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Yo capitán

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Para desempeñar los trabajos que los europeos ya no queremos desempeñar -eso que los fascistas llaman “robarnos el empleo”- los subsaharianos, que como su mismo nombre indica viven por debajo del desierto del Sáhara según la orientación eurocentrista de los mapas- tienen que atravesar dicho desierto y luego el mar Mediterráneo para desembarcar en nuestras playas y exigir ser tratados como señoritos. Es decir: nada de pelotas de goma en la jeta y asistencia sanitaria a los enfermos. Unos caraduras.

Para venir a restregar grasa, limpiar culos, fregar platos y barrer las calles (y eso cuando hay suerte), los subsaharianos -que yo me empeño todo el rato en describir como “sudsaharianos” a pesar de lo que recomienda la Fundéu- tienen que atravesar no sólo el gran desierto y el ancho mar, sino vérselas también con muchos hijos de puta que les sangran el dinero o se lo roban directamente. En el Sáhara, por lo visto, aprovechando que no hay leyes promulgadas por los rojos, el empresariado se ha quitado las caretas y dispone a su antojo de las haciendas y de las vidas. La Escuela de Chicago en la Universidad Desértica de Las Arenas...

El touroperador que se encarga de organizar estos viajes desde Senegal hasta las costas de Sicilia no tiene oficina de reclamaciones ni ofrece un servicio de acompañamiento diplomado. Nada de resorts en los oasis ni de camellos engalanados. No hay todoterrenos último modelo ni servicio de ferry para cruzar el Mediterráneo. El viaje se hace en autobuses destartalados y en zapatillas deportivas. No se espera por nadie. Maricón el último, que dirían los barones del PP. Y las baronesas. Y luego, llegados a la orilla del mar, después de haber pasado las de Caín, todos a la mar y a rezar al dios Poseidón a bordo de un barco que tiene más planchas con herrumbre que planchas sin herrumbrar. 

Para venir a quitarnos el pan y a colapsar las citas en la Seguridad Social, esta gente arriesga su vida como no lo haríamos ningunos de nosotros si algún día, los dioses no lo quieran, tuviéramos que coger la maleta para regresar a Cuba, o a Alemania, donde vivía Pepe el de la otra película. 





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Dogman


🌟🌟🌟🌟

El Monolito de 2001 no sale en Dogman porque hubiera sido muy raro verlo allí, en Castel Volturno, en esa cochambre de barriada a orillas del mar. En una película que es como del neorrealismo italiano pero del neorrealismo de ahora, con trapicheos de droga y matones en chándal. Setenta años después ya no se trata de robar bicicletas para ir al trabajo, porque en realidad ya nadie roba para tener que comer, sino de mangar motos de alta cilindrada para hacerse el machote y enamorar a las poligoneras -y a las que no lo son tanto- y ponerse de coca hasta las cejas para saltarse los semáforos sin pensárselo dos veces.


    Aquí no sale el Monolito de Carlos Pumares, decía yo, pero es evidente que en algún momento que no vemos se presenta ante el pobre Marcello para enseñarle cómo recuperar la charca de su dignidad. No suena el Así habló Zaratustra porque se trata de un pequeño paso para el hombre pero no de un gran paso para la humanidad. Pero casi. En Dogman, el monolito imparte una clase particular, no un salto evolutivo de la especie, y por eso la banda sonora es humilde y minimalista. Casi como el propio Marcello, el de la tienda para perros, que no es precisamente Marcello Mastroianni, sino un tipo bajito, enjuto, con una cara sacada del neorrealismo de antaño. 

Marcello, “el media hostia”, sólo gana cuatro perras con su negocio perruno, y tiene que complementar los ingresos trapicheando coca al por menor. Su cliente más fiel es un neandertal llamado Simoncino que desciende, directamente, de aquellos monos que no recibieron la visita del Monolito en la película de Kubrick. Simoncino es un garrulo que todo lo soluciona a base de hostias, pero hostias simiescas, muy poco inteligentes, que siembran el miedo entre los vecinos a la espera de que algo, o alguien, se interponga finalmente en su camino. Y ese alguien, contra todo pronóstico, será el propio Marcello, el de los chuchos, el Dogman, que harto de sufrir palizas y humillaciones recibirá la visita del paralelepípedo para imaginar una venganza satisfactoria y luego lanzar el hueso al aire, jubiloso.





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