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Jojo Rabbit

🌟🌟🌟🌟

Hay que tener muchos huevos para hacer una película como "Jojo Rabbit" en los tiempos que corren. Y luego tener mucho talento para resolverla sin pisar demasiados callos, sólo los consabidos, los que crecen en los pies de los hipersensibles sin remedio. Hay que arriesgar mucho, de narices, para cerrar la película con los dos chavales bailando “Heroes”, la canción de David Bowie, que se compuso 32 años después de que Hitler asesinara a Blondie en el búnker de Berlín.

Un pasote, desde luego, soltar este anacronismo que podría haber quedado ridículo, metedúrico de pata, pero que sólo dura un segundo en la perplejidad del espectador. Al principio no sabes cómo reaccionar, pero luego, recompuesto de la sorpresa, ya no puedes evitar la sonrisa, ni la lágrima de emoción, porque mira que es bonita la canción, y mira que viene a cuento su letra, que trata de dos seres desangelados que necesitan creerse eso mismo: héroes, reyes por un día de su ciudad hecha pedazos. De sus vidas colgadas de una interrogación.

 Hay que medir mucho el chiste, la caricatura, para que Adolf Hitler haga de amigo imaginario del pobre Jojo y su presencia no provoque la náusea ni la indignación. En otros tiempos, Taika Waititi -que es el artífice de estos saltos al vacío- podría haber ido incluso más lejos: se nota que en algunos momentos de la película se contiene, que el cuerpo le pide más marcha… Pero son malos tiempos para la lírica, como cantaba Germán Coppini, y también para el sentido del humor. Taika Waititi podría haber sido el séptimo Monty Python si hubiera nacido en otro tiempo, y en otro lugar. Ahora los Monty Python posiblemente no podrían ni existir.

Internet, que parecía el logro definitivo, el universo expandido del humor sin limitaciones se volvió en nuestra contra. Dio altavoz a los listos, pero también a los tontos, que son más propensos a expresarse.



   

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The Mandalorian. Temporada 1


🌟🌟🌟🌟🌟

Llevo cuarenta y tantos años recorriendo los caminos de la Fuerza. Viajando en el puente aéreo que une la provincia de León con la galaxia muy lejana donde el Imperio y la República se disputaban los sistemas habitados. Donde los Sith y los Jedi se destripaban con las espadas láser que aquí en la Tierra nadie ha patentado todavía, porque serían el juguete más vendido de la historia, eso seguro, pero al mismo tiempo el más mortífero. Padres e hijos asesinándose sin querer, con la tontería... Llevo cuarenta y tantos años de carnet, de militancia, de proselitismo entre los amigos que pasan de Star Wars y prefieren ver las películas de Stallone, o las óperas de Puccini. Desde 1977 que no he parado de ver, de leer, de comprar, de contribuir a la fortuna millonaria de George Lucas bronceado en su rancho.  La de veces que habré soñado, y seguiré soñando, con subirme al Halcón Milenario si algún día aterrizara en este miserable planeta a coger provisiones, o a trapichear un poco de carbonita.

    Cuatro décadas de infantilismo y de tontuna, sí, y lo que te rondaré, morena, porque a estas alturas puedo asegurar que moriré embarcado en uno de esos viajes interestelares, frente a la tele, revisitando las películas, o asomándome a las series.. Quizá mañana mismo, quién sabe, de cualquier aneurisma traidor, mientras veo las aventuras de Mando, el mandaloriano, que es un primo de Boba Fett que se gana los garbanzos en el mundo caótico que dejó la muerte de Darth Vader, y el triunfo paleolítico de los osos amorosos. O tal vez dentro de treinta años, con suerte, de alguna cosa menos traicionera,  cuando alguien esté rodando en Hollywood la quinta trilogía sobre la familia Skywalker, o Disney + haya desarrollado la enésima serie que repase los mundos imaginados por el tío George.

 Será así, más o menos, porque el negocio no tiene pinta de detenerse. Del mismo modo que mi generación adoctrinó a sus hijos en las sabidurías de la Fuerza, ellos, nuestros padawans, adoctrinarán a los suyos en este frikismo que recorre las generaciones como la sangre fluye por nuestras venas. El día que con cinco años entré en el cine Pasaje a ver "La Guerra de las Galaxias", nadie imaginaba que aquello sólo era la primera aventura de una saga sempiterna y multiplanetaria. Una fuente inagotable que iba a saciarnos la sed el resto de nuestra vida. Aquel fue verdaderamente el día de mi segundo bautismo. El que borró todas las huellas que pudo haber dejado el primero.


                              

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Lo que hacemos en las sombras

🌟🌟🌟🌟

Yo he nacido para vampiro. Lo llevo en la sangre. Es ponerse el sol y me entran unas ganas locas de vivir. Durante el día vegeto, bostezo, hago como que entiendo a mis semejantes. Hace siglos que no me levanto de la cama descansado, risueño, con ganas de hacer cosas, y es por culpa de la luz, que se filtra por la persiana. O que ya se presiente, en los amaneceres invernales. Me ducho, tomo el café, saco al perrete, y ese primer contacto directo con el sol es contradictorio, por estimulante. Pero ahí termina la fotosíntesis de mis células. A partir de ese subidón, paso horas en hibernación, moviéndome entre las sombras. Y el caso es que gestiono con cierta solvencia los trabajos, los encargos, los platos en el fregadero. Nadie se queja en exceso, y la cuenta en el banco permanece más o menos estable. Se ve que he aprendido a disimular... O a trabajar en segundo plano, en subrutina, como los ordenadores, mientras estoy que me caigo por las esquinas. Suelo llevar, eso sí, cara de merluzo, de introspectivo, y la gente que me quiere dice que soy un tipo con “vida interior”, de pensamientos profundos, y no saben que en realidad voy medio muerto, medio vivo, alelado perdido, mientras el sol se mantiene orgulloso sobre nuestras cabezas. Y el verano ya está ahí, llamando a la puerta, aterrador… Summer is coming.



    Desde que amanece soy un Nosferatu que anhela el anochecer. Porque al anochecer empiezan las cosas que más me gustan de la vida: el fútbol de los grandes partidos, y las películas que necesitan el salón en penumbra. La mantita en el sofá. O ir de vinos nocturnos, con los amigos, o con los amores, a arreglar el mundo, a echarse unas risas, a besarse en los callejones. Y lo otro, claro, que mola mucho más por la noche, porque por la mañana todo es halitosis, y por la tarde siempre se anda de digestiones, te pongas como te pongas.

    Creo, en fin, que me lo pasaría de puta madre con estos tres golfos de “Lo que hacemos entre las sombras”, vampiros de verdad, residentes en Nueva Zelanda, que reviven a la misma hora que yo revivo, pero con doce husos de diferencia, claro, por lo de vivir en las antípodas. Son unos cachondos de la hostia, buena gente, exquisitos en las formas, y además ellos no tienen la culpa de ir por ahí asesinando a su sustento. Quedaría con ellos en fines de semana alternos, eso sí, porque vaya marcha que llevan, los tipos, vaya desparrame, el Vladislav, el Viago, y el Deacon, que tienen ochocientas castañas cada uno y están mucho mejor que yo, que sólo soy un vampiro de boquilla, de vocación, a caballo entre dos mundos, sin atreverme todavía a dejarme morder en el cuello.



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