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Los destellos

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La trama de "Los destellos" gira en torno al personaje de Patricia López Arnaiz, esa mujer que vivía desentendida de su exmarido y que de pronto, por el prurito moral, y porque a veces los hijos son más maduros que sus padres, se ve obligada a cuidarle en sus últimos meses de vida. “Los destellos” es una película que habla de las responsabilidades que adquirimos cuando decimos seriamente “te quiero”, o “te amo”, aunque ya hayan pasado tantos años, y tantos amantes por el medio, que nos creíamos libres de cualquier obligación.

Yo tendría que hablar de ella, de Patricia, de su personaje, de su tránsito moral por la película. De su belleza, incluso, aunque solo fuera una línea, para dejar constancia de mi arrobo. Pero es difícil, en mi caso, no quedarme clavado en ese hombre al que interpreta Antonio de la Torre: un cincuentón solitario, con perrete, con las estanterías llenas de libros, con un trabajo poco exigente que le deja tiempo libre para leer, para releer, para atreverse con escrituras que nadie le va a publicar a no ser poniendo dinero de su propio bolsillo. Un hombre que invierte muy poco en decoración y sí mucho en estanterías. Un "dejao" que ya tiene más ovejas blancas que negras pastando entre su barba, y que también es, sospechamos, menos para su hija, como yo para mi hijo, un poco oveja negra de su rebaño. 

De momento, gracias a los dioses, yo todavía no he caído enfermo de nada grave que requiera cuidados cercanos y constantes. Todo el mundo juega un número en la lotería del infortunio, pero a estas edades que antiguos romanos encabezaban con una L la desgracia cotiza al alza y puede sobrevenir en cualquier momento: ahora mismo, incluso, mientras escribo, o cualquier día de estos, escuchando al médico que hay una cifra preocupante en el análisis rutinario. 

¿Quién me cuidaría entonces? Conozco la respuesta y me da mucho miedo. Y aún diría más, como apostillarían Hernández y Fernández: ¿a quién tendría que cuidar yo si la desgracia desviara el tiro hacia otra diana? Más miedo me da todavía. “Los destellos” es una gran película que ha venido a joderme el día y la marrana. Es lo que tienen las grandes historias apegadas a la vida. 




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20.000 especies de abejas

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Mediada la película, y viendo que esto ya no tenía remedio, le envié un whatsapp al amigo que me la recomendó: “20.000 especies de moscas Tsé-Tsé...”. Él, por fortuna, es medio biólogo, así que me iba a pillar la ironía a la primera. 

Era la hora de la siesta y yo sé que él suele quedarse sobado tras las comidas. Yo mismo acababa de salir del sopor causado por Aitor/Coco/Lucía y su mamá desbordada entre las abejas. Pero pensé: “Que se joda si le despierto. Se lo merece, por haberme recomendado -no una, sino tres veces- este docudrama sobre la disforia de género que a mí, la verdad, ya me olía a castaña pilonga”. 

El amigo me respondió con dos emoticonos de carcajada y luego un silencio sepulcral. Pero yo me conozco estas respuestas: no son más que una tregua, la calma que precede a la tempestad. Me lo imaginé, nada más recibir el mensaje, afilando sus lengua para el próximo lance verbal, cuando nos reencontremos en la caminata o en la cervecería. Tiesas nos las tendremos, con esta historia que apenas daba para un cortometraje y al final duró dos horas que me parecieron eso, veinte mil.

Esa misma tarde -porque últimamente todo se entrecruza de un modo misterioso- yo leía en “La Maldición de Adán”: 

“Una de las diferencias anatómicas entre hombres y mujeres está en el hipotálamo, y su descripción es “subdivisión central del núcleo raíz de la estría terminales”, que llamaremos BST para abreviar. Lo único que nos interesa saber de momento es que el BST es dos veces y media más grande en los hombres que en las mujeres. [...] La asociación entre el BST y la identidad y orientación sexuales se encontró cuando un equipo de científicos holandeses realizó exámenes post mortem de los cerebros de seis transexuales de hombre a mujer, hombres que desde la infancia habían tenido la fuerte sensación de que habían nacido con el sexo equivocado”. 

Quiero decir que no hay que darle muchas vueltas al asunto. Hubiera bastado con que la mamá de Aitor/Coco/Lucía hubiera leído este párrafo para plantárselo en los morros a su familia tan católica: “¡Hostia, que no os enteráis!”. Y fin de la película, y del drama rural. 





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Ane

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“La culpa es de los demás...”. Esto lo que Lide se repite a todas horas cuando Ane, su hija, perpetra -o dicen que perpetra- actos terroristas. Para su madre, Ane es una adolescente como todas las demás: un poco terca, quizá, un poco cabronceta y bastante mal hablada, pero en el fondo una buena persona. Nada que ver con la purria del vecindario, o con sus amigas del instituto, que la que no es fea resulta que es tonta, o viceversa. Además, Ane saca unos sobresalientes de la hostia, casi sin esforzase, grillándose las clases sólo para demostrar que puede sacar los contenidos con media meninge, y media hora de empollamiento, y no -como insinúan los profesores, y balbucean sus compañeras- para irse por ahí a liarla, a la kale borroka, a planear movidas, a acicalar zulos, a vigilar a futuros desgraciados. Todo eso son habladurías, envidias, gilipolleces que la ciencia ya ha refutado mil veces porque ser inteligente y ser buena persona es exactamente lo mismo, dos caras de la misma moneda, y Ane, bueno, es el vivo ejemplo.

Y da igual que a Lide, la madre coraje, le presenten pruebas abrumadoras contra su hija: que la hayan pillado rajando ruedas, o robando dinero, o lanzando cócteles molotov... Sí, es Ane, pero no es Ane, a ver cómo lo explico. No son sus genes, eso desde luego, porque asumir eso sería como asumir que yo misma tengo parte de culpa, que vengo de una estirpe medio tarada, y por ahí no paso. La culpa de que Ane haga esas cosas -insisto, si las hiciera, o las hiciese- es de su padre, que es un divorciado lamentable que vive con su madre; o de su madre misma, la suegra, que todo lo soluciona rezando. La culpa es, por supuesto, de los profesores, que nunca la han entendido, y de sus compañeras, que nunca la han aceptado, y del sistema, que nunca la ha encarrilado.

Y así toda la película... En fin... La culpa, querida Lide, no es de nadie. Guarda toda tu rabia. Los hijos son como son. La gente es como es. Los hijos nacen, crecen, y luego, antes de reproducirse -o no- salen por Antequera, o por Gasteiz, a su puto rollo. Que encajen más o menos en el mundo sólo es cuestión de suerte.



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