían de Roma. Se me pusieron de corbata, claro.



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El joven Ahmed


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El joven Ahmed es un pajillero de tomo y lomo. No le queda otra. Más bien feo, amendrugado y con gafitas de nerd -una especie de Ned Flanders devuelto a la pubertad- al pobre Ahmed le espera una adolescencia plena de desengaños amorosos. Y lo peor es que esas adolescencias dejan trauma y cicatriz. Un moho en el ánimo. Cada mujer que conozca de adulto será un canguelo en las tripas, una tartamudez que le trabucará la lengua y el pene. Ahmed todavía no conoce su destino funesto, pero es posible que lo barrunte, que lo presienta como un perrete que ventea el peligro.



    El joven Ahmed, con su desconcierto sexual y su cara de panoli, es el adolescente ideal con el que sueñan los buitres sacerdotales, siempre al acecho de cadáveres inseguros a los que poder hurgar entre las tripas. Si Ahmed fuera católico y viviera en Villanabos del Páramo, a buen seguro que el cura de la parroquia trataría de convencerle de los valores supremos de la castidad: “Los que ligan con las chicas son pecadores; tú eres distinto y mejor que ellos; la visión beatífica de Dios es un placer incomparable al del sexo…” El engañabobos que llenó durante siglos los seminarios, con las funestas consecuencias que todos conocemos. Pero Ahmed es musulmán, vive en un barrio marginal, y el cura de su parroquia es un imán que quiere iniciar la nueva yihad en el corazón de Europa. Los demás chavales de la mezquita vienen y van, seducidos al mismo tiempo por la vida de Occidente y por la religión de sus padres. El imán ya les ha contado que si mueren en la yihad les esperan 72 vírgenes a cada uno, en el Cielo, bellísimas y complacientes además, pero todos, menos Ahmed, prefieren los pájaros en mano de la realidad que los ciento volando de la fantasía. Ahmed no tiene otra: si quiere follar, ya sabe lo que le toca. Ver vídeos de mártires, procurarse un arma, un objetivo, y echarle un par de huevos al asunto…

    Es mi interpretación particular de este tostón de película. La he visto medio dormido, más pendiente de la histeria coronavírica que de otra cosa. El análisis sociopolíticoeducativo se lo dejo a las mentes más preclaras. Llevo años jurando que jamás volveré a ver una película de los hermanos Dardenne y aquí sigo, como un panoli, engañado una vez más por la publicidad.



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