Enemigos públicos
Retrato de una dama
🌟🌟🌟
Algún crítico malévolo lo llamó “cine de tacitas”. De tacitas
de té, se sobreentiende. No sé si fue Javier Ocaña quien lo inventó, o Javier
Ocaña quien lo recogió. Da igual. Se lo leí a él, y el hallazgo es cojonudo. Porque
el cine ambientado en la época victoriana transcurre, efectivamente, alrededor
de mesas de té donde las mujeres socializan y los hombres... bueno, los hombres
nunca están. Ellos suelen estar de pie, en la chimenea, fumándose un puro, o
repantigados en los sofás, con sus coñacs y sus leontinas, repartiéndose la plusvalía
de los obreros y negociando el amor de las mujeres como quien negocia traspasos
de futbolistas.
El amor, según ellos, está reservado para las amantes que les
esperan desnudas en sus pisos de Londres, o en sus chabolos de la campiña. La
misma palabra lo dice, jolín: amantes. Lo otro, que es el matrimonio, emparentar
con las otras sangres de la burguesía, es un asunto demasiado serio para
dejárselo a las mujeres, que se pierden en sentimientos y en lloreras. En
libros de cursilerías. Qué sería de ellas sin nosotros, celebran a risotadas mientras
se pegan otro lingotazo y encienden otro habano con billetes de diez libras.
El ”cine de tacitas” nos ha legado películas infumables, de lanzar
cócteles molotov a la pantalla o destruir el televisor a martillazos. Pero
también nos ha dejado las películas de James Ivory, y “La edad de la inocencia”,
y la obra maestra de la elegancia que es “Sentido y sensibilidad”. ¿”Retrato de
una dama”? Pues ni fu ni fa. Ni fu de fuego ni fa de fascinante. La película es
demasiado larga, demasiado estilosa. Pretenciosa, iba a decir. Le sobran treinta
minutos por lo menos. Demasiada enagua verbal me parece a mí. John Malkovich
sobreactúa y Nicole Kidman lleva unos pendientes horrorosos, de abuela de la
posguerra, que deslucen toda su belleza.
Sospecho que “Retrato de una dama” sería una petardada
mayúscula si no fuera porque a veces suena la música de Schubert, que estremece,
y la música de Wojciech Kilar, que te pone la gallina de piel, como dijo el holandés
errante.
La gran apuesta
🌟🌟🌟🌟
Cuando todo se desmoronó, allá por el año 2008, empecé a leer
libros de economía. No lo había hecho jamás. A veces me aventuraba en las
páginas salmón de los periódicos y terminaba mareado. Sí: en 2008 todavía
leíamos el suplemento dominical, que manchaba los dedos de tinta y luego servía
para recoger el pis de los perretes.
Como no tenía ni papa del asunto, leí libros de “divulgación”,
sencillitos, economía para dummies. Sabios muy prestigiosos se ofrecieron a
darnos la comida masticada como a polluelos hambrientos de saber. Yo era de
ciencias, pero de ciencias físicas y químicas, con un ojo siempre puesto en la
astronomía o en los designios de la genética, para nada en este enredo de
germanías financieras y verborreas de lo bursátil. Lo explican al principio de “La
gran apuesta”: todo esto es así para que usted no se entere, para que no se
meta en el negocio. Para que estos cuatro hijos de puta puedan seguir robándole
parapetados en lo incomprensible.
Aun así, pese al esfuerzo didáctico de los autores, yo no me enteraba de gran cosa. Me fallaba la motivación -que se desinfló rápido, y el tiempo precioso -que repartía con la Liga de fútbol. Pero algo sí que aprendí: que el dinero no son los billetes ni las monedas. Que el dinero es una cifra, una entelequia. Humo. Dinero es lo que pone en la cartilla del banco, nada más. Pero no es real. Se puede convertir en billetes cuando acudes al cajero, pero podría no hacerlo si vienen mal dadas. Que se lo digan a los argentinos del corralito.... El dinero es una cosa ficticia que hoy vale tanto y mañana vale tanto dividido por dos, o por cien. El dinero que usted tiene en la cartilla -esto de la cartilla ya es un hablar, claro- está atado a otros dineros. En realidad, lo que hay detrás de la ventanilla de su oficina es un gran casino donde una pandilla de desalmados -y los políticos que lo permiten- cogen su dinero y lo transforman en fichas para apostar.
De eso va en realidad “La gran apuesta”: una versión dolorosamente
real del “Casino” de Scorsese, donde se juega con el dinero de usted y al final
terminan por desplumarle. Ayer como siempre.
El truco final
Uno viene a las películas de Christopher Nolan a entretenerse.
Pero también, por qué no, a que le estimulen la inteligencia. Lo que pasa es
que esto es como la estimulación anal: que a veces, cuando hay confianza -y con
Christopher Nolan hay confianza- uno se deja acariciar el ojete, se relaja, se siente
tratado como una persona inteligente y sensible, y de pronto, zas, te
encuentras con que el fulano te la ha metido doblada, y que se descojona a tus espaldas,
mitad amante y mitad cabronazo. Terminada la experiencia -quiero decir, la película-
ya no sabes muy bien qué pensar: por un lado ha sido excitante, y por otro, una
humillación. Sea como sea, se te queda la cara de tonto...
Aquí, en El truco final, la cuestión es saber si la
máquina de Tesla produce o no fotocopias de las cosas, y ya puestos a
electrocutarse, fotocopias de uno mismo. Saber si Nolan ha hecho una película
de ciencia-ficción o si el mago Angiers sólo perpetraba otro de sus trucos, apoyado
en la existencia de su gemelo... Da igual: quien la haya visto, sabrá
de qué hablo, y quien no, se va a quedar como estaba, porque esto es como
hablar en chino, y no desmenuzo gran cosa con el spoiler.
Después de apagar el DVD, recomponer el gesto y tantearme
subrepticiamente el ojete, me he puesto a pensar qué haría yo con una máquina
de Tesla que funcionase. Lo primero, eso seguro, fotocopiarme a las ocho de la
mañana para que Álvaro Bis fuera a trabajar mientras yo me quedo durmiendo un
rato más. Luego sacaría al perrete sin prisas, y haría un poco de ejercicio, y avanzaría
un poco en la nueva escritura sin recorrido... O sea, vivir. El problema iba a
surgir cuando Álvaro Bis regresara al hogar. No íbamos a disputarnos el mando a
distancia, eso no, porque somos idénticos en los gustos, y a los dos nos mola
Broncano y la NBA, pero ya, para empezar, habría que poner dos platos, y dos
lavadoras, y dos de todo... Eso no sería problema: lo haría por una mujer aventurera, aí que cómo no iba a hacerlo con mi clon, que soy yo mismo. Lo que pasa es que, como dicen en la
película, cuando tu clon descubre que dependes de él para seguir con el truco,
estás en sus manos, y una de dos: o cedes en todo, y te conviertes en su esclavo, o le asesinas -o sea, te asesinas- o tienes
que inventarte otro número para seguir de vacaciones.
La gran estafa americana
Tengo un amigo con el que coincido en todo lo importante y en casi todo lo accesorio. Quizá por eso es mi amigo, claro. Pero hay un tema en el que no coincidimos jamás, y que a veces abre brechas que amenazan con la ruptura. Visto desde fuera, que al le gusten las mujeres así y a mí me gusten las mujeres asá puede parecer un asunto baladí, una tontería para discutir alrededor de unas cervezas. Pero los dos sabemos que hay disparidades que no se pueden tolerar, porque está en juego el honor de nuestras amadas, su reputación de mujeres sin par, y a veces, enardecidos, y hasta coléricos, heridos en nuestro orgullo, es como si combatiéramos montados a caballo, lanzas en ristre, sin levantar el culo de la terracita donde se está tan ricamente a la sombra.
El caballero oscuro: la leyenda renace
La continuación de El caballero oscuro ha sido un bajón en el ánimo del cinéfilo, y una decepción, en el jolgorio del niño. Hay hostias, sí, por doquier, explosiones y persecuciones de mucho decir ¡oh!, y ¡ah!, que ya dábamos por consabidas. Pero no siempre se entiende muy bien a cuento de qué vienen. Hay mucho ruido, mucho lío, una banda sonora atronadora… Yo ya estoy algo mayor para estas pirotecnias, y el chaval, a mi lado, se tapaba los oídos con la música altisonante. Batman, en su imaginación traicionada, es un personaje que anuncia sus apariciones con una música siniestra, sibilina, más de película de terror que de fanfarria de americanos luchando por la Libertad. Qué cansinos son, los americanos, con el temita…
El caballero oscuro
El caballero oscuro es una película perfecta, para quien esto escribe. Satisface la cinefilia del adulto con un guion sin respiro, dos actores que encogen los huevecillos y una reflexión profunda sobre las aguas turbias de nuestro pozo. Y, por otro lado, deja maravillado, con la boca abierta, casi sin dejarle probar las palomitas, al niño que siempre quiso ser Batman jugando en la calle con los amigos. Es la película soñada, pluscuamperfecta, que nunca se pudo rodar cuando nosotros, de chavales, en la calle de León por la que no pasaban ni los coches, jugábamos a los superhéroes entre los ladrillos de un muro que parecía como de Belchite en 1937, derruido por un bombardeo, o por un cañonazo, que nunca supimos muy bien qué era aquella ruina que cerraba la calle por arriba, y nosotros, por darle una explicación que nos viniera de perlas, nos imaginábamos que era la obra de Galactus, el Devorador de Mundos, que había venido a destruir nuestro barrio del mismo modo que en los tebeos se ventilaba los rascacielos de Nueva York con un soplido.
Le Mans '66
Como esto del confinamiento va para largo, y además creo que he pillado el virus de la tontuna, he desperdiciado la tarde con otra película que ni me va ni me viene, como la de ayer de Los Vengadores. Le Mans ’66 es una película de coches de carreras, viejunos, del año 66 precisamente, pero que corrían casi tanto como los de ahora, o incluso más. Se ve, por lo que cuentan en la peli, que aquellos tipos iban como locos, a velocidades de vértigo, matándose por las curvas, en coches que pesaban cada vez menos y aceleraban cada vez más. Y que en esto, para poner freno, y salvar vidas, la tecnología del automóvil ha ido involucionando para poder evolucionar, y ha bajado las revoluciones del motor para que ahora, en el año 2020, los coches no anden ya por los 400 kms/h o más, como aviones a punto de despegar de la pista.
El vicio del poder
El vicepresidente de los Estados Unidos es básicamente un monigote que se sienta en su despacho a esperar que el presidente fallezca, o le fallezcan, o anuncie su dimisión con gruesos lagrimones frente al televisor. Un eterno suplente que chupa banquillo a la espera del infortunio o la defenestración. Mientras tanto, para no perder del todo la forma, ni el contacto con la plebe, el vicepresidente se dedica a dar charlas en foros secundarios, a inaugurar obras de poco calado, a recibir a mandatarios de medio pelo con la cubertería que ya no usan en el Despacho Oval.
Las flores de la guerra
Hace un par de años, en Ciudad de vida y muerte, conocimos la toma de Nanking por los japoneses, y la herida que aquello abrió en el orgullo del pueblo chino. Aunque la memoria flaquea, y todos los salvajismos guerreros terminan por parecerse, uno guarda el recuerdo de una gran película, aunque el relato de las atrocidades fuera, como no podía ser de otro modo, maniqueo y parcial.