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La diplomática. Temporada 2

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En un salto dramático digno de Ramón Tamames, Keri Russell ha pasado de ser comunista en “The Americans” a detentar el cargo de embajadora de Estados Unidos en el Reino Unido. Su papel de diplomática al servicio del Imperio no es sólo un reto actoral, sino también atlético, al borde del deporte extremo, porque Keri se pasa la serie peregrinando de salón en salón y de reunión en reunión, cambiándose mil veces de peinado y de indumentaria -me chifla cuando va tan desastrada como yo- para acudir a la cena de gala o a consultar cosas alegales con los chicos de la CIA. 

Keri va siempre a pijo sacao, o a coño sacao, siempre desbordada en el último momento por un cliffhanger que anuncia el regreso vengativo del comunismo.

Max, mi antropoide interior, bebe los vientos por Keri Russell. Nos ha jodido... Ella es la mujer ideal que él desearía para mí. Max, por supuesto, es el Ello freudiano al que le cuesta aceptar la realidad. El niño antojadizo. El rijoso caprichoso. Yo trato de explicarle que mujeres como Keri, en las redes del amor, sólo las encuentras a 200 kilómetros de distancia y a varios pársecs de indiferencia. Pero Max, por su propia naturaleza psíquica, anclada en el antropoide más bien mastuerzo y soñador, se tapa sus orejotas y saca su lengua sonrosada para emitir un sonido gutural que me silencia y me desespera. 

Como yo -valga la redundancia- ejerzo de Yo freudiano en esta relación, tengo que explicarle que ahora está muy mal visto decir que tal actriz es muy guapa o que sale muy favorecida en las ficciones. Que eso, lejos de halagarla, la ofende y la cosifica. Pero como no me hace ni puto caso, tengo que asumir la responsabilidad de escribir que Keri Russell es una actriz soberbia que clava ese personaje que lo mismo riñe a su marido metomentodo que aguanta la bronca de C. J. Cregg, ahora ascendida a vicepresidenta del Gobierno. 

(En un momento de máxima tensión geoestratégica, el Primer Ministro de Gran Bretaña llamó a nuestra Keri “maldita esmirriada” y Max y yo saltamos al unísono del sofá muy ofendidos e  indignados. Él como paladín de su belleza y yo como don Quijote de su virtud).





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Larry David. Temporada 8

🌟🌟🌟🌟🌟

Los amigos y enemigos de Larry David no pertenecen a mi ecosistema funcionarial. Ellos, por ejemplo, no miran el precio de los artículos cuando bajan al supermercado. Compran lo que les apetece y ya está. Supongo que la mayoría, en su juventud, cuando soñaban con triunfar en el show business o con emparentar con alguien que triunfara, sí sabían lo que era una oferta o una marca blanca de confianza; pero ya llevan tanto tiempo despreocupados de las etiquetas que han olvidado incluso los conceptos. 

Y quien dice una tarrina de helado o unas lonchas de jamón dice un Mercedes último modelo o un hotelazo en las Bermudas. De entre las muchas definiciones que distinguen a los ricos yo creo que ésta es la más simple y funcional: no mirar el precio de las cosas cuando a uno le apetecen. (Y sí, ya sé que también hay proletarios del mundo que se comportan como manirrotos. Pero ellos, que no son ricos de cartera, si son, al menos, millonarios de espíritu).

Quiero decir que yo, como bolchevique que soy, siempre votando al ala más dura de las candidaturas electorales, debería de sentir repelús por esta gente que lo tiene todo y se queja por naderías. Las tramas de “Larry David” siempre son gilipolleces que alteran por minutos o por horas la vida de estos fulanos y de estas menganas. Casi nunca es nada trascendental o definitivo. En el mundo de Larry no existe el subsidio de paro, la Seguridad Social, el colegio cochambroso, el restaurante sin recepcionista.. Y sin embargo, no sé por qué, me siento uno más de la pandilla. Podría ser la envidia cochina, pero no. Son... algunos gestos. Larry, por ejemplo, que vive podrido a millones gracias a los royalties de “Seinfeld”, siente que le apuñalan el alma cuando le sacan 200 dólares para apoyar una causa benéfica o para reponer una camisa manchada de vino. Y no es tacañería: es el recuerdo vivo de sus años de postulante. Larry tiene mucho dinero, pero no ha olvidado su valor. Yo creo que en el fondo es un buen hombre además de un genio de la comedia. 

En la serie hay más hombres justos como él, pero Lenin Yahvé, con su solo ejemplo, ya había decidido no arrasar Beverly Hills desde los cimientos. 





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Larry David. Temporada 6

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Es verdad que hay episodios de “Larry David” que lo fían todo a unas casualidades prácticamente inverosímiles. A encuentros con Fulano o a tropezones con Mengana que tienen una probabilidad ínfima de suceder. Si Larry David viviera en La Pedanía sería todo más verosímil. De hecho, estas cosas a veces pasan por aquí... Pero él vive en Los Ángeles, que tiene como cuatro millones y pico de habitantes, y sin embargo, en la serie, parece un vecindario de aldea donde todo el mundo coincide con todo quisqui en los restaurantes o en las colas de las lavanderías.

También es verdad que hay algunos episodios mal rematados, que terminan porque el reloj de la HBO marca 29 minutos y ya es hora de ir cerrando el chiringuito. A veces se nota mucho que los diálogos se improvisan: aunque el actor o la actriz sepan de qué va la vaina de la trama, no encuentran las palabras justas para arrancar y se produce un silencio que ellos rompen con sonrisas de amiguetes. A veces se atrancan en la misma línea de diálogo y se producen conversaciones como de besugos de cómics de Bruguera, del estilo: 

- Tienes que salir de casa, tío.

- Sí, lo haré.

- Salir de casa es la decisión correcta, colega.

- Estoy decidido: sí.

- Vamos, Larry, tienes que salir de casa.

Quiero decir que “Larry David” no es una serie perfecta. No es un diamante sin defectos. En realidad ninguna serie lo es. “Seinfeld” tenía episodios para olvidar, “Los Soprano” concedía mucho tiempo a los secundarios, “The Wire” tenía una temporada que se podrían haber ahorrado y “Breaking Bad”... bueno, algo malo también tendría "Breaking Bad". Incluso “Mad Men” se cargó a January Jones convirtiéndola en una arpía con 20 kilos de sobrepeso y mil maldades en la cabeza. 

Las mejores series de nuestra vida lo son porque hacemos un balance general, porque nos llegan al alma, porque hablan de nosotros mismos o de alguien que nos gustaría ser en un mundo ideal. Porque ratifican una filosofía personal y nos las creemos a pesar de las incongruencias y los vaivenes. Porque siendo disparatadas poseen un poso de verdad que es casi como una revelación divina, amén de ser un puro descojone.




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La diplomática. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟


¿Se puede hacer una serie sobre una mujer empoderada, lista como ella sola, sin que los hombres que pululan a su alrededor sean unos machistas, unos gilipollas y unos violadores en acto o en potencia? Pues sí, se puede. Yes, we can. “La diplomática” así lo demuestra. Que aprendan Issa López y Greta Gerwig. Los hombres estamos de enhorabuena. Gracias, Deborah Cahn, gracias de verdad. No sabes lo que esto significa para nosotros... Tú vienes de una escuela televisiva que hace productos cojonudos y no pasarratos para pre-marujas, y eso nota. Antes no lo sabía, pero ahora ya sé que “Homeland” y “El ala oeste de la Casa Blanca” adornan tu currículum. Son palabras mayores. 

Gracias, también, al amigo de León que me recomendó ver "La diplomática". Se prodiga poco, pero joder, es que lo clava. De todos modos, cabronazo, esto no es una miniserie como me dijiste, sino la primera temporada de un culebrón que ya se avecina. No se cierra la trama, y si lo llego a saber no vengo. La vida es corta y la mies es mucha. Pero no nos pongamos tristes, cachis la mar, ahora que hemos encontrado una ficción en la que hombres y mujeres compiten por igual en poderes y en maldades. ¡Albricias y zapatetas!

Nuestra diplomática en cuestión es la embajadora de Estados Unidos en el Reino Unido. Pero lo es muy a su pesar, porque ella preferiría estar en Kabul, o en Islamadad, dándole caña a esos talibanes que son -ellos sí- la pura escoria del género machirulo. Pero Washington tiene planes para ella, y ella, ante todo, es un soldado que se debe a la patria. Faltaría más. 

Mientras tanto, de reojo, tiene que vigilar a su marido, que también fue embajador de las zonas calientes y que es un liante de primera que no sabe resignarse a su papel de primera dama en la embajada. Pero está tan bueno, y hace cosas tan gentiles en la cama, que nuestra diplomática pierde el oremus llegadas las doce de cada noche, como una cenicienta a la inversa, todo inteligencia durante el día y pura irracionalidad durante la noche. Mujeres, hombres, talones de Aquiles y de Aquilas... Es todo lo mismo.




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This is Spinal Tap

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Rodolfo Chikilicuatre empezó siendo un personaje más de la pandilla nocturna de Andreu Buenafuente. Un cantante de tupé imposible y guitarra infantil que cantaba el Chiki Chiki rodeado de tías jamonas. Su número de humor, estrafalario y tontuno, terminó participando en el festival de Eurovisión para asombro y carcajada de los espectadores que aquel día, por primera vez en muchos años, nos asomamos a las pantallas cantarinas del continente. Algún telespectador en los confines de la vieja Europa, quién sabe si en Malta, o en Letonia, se tomó muy en serio el baile ridículo de Rodolfo, y éste, mejorando actuaciones precedentes, y varias que vinieron después, recibió cincuenta y cinco puntos que refrendaron el triunfo del humor sobre la realidad. De la broma cachonda sobre la seriedad de la propuesta.


   Veinticinco años antes, al otro lado del charco, un grupo de comediantes televisivos que además componían canciones y rasgueaban las guitarras, decidieron gastar una broma parecida en This is Spinal Tap, el falso documental que cubría la gira por Estados Unidos de los Spinal Tap, un grupo de rock británico que trataba de reverdecer las viejas glorias de su repertorio. El mockumentary de Rob Reiner era la parodia hilarante de todas las tonterías musicales y extramusicales que rodeaban a los melenudos de entonces: las riñas internas, las crisis conceptuales, las extravagancias en los hoteles. La "Yoko-Ono" de turno que al final terminaba por joderlo todo. 

    Los componentes de Spinal Tap eran medio bobos y medio yonquis. Unos majaderos sin dos dedos de frente que iban metiendo la pata en cualquier escenario que pisaban. Pero muchos espectadores salieron de los cines convencidos de su existencia real, y se preguntaron, extrañados, cómo es que nunca habían oído hablar de aquel grupo de fama mundial. La broma de estos comediantes americanos se hizo bola de nieve, y fenómeno universal, y años después, para seguir con el cachondeo, y satisfacer las inquietudes de los fans, decidieron formar el grupo verdadero de los Spinal Tap, una mezcla imposible entre el rock de The Queen y las letras de La Polla Records, que tocó sus descojonaciones en los escenarios más selectos del circuito mundial. Tuvieron, incluso, una aparición estelar en Los Simpson, que hoy por hoy es la aspiración máxima de cualquier artista que se precie. El reconocimiento último tras el que ya puedes retirarte para morir tranquilo. 


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Better Call Saul. Temporada 1

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Los spin off suelen ser subproductos prescindibles, inventos de los productores para seguir estrujando la teta de una trama ya mortecina. 

Uno, sin embargo, si hace un esfuerzo de memoria seriéfila, descubre que tres de sus comedias preferidas son producto de esta práctica mercantil: Los Roper, que originalmente fueron los caseros de Un hombre en casa; Frasier, que desarrolló el personaje más loco y enjundioso de Cheers; y Veep, que es la adaptación americana de The thick of it, la comedia británica que ridiculizó a los políticos isleños. Tres spin offs que igualaron o superaron los méritos de su serie matriz. Y ahora, con Better Call Saul, ya van cuatro. Cuando hace un año se anunció la secuela de Breaking Bad protagonizada por el abogado –o lo que fuera- Saul Goodman, uno supo al instante, con la presciencia de un veterano televidente, que Better Call Saul iba a ser otra serie a la que habría que construir hornacina en el templo. Saul Goodman tenía muchas cosas que contarnos del viejo Albuquerque, de cuando la droga azul del señor Heisenberg todavía no se vendía por las esquinas, y los malotes mexicanos campaban a sus anchas en los bajos fondos de la ciudad. Nos mataba la curiosidad de conocer mejor a un personaje tan entrañable y odioso, tan adorable y mezquino. Y Vince Gilligan, que es un tipo de instinto comercial que nos lee el alma como si nos hubiera parido, nos concedió la satisfacción de la sabiduría.

               It’s all good, man…



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