Bill Burr: Paper Tiger

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Hace años, cuando el señor Facebook todavía no había entrado en coma profundo, el amigo de una amiga me preguntó allí por la razón de que yo escribiera con tanto ahínco y obcecación, casi un post a diario. Antes de responderle me abrió su corazón y me confesó que él escribía para aportarle belleza al mundo y para hacer terapia del espíritu con sus palabras. El rollo habitual, vamos. El discurso canónico. El clásico autoengaño. Si al menos me hubiera dicho que escribía porque soñaba con la gloria y con los dineros... Porque yo eso lo entiendo.

Juro que iba a contarle una mentira que estuviese a la altura de su impostura –“escribo para entenderme mejor”, “para crear arte  con el pensamiento”, “para aportarle al mundo mi visión particular de las cosas”- pero decidí soltarle la cruda y la pura verdad: que yo sólo escribo para llamar la atención de las mujeres. Que al no ser guapo, ni rico, ni especialmente gracioso ni ocurrente, la escritura es mi último recurso para distinguirme un poco entre la multitud. Mi clavo ardiendo. Mi escritura -le expliqué- es el anzuelo que yo lanzo al río para que pique algún pez despistado. Le recalqué que si yo hubiera nacido con los ojos azules no habría escrito una puñetera palabra en mi vida. ¿Qué sentido tendría entonces este esfuerzo, esta desazón, esta comedura de tarro, si solo con entrar en el bareto las tías ya posarían en mí su mirada?

(El tipo, por supuesto, jamás me respondió. Al día siguiente me retiró su amistad y se disolvió para siempre en el mar de la literatura. Debió de pensar que yo le vacilaba. Ay, criatura mía...).

Cuento esto para explicar que he visto “Tiger Paper” y que no quiero meterme en demasiadas profundidades. Conocía a este cómico llamado Bill Burr por referencias impecables y me picaba mucho la curiosidad. Ahora ya me he rascado a gusto. Y joder, con el gachó... Y decíamos que Ricky Gervais se pasaba tres pueblos... Solo voy a decir que... no, mejor no digo nada. No quiero que los peces se asusten o me malinterpreten. Sólo una cosa: Bill Burr no ha votado a Irene Montero en las elecciones europeas de la semana pasada. Además no podría, porque él es norteamericano.





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Altsasu

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Me jode, y mucho, tener que simpatizar con los Indar Gorri mientras veo la serie “Altsasu”. Porque los Indar Gorri son esos desalmados que le tiraban botellas a Michel cuando lanzaba los corners en el viejo campo del Sadar. Ahora el Sadar se llama Reino de Navarra y los Indar Gorri, la verdad, se han vuelto un poco más civilizados. Se limitan a exhibir sus pancartas, sus ikurriñas, a cagarse en el Real Madrid y a cantar el “así, así...” y otros himnos que ellos creen muy antifascistas. Pues bueno: mientras la fuerza se les vaya por la boca vamos todos de puta madre. En los tiempos modernos, con la multicámara en los estadios y la abolición de la impunidad, ya ni al bestiajo más abertxale se le ocurre lanzar un mechero para romper la crisma de un stormtrooper vestido de blanco y reclutado en algún planeta lejano de la galaxia.

Pero mientras veo "Altsasu" no me queda otra. Puesto a elegir una de las dos versiones que aquí se confrontan*, yo me quedo con lo que cuentan los Indar Gorri ante el tribunal: que se toparon con los menetéricos -que iban fuera de servicio- en un bar nocturno, que empezaron a lanzarse las puyas consabidas y que alguien, con el acaloramiento, soltó un empujón para romper la barrera del sonido y dar lugar a una pelea trifulca que terminó con un tobillo roto de la autoridad. ¿Un acto terrorista? Vamos, anda... Yo entiendo que en ese momento, siendo un menetérico destinado en Nafarroa, se te pase de todo por la cabeza. ¿Pero un acto terrorista...? Corrían los tiempos de M. Rajoy en el gobierno y había que seguir dándole leña al mono. Los votantes así lo demandaban. Hoy en día, con el Perro en el gobierno, este abuso legal de los fiscales filofascistas seguramente no hubiera llegado a tanto. O sí...

* Confrontar, lo que se dice confrontar, tampoco... Los responsables de “Altasu” tienen muy clara cuál es su verdad y apuestan hasta la camisa por ella. Editorializan con la banda sonora y con los jetos de los actores, entrañables los euskaldunes y medio nazis los meseteños. Tampoco se me escapa que al final tuvo que haber una mala bestia que le partiera el tobillo al guardia civil. Fuenteovejuna, y tal, aunque sea literatura del invasor.




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Un día de juerga

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Mientras Chaplin rodaba “El chico” y se enredaba con sus perfeccionismos obsesivo-compulsivos, los jefazos de la “First National”, que era la compañía que distribuía sus películas, se impacientaban porque no tenían más mercancía que llevar a las pantallas. Chaplin era un negocio redondo y todo el mundo quería comprarse su chalet con piscina en Beverly Hills o en barrios aledaños. 

(Todo esto, por supuesto, acabo de leerlo en internet).

Chaplin, para cumplir los contratos firmados, rodó este cortometraje que apenas dura 20 minutos y que despachó en apenas una semana usando el mismo elenco de “El chico”: Edna Purviance para interpretar a la esposa y Jackie Coogan para hacer de uno de los chiquillos. Porque “Día de juerga” es un título equívoco que remite a un Charlot borracho o a un Charlot empalmado, la típica comedia del vagabundo rijoso que siembra el caos por California, cuando en realidad se trata de una historieta en la que no aparece ni el personaje Charlot. “Día de juerga” es puro mainstream familiar que podría estrenar perfectamente el Disney Channel si allí le dieran una oportunidad al blanco y negro y a sus mil grises intermedios.

Mientras veía a la familia Chaplin pasar su día de fiesta entre atascos de tráfico y mareos en el mar, yo pensaba en esas mujeres que tienen más o menos mi edad y que también buscan el amor en las redes sociales de Cupido y Asociados. Divorciadas que tuvieron sus críos cuando cumplieron 40 años, o incluso después, y que ahora, ya superados los 50, todavía los sacan a los parques y les aguantan las jatas y los caprichos de preadolescentes. Me admiran, pero al mismo tiempo las veo algo superadas. Me fatigo ante el espectáculo. Ya estoy más para abuelo que para padre. Mis “días de juerga” familiares quedan tan lejos que ya pertenecen a otra vida. Mi hijo es un adulto que ve conmigo los partidos del Madrid y analiza las circunstancias del juego como los comentaristas de la tele. Ya son, desde luego, unas juergas muy distintas a las de este cortometraje.





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Al sol

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En 1919, los empleados de la hostelería recibían patadas en el culo para que cumplieran con su trabajo. En algo hemos avanzado. Mil elecciones democráticas después, la lucha obrera alcanzó al menos uno de sus objetivos. El abuelo Karl sonríe satisfecho desde su tumba y yo estoy por sacar la bandera roja a pasear.

Hay un fulano en internet que se ha puesto a contar las patadas que recibe Charlot en el culo y le salen 22. Casi una por minuto de metraje. Insisto en que el empresario moderno, el emprendedor del siglo XXI, ya no trata así a sus empleados. Y solo por eso ya cree merecer un monumento en cada plaza y en cada centro comercial. Y sin embargo ahí están, vilipendiados por los rojos, y despreciados por la misma gente que vive gracias a ellos. Morder la mano que da de comer y todo eso.

Eso sí: Charlot, a pesar de ser un trabajador explotado en aras del turismo, vive en una habitación dentro del hotel que no está nada mal, dada su condición subalterna. Su apartamento tiene una cama, una cómoda y un pequeño baño para asearse. Es verdad que carece de una mesa decente para comer, pero como vive en el mismo hotel aprovecha las dependencias para freírse los huevos y prepararse los cafés. Su habitación, quiero decir, no es un zulo al estilo del siglo XXI anunciado en Idealista: ahora ya no recibes patadas en el culo como él, pero te vas dando coscorrones contra los techos y deshollándote los codos contra las paredes.

“Al sol” es un Chaplin venido a menos. Un desayuno muy proletario de café descafeinado y churros sin azúcar. Leo en internet que su rodaje le pilló en mitad de un divorcio y que además estaba en litigios con la empresa que distribuía sus películas. Chaplin, en eso, era como los futbolistas geniales que salen al césped desganados porque discutieron con la top-model o porque no les pagan lo que quieren por llevar las botas de tal marca. En “Al sol” apenas hay un ramillete de detalles, de ocurrencias que queden para el recuerdo. Un pase filtrado y un control espectacular. Poco más. La ley del mínimo esfuerzo. 




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Armas al hombro

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A Chaplin, en 1914, siendo británico y en edad de merecer, le llovieron las críticas por no alistarse en el ejército en la I Guerra Mundial. Mientras sus compañeros de quinta caían como moscas en las trincheras de Francia, él rodaba sus películas para la Keystone o para la Essanay entre los naranjales de Hollywood. Interpelado por los periodistas, Chaplin adujo compromisos contractuales y añadió: “Soy más útil para mi país rodando películas que arrancan carcajadas y levantan la moral”. 

(No voy a ser yo quien denuncie el cinismo o el oportunismo de tales palabras porque hubiera hecho exactamente lo mismo. ¿Ir a pegar tiros para defender los privilegios de la infanta Leonor o las inversiones en Moldavia del Banco Sabadell?).

Sin embargo, en 1917, cuando Estados Unidos decidió entrar en la guerra europea, Chaplin ya no pudo escaquearse. No alistarse suponía traicionar a dos países a la vez, el natural y el de adopción, así que hizo de tripas corazón y se presentó en las oficinas de reclutamiento. Cuentan que al verle tan canijo y tan poquita cosa, los médicos del ejército se echaron unas carcajadas y le devolvieron a Hollywood con unas palmaditas en la espalda. “Hala, don Charles, a rodar comedias, que buena falta nos hacen, y a triscar con las actrices,..”

Y así, a medio camino entre el alivio y la frustración, Chaplin decidió rodar un largometraje sobre la Gran Guerra que luego, por aquello de los productores y de sus manías de perfeccionista, se quedó en este cortometraje titulado “Armas al hombro”. Te ríes mucho porque hay ocurrencias geniales, pura mitomanía de Charlot, pero también se te hiela la sonrisa cuando recuerdas que en la Gran Guerra combatió su doppelganger nacido en Austria, otro canijo moreno que llevaba el mismo bigotito ridiculón. 

Noventa años después de todo esto, Quentin Tarantino rodó una fantasía bélica en la que Adolf Hitler moría antes de tiempo achicharrado en un cine. Pero esto de “Malditos Bastardos” ya lo había inventado Chaplin en “Armas al hombro” haciendo prisionero al káiser de sombrero puntiagudo. Al final era un sueño, sí, pero los sueños cine son, como cantaba Luis Eduardo Aute. 





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Vida de perro

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Yo, con los perretes, soy igual que Isabel I de Inglaterra: si sale uno en la función, ¡obra maestra! Las obras de Shakespeare las podría haber escrito Perico de los Palotes y a ella le hubiera dado lo mismo. Lo importante eran los perretes y sus gracietas. Creo que es la única monarca de la historia a la que respeto de verdad. Bueno, a ella, y a Letizia Ortiz, pero por otras razones más inconfesables. 

Recuerdo que al padre de un amigo mío le pasaba lo mismo con los caballos: si salía uno cabalgando por las praderas de Wyoming para él ya no había discusión: la película era cojonuda. Cualquier western de serie B le parecía mejor que “Ciudadano Kane” o que “Casablanca”, que no eran más que mariconadas con  llantos y  amoríos. Cine para mujeres y para hombres a medio cocinar.

En mi cinefilia, si el perrete no tiene pedigrí y además se comporta como un vivales de los callejones, pues mira: un clásico de la historia del cine. “Scraps”, el perrete de Charlot en "Vida de perro", se parece un huevo a mi Eddie, que dormía a mi lado en el sofá, y eso, quieras o no, crea un vínculo instantáneo con los personajes. Scraps y Eddie son bicolores e inquietos, muy atrevidos cuando no conviene y muy tímidos cuando la situación no lo requiere. Unos tontuelos entrañables... Yo, por mi parte, no soy un vagabundo de lo económico, pero sí un poco trashumante de lo romántico, y eso, la verdad, es un poco la antítesis del personaje de Charlot, que con sus bolsillos vacíos y su peste de varios días sin duchar siempre se camela a la guapa de la película. 

“Vida de perro”, en los tiempos modernos, no hubiera pasado el filtro de la ley Mordaza porque Charlot patea el culo de varios policías de barrio que lo vigilaban. Los maderos de entonces, como los de ahora, siempre están más preocupados en perseguir al pobre que en encarcelar a los causantes de la pobreza. Ya decía  el personaje de Jennifer Jason Leigh en “Fargo” que los agentes de la ley están para defender los muros de la clase dominante y no para otros menesteres que casi rayan con la subversión y con el comunismo. 




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Larry David. Temporada 6

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Es verdad que hay episodios de “Larry David” que lo fían todo a unas casualidades prácticamente inverosímiles. A encuentros con Fulano o a tropezones con Mengana que tienen una probabilidad ínfima de suceder. Si Larry David viviera en La Pedanía sería todo más verosímil. De hecho, estas cosas a veces pasan por aquí... Pero él vive en Los Ángeles, que tiene como cuatro millones y pico de habitantes, y sin embargo, en la serie, parece un vecindario de aldea donde todo el mundo coincide con todo quisqui en los restaurantes o en las colas de las lavanderías.

También es verdad que hay algunos episodios mal rematados, que terminan porque el reloj de la HBO marca 29 minutos y ya es hora de ir cerrando el chiringuito. A veces se nota mucho que los diálogos se improvisan: aunque el actor o la actriz sepan de qué va la vaina de la trama, no encuentran las palabras justas para arrancar y se produce un silencio que ellos rompen con sonrisas de amiguetes. A veces se atrancan en la misma línea de diálogo y se producen conversaciones como de besugos de cómics de Bruguera, del estilo: 

- Tienes que salir de casa, tío.

- Sí, lo haré.

- Salir de casa es la decisión correcta, colega.

- Estoy decidido: sí.

- Vamos, Larry, tienes que salir de casa.

Quiero decir que “Larry David” no es una serie perfecta. No es un diamante sin defectos. En realidad ninguna serie lo es. “Seinfeld” tenía episodios para olvidar, “Los Soprano” concedía mucho tiempo a los secundarios, “The Wire” tenía una temporada que se podrían haber ahorrado y “Breaking Bad”... bueno, algo malo también tendría "Breaking Bad". Incluso “Mad Men” se cargó a January Jones convirtiéndola en una arpía con 20 kilos de sobrepeso y mil maldades en la cabeza. 

Las mejores series de nuestra vida lo son porque hacemos un balance general, porque nos llegan al alma, porque hablan de nosotros mismos o de alguien que nos gustaría ser en un mundo ideal. Porque ratifican una filosofía personal y nos las creemos a pesar de las incongruencias y los vaivenes. Porque siendo disparatadas poseen un poso de verdad que es casi como una revelación divina, amén de ser un puro descojone.




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Yo capitán

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Para desempeñar los trabajos que los europeos ya no queremos desempeñar -eso que los fascistas llaman “robarnos el empleo”- los subsaharianos, que como su mismo nombre indica viven por debajo del desierto del Sáhara según la orientación eurocentrista de los mapas- tienen que atravesar dicho desierto y luego el mar Mediterráneo para desembarcar en nuestras playas y exigir ser tratados como señoritos. Es decir: nada de pelotas de goma en la jeta y asistencia sanitaria a los enfermos. Unos caraduras.

Para venir a restregar grasa, limpiar culos, fregar platos y barrer las calles (y eso cuando hay suerte), los subsaharianos -que yo me empeño todo el rato en describir como “sudsaharianos” a pesar de lo que recomienda la Fundéu- tienen que atravesar no sólo el gran desierto y el ancho mar, sino vérselas también con muchos hijos de puta que les sangran el dinero o se lo roban directamente. En el Sáhara, por lo visto, aprovechando que no hay leyes promulgadas por los rojos, el empresariado se ha quitado las caretas y dispone a su antojo de las haciendas y de las vidas. La Escuela de Chicago en la Universidad Desértica de Las Arenas...

El touroperador que se encarga de organizar estos viajes desde Senegal hasta las costas de Sicilia no tiene oficina de reclamaciones ni ofrece un servicio de acompañamiento diplomado. Nada de resorts en los oasis ni de camellos engalanados. No hay todoterrenos último modelo ni servicio de ferry para cruzar el Mediterráneo. El viaje se hace en autobuses destartalados y en zapatillas deportivas. No se espera por nadie. Maricón el último, que dirían los barones del PP. Y las baronesas. Y luego, llegados a la orilla del mar, después de haber pasado las de Caín, todos a la mar y a rezar al dios Poseidón a bordo de un barco que tiene más planchas con herrumbre que planchas sin herrumbrar. 

Para venir a quitarnos el pan y a colapsar las citas en la Seguridad Social, esta gente arriesga su vida como no lo haríamos ningunos de nosotros si algún día, los dioses no lo quieran, tuviéramos que coger la maleta para regresar a Cuba, o a Alemania, donde vivía Pepe el de la otra película. 





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