La quimera del oro

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Existe la quimera del oro como existe la quimera del tiempo y la quimera del amor. La Santísima Trinidad. En alcanzarlas se nos va la vida como burros persiguiendo zanahorias. “Salud, dinero y amor”, como decía la canción. Porque qué es el tiempo, si no la salud prolongada. 

El tiempo es la quimera más cicatera de las tres porque se escurre a chorros entre los dedos. Cuanto más los cierras, mayor es el caudal desperdiciado. Encontrar tiempo supone desperdiciar tiempo buscándolo. Siendo una magnitud física, es un concepto absurdo y contraintuitivo. Y muy corto. Casi una broma de los dioses.

El amor también es, en última instancia, una magnitud física. Un calambrazo reproductivo en las neuronas. Un instinto más simple que un pirulí. Lo que pasa es que el “Homo sapiens” lo ha convertido en un barroquismo espiritual, en un leitmotiv para las poesías. El amor es una quimera, sí, pero no porque no exista, sino porque lo hemos divinizado en exceso. El amor es amistad más sexo y poco más. Que ya es muchísimo, por cierto. El amor es un contrato a medias carnal y a medias humanista, y lo otro sólo es el influjo de Hollywood.

La quimera del oro es la quimera más científica de todas. La menos... quimérica. Porque el tiempo, ya digo, es ilógico, y el amor, un constructo cultural. Pero ay, el oro... La pasta gansa: eso es matemático. Tanto tienes, tanto vales. O mejor dicho: tanto tienes, tanto te valoran. La cifra que consta en la cuenta bancaria no admite discusiones bizantinas ni concilios teologales. Es lo que es y punto. Y además, con el oro, puedes comprar más tiempo y amores más exclusivos.

No me extraña, pues. que estos trastornados de la fiebre del oro se jugaran el pellejo en los parajes nevados del Yukón. Hablo de Charlot, claro, pero también del tío Gilito, y de los mineros verdaderos. No es que atrapados en la ventiscas se comieran zapatos cocidos para sobrevivir: es que se hubieran comido a su mismísima madre en pepitoria. En eso, “La quimera del oro” -que es, por cierto, una obra maestra- se parece mucho a “La sociedad de la nieve” que pasaban el otro día.  




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Un rey en Nueva York

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¿Un rey repudiado por su pueblo que toma las de Villadiego con su espuria fortuna intacta? Joder, cómo me suena el argumento... ¿”Un rey en Abu Dabi”, quizá? No: es “Un rey en Nueva York”, pero jo, cómo se parecen al principio el rey Demérito y el rey Shahdov: los dos casados por conveniencia, los dos campechanos que te cagas, los dos enroscados con señoritas que podrían ser sus hijas o sus nietas... Los dos con unos papeles muy sustanciosos en la maleta que les sirven de salvoconducto: el rey Shahdov no sé que planos de la energía atómica, y el mayor de los Borbones, los putos contratos de la Alta Velocidad con Arabia Saudí. 

(“Un rey que genera inversiones y puestos de trabajo”, nos siguen diciendo los lameculos del Borbón,  conscientes de que ellos mismos le deben el oficio a su regio gobernar. Se trata del Chambelán Blanqueador del Ojete y sus cortesanos ayudantes). 

Pero hasta ahí llegan las similitudes entre la realidad hispánica y la ficción anglosajona. Porque “Un rey en Nueva York” no es una sátira sobre reyes con la cara muy dura y alargada, sino el ajuste de cuentas que Charles Chaplin le debía a Estados Unidos después de que en 1952 le negaran el visado de regreso. Estados Unidos le dio la pasta y la gloria pero nunca le trató como a un hijo verdadero. Chaplin era demasiado rojo, demasiado rijoso, demasiado británico en el pasaporte que nunca nacionalizó. Mientras sus películas daban pasta nadie se quejó en voz alta; en el momento que Chaplin empezó a flaquear en la taquilla, le confundieron con una perdiz en plena temporada de caza.

“Un rey en Nueva York” es la sátira muy personal de Charles Chaplin contra los EEUU de los años 50. Es la época de la Caza de Brujas, del Terror Rojo, del consumo de masas. De la invasión publicitaria que luego sirvió para crear esa maravilla de serie que es “Mad Men”... Fue la locura colectiva. Yo entiendo e incluso aplaudo al bueno de sir Charles, pero la película no funciona. No te ríes en ningún momento. Ni te emocionas. En 1957, "Un rey en Nueva York" ya era viejuna y algo rancia. Nos recuerda un internauta que sólo tres años después se rodó “El apartamento”. Parecen tragicomedias separadas por 50 años-luz. Casi de galaxias diferentes.





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Candilejas

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Dicen las malas lenguas que Chaplin contrató a Buster Keaton en “Candilejas” solo para humillarlo; para darle un papel ya no secundario, sino terciario, y dejar bien a las claras, en 1952, cuál de los dos genios había reinado durante más tiempo y sobre más espectadores.

Y no digo que no: es una teoría plausible dado el ego desmesurado de nuestro amigo. Los títulos de crédito iniciales son, eso, desmostrativos: el nombre de Chaplin aparece bien grande, y mucho rato, como si tuviera que descifrarlo un disléxico o un analfabeto, mientras que el resto del reparto parece la letra pequeña de una estafa financiera de la tele. A Claire Bloom y compañía hay que buscarlos casi con lupa, y pasan tan rápido por la pantalla que casi ni te enteras.

Las buenas lenguas, sin embargo, defienden que Chaplin contrató a Buster Keaton para hacerle un pequeño homenaje, y ya de paso, adecentarle un poco la cuenta bancaria después de tanto extravío monetario y de tantos litros de alcohol que corrieron por sus venas, mujer. Y también me parece plausible esta teoría. Porque es verdad que Chaplin era un ególatra que se creía emparentado directamente con Dios -como poco su cuñado, o su primo del pueblo-, pero también fue un hombre generoso con sus compañeros menos afortunados de Hollywood.

Así que puede que al final ambas teorías sean ciertas y compatibles, y que Chaplin, en "Candilejas", con su acostumbrada genialidad, matara cuatro pájaros de un tiro: ayudar a Keaton, rebajar a Keaton, hablar de su propia decadencia como cómico y jugar a ser seducido por una jovenzuela de 20 años cuando él ya contaba con 63. Otro subidón de ego para el señor. Porque mira que era rijoso y juguetón, nuestro querido sir Charles. Un picaflor. Un pillín. Tan bajito, y tan poquita cosa, pero en verdad un pichabrava y un saltimbanqui, y un camelador sin par del género femenino. Un suertudo, un fucker, un clavador, el tal Calvero. 



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Tiempos modernos

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El otro día, en internet, buscando el socialismo perdido, encontré a Charlot encabezando una manifestación de obreros que pedían trabajo y justicia salarial. Unos obreros de los del cine mudo, claro, de principios del siglo XX, lectores de Marx o de Bakunin que vestían pantalones de pana, camisas ajadas y viseras de estibadores. Los proletarios del mundo, que entonces marchaban unidos tras el fantasma que recorría Europa y las Américas.

Tardé varios segundos en recordar que esa imagen de Charlot pertenecía a “Tiempos modernos”, yo que la tenía por una obra maestra imborrable en el recuerdo. Son cosas de la edad...

La maquinaria capitalista ha reducido la película a un póster que venden en los centros comerciales -ése en el que Charlot se enreda entre las ruedas dentadas de la factoría- y ya hasta los viejos bolcheviques hemos caído en esa simpleza que edulcora las intenciones muy aviesas de la película. A ese fotograma tan descafeinado ha quedado reducida la denuncia de Charles Chaplin, que en realidad es pura dinamita y pura revolución. "Tiempos modernos" es una película subversiva. Comunismo de rock duro. No me extraña que revisando su filmografía terminaran por echarle de Estados Unidos, él que siendo millonario nunca olvidó sus orígenes miserables. Es una película tan moderna -porque la explotación es más o menos la misma- que han querido convertirla en un meme, en un chiste visual. En un póster para las habitaciones como aquella foto del Che Guevara. Menos mal que los cinéfilos zurdos la vemos de vez en cuando para recordar...

A Charlot, en la película, porque el capitalismo es siempre salvaje y no reconoce más autoridad que el beneficio, le dan hostias por todos los lados. Del derecho y del revés. A Charlot le explotan, le malpagan, le encierran en la cárcel cuando protesta. Le confunden con un ladrón, con un vividor, con un parásito social. Los maderos se emplean a fondo con su figura. Todo es como ahora, pero en blanco y negro, y con chistes de por medio.



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How to with John Wilson. Temporada 3

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Hasta hace un par de meses estaba convencido de ser el único espectador de “How to with John Wilson” en 200 kilómetros a la redonda. Son los que me separan de las primeras ciudades civilizadas del Noroeste. 

Y eso que no estoy abonado a HBO Max. Pero lo pirateo, claro, con subtítulos y todo, que bastante tengo ya con el atraco mensual que me perpetra Movistar +. Es el “Atraco perfecto” de Stanley Kubrick pero sin pistolas ni caretas, todo digital y con muchos saludos de cortesía. 

(Me dicen que ahora se han fusionado las dos plataformas... Pues bueno). 

El otro día, sin embargo, una instagramer a la que sigo por su sapiencia -y no por su físico, pues no lo exhibe- publicó su lista de series preferidas del año e incluyó “How to with John Wilson” en el repertorio de gominolas. Casi me dio un patatús: por un lado, la alegría de saber que no estoy solo en el mundo; por otro, el orgullo herido de quien se creía lobo solitario y espectador de gustos únicos y refinados. 

Le envié un comentario diciendo que me alegraba mucho de coincidir en los gustos y tal, pero ella, que dice vivir en Asturias y quizá no me vio demasiado lejos en el mapa, interpretó que estaba tirándole los tejos y se limitó a poner un corazoncito bajo mi entusiasmo medio fingido y medio cordial. 

Es quizá por eso que la tercera temporada de la serie me ha gustado algo menos que las dos anteriores. Puede que a nuestro reportero más dicharachero de New York City se le hayan acabado de verdad las metáforas y las retóricas, pero también cabe la posibilidad de que yo, al descubrir que ya no soy su único evangelista en los contornos, haya perdido un poco la entrega y el entusiasmo. No sé. 

De todos modos, "How to with John Wilson" sigue siendo una comedia modélica. El producto más original -por inclasificable- de las pantallas modernas. Cada vez salen más frikis y menos neoyorquinos. La América Profunda va ganando peso en las tramas. Después de todo, Nueva York es como Europa y ya no nos impresiona tanto. Los tarados de verdad, los alienígenas verdaderos, los imbéciles del culo y los tipos realmente peligrosos viven más allá de los Apalaches. 



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20.000 especies de abejas

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Mediada la película, y viendo que esto ya no tenía remedio, le envié un whatsapp al amigo que me la recomendó: “20.000 especies de moscas Tsé-Tsé...”. Él, por fortuna, es medio biólogo, así que me iba a pillar la ironía a la primera. 

Era la hora de la siesta y yo sé que él suele quedarse sobado tras las comidas. Yo mismo acababa de salir del sopor causado por Aitor/Coco/Lucía y su mamá desbordada entre las abejas. Pero pensé: “Que se joda si le despierto. Se lo merece, por haberme recomendado -no una, sino tres veces- este docudrama sobre la disforia de género que a mí, la verdad, ya me olía a castaña pilonga”. 

El amigo me respondió con dos emoticonos de carcajada y luego un silencio sepulcral. Pero yo me conozco estas respuestas: no son más que una tregua, la calma que precede a la tempestad. Me lo imaginé, nada más recibir el mensaje, afilando sus lengua para el próximo lance verbal, cuando nos reencontremos en la caminata o en la cervecería. Tiesas nos las tendremos, con esta historia que apenas daba para un cortometraje y al final duró dos horas que me parecieron eso, veinte mil.

Esa misma tarde -porque últimamente todo se entrecruza de un modo misterioso- yo leía en “La Maldición de Adán”: 

“Una de las diferencias anatómicas entre hombres y mujeres está en el hipotálamo, y su descripción es “subdivisión central del núcleo raíz de la estría terminales”, que llamaremos BST para abreviar. Lo único que nos interesa saber de momento es que el BST es dos veces y media más grande en los hombres que en las mujeres. [...] La asociación entre el BST y la identidad y orientación sexuales se encontró cuando un equipo de científicos holandeses realizó exámenes post mortem de los cerebros de seis transexuales de hombre a mujer, hombres que desde la infancia habían tenido la fuerte sensación de que habían nacido con el sexo equivocado”. 

Quiero decir que no hay que darle muchas vueltas al asunto. Hubiera bastado con que la mamá de Aitor/Coco/Lucía hubiera leído este párrafo para plantárselo en los morros a su familia tan católica: “¡Hostia, que no os enteráis!”. Y fin de la película, y del drama rural. 





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La sociedad de la nieve

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Lo jodido no es comerse un cadáver humano si te mueres de hambre. Al fin y al cabo, los católicos -y el avión estrellado en los Andes iba lleno de creyentes- se zampan a Jesucristo cada domingo y cada fiesta de guardar. Porque no es pan, sino carne, lo que entra por sus bocas y alimenta sus espíritus también famélicos y tambaleantes. 

No: lo jodido es tener que enfrentarte al cadáver cuchillo en mano. La partición de la sagrada hostia... Yo mismo soy carnívoro de otras especies porque me niego, conscientemente, a conocer el sistema de producción. Si no, otro gallo cantaría. Una vez tuve una novia que sólo podía comer carne si se la presentaban en forma de hamburguesa. Si la veía fileteada ya le entraban ganas de vomitar. En el accidente de los Andes no se habría comido mi carne, pero sí que me hubiera sacado los ojos.

Quiero decir que en los Andes todos fueron héroes -porque resistir la desesperación ya es un acto heroico de por sí, para el que yo, por ejemplo, no he nacido capacitado- pero los que tomaron el vidrio en la mano y se pusieron a trocear el primer cuerpo son más héroes que los demás. Ellos dieron el verdadero paso hacia la salvación.

Al terminar la película -que sin ser una obra maestra sí me dejó tocado y pensativo- me fui corriendo a la Wikipedia para conocer los detalles del accidente. Lo que descubrí es que es casi imposible caer lejos de cualquier ser humano que anda por ahí de arriero, o de montañista, o de anacoreta de las soledades. Los supervivientes parecían estrellados en el culo del mundo andino, pero en verdad, en línea recta, apenas le separaban unos kilómetros para encontrar la salvación: al oeste el gaucho chileno, y al este, un refugio de montaña que ellos por supuesto no conocían. Les fue matando la nieve y la ladera, pero no la lejanía. 

(Lo raro es que no anduviera nadie de La Pedanía por allí, en el glaciar, con la moto o con el coche. Mis vecinos se levantan con las gallinas y es a lo que se dedican todo el día: a rular. Sabe Dios hasta dónde llegarán antes de que la parienta les ponga la sopa para cenar).



 

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Toy Story 3

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De todos los juguetes que tuve en la infancia sólo conservo, en una caja de zapatos, aquellos soldaditos de plástico que fabricaba Montaplex. La última vez que los llamé a filas comparecieron unas 1500 unidades, pertenecientes a los países que combatieron en la II Guerra Mundial. Hay incluso soldados de la División Azul ateridos de frío. Uno de ellos es Berlanga y otro Luis Ciges. Pero también hay vikingos, y vaqueros, y guerreros medievales, y romanos con unos escudos que se caían todo el rato, y unos escoceses con sombreros de granaderos que no tengo ni puta idea de a qué guerra pertenecían.

Mis soldaditos fueron una vez enemigos encarnizados. Murieron y fueron heridos decenas de veces en las batallas que yo montaba en el cuarto de juegos, asaltando un Exin Castillos que a veces se desmenuzaba en un entramado de barricadas. Mis soldaditos, en aquellos encuentros sangrientos,se dispararon de todo y se dijeron de todo, pero ahora, ya firmado el armisticio de mi edad adulta, son amigos del alma como los juguetes de "Toy Story 3", y montan cuchipandas cuando yo me quedo sobado en la madrugada. En esa caja de zapatos hay una concordia de al menos treinta países que antes se odiaban. Una ONU en miniatura. Un ejemplo de paz para el resto del mundo. 

Con los demás juguetes ya no recuerdo lo que hice. Y mira que había juguetes queridos: mi único y carísimo Geyperman, y los dos Madelman, y los clics de Famóbil, y los Airgamboys, y el tren a pilas que era el pariente pobre del Ibertren...  Y las decenas de tanques cutrosos que acompañaban a los soldaditos de Montaplex en las batallas decisivas. Algunos se los regalé a no sé quién; otros los destrocé de puro jugar; y otros los perdí cuando los saqué a la calle para jugar con los amigos. También sé que algunos me los robaron en esas expediciones extramuros.

Otros los guardé para que mi futuro hijo jugara con ellos, pero mi hijo, cuando llegó el momento, no les hizo ni puto caso y terminaron otra vez en la caja de la esperanza. Luego hubo un divorcio, dos mudanzas, varios giros del destino, y la caja ya no sé dónde terminó. Espero que no acabara en una guardería de niños maltratadores, como esta Sunnyside de la película .





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