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Larry David. Temporada 3

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Larry David sabe que los seres humanos somos esencialmente egoístas, estúpidos, avariciosos... Mentirosos y puñeteros. Muy rijosos además. La flor de la canela. Si nos dejaran -si no hubiera leyes ni rivales- tiraríamos todo recto hasta la satisfacción de los deseos caiga quien caiga, y cueste lo que cueste. El límite es el cielo. O la muerte. Larry David lo tiene muy asumido, y se descojona de los incautos, y sobre ese convencimiento y esa burla de gamberro levantó las dos comedias más corrosivas de la historia: “Seinfeld” y “Larry David”.

Sus comedias desprenden tanto ácido, tanta mala baba por las junturas, que si las coleccionas en DVD te carcomen la balda de la estantería y hay que pedir una nueva en la web del Ikea. Y si las guardas en el disco duro del ordenador, te joden los circuitos y tienes que cambiar de cacharro cada cuatro o cinco años. A mí, desde luego, me pasa. 

(Si las ves en una plataforma moderna, el efecto corrosivo no es material, pero sí espiritual, y sales de su disfrute convertido en peor persona. A mí, desde luego, también me pasa).

Michel Houellebecq, el escritor francés que podría ser el primo parisino y cenizo de Larry David, sostiene que no existe el “problema del Mal”, como afirman los filósofos, sino el “problema del Bien”, porque la excepción a la regla, el desafío a la lógica, es el acto generoso y desinteresado. Por cada 99 comportamientos mezquinos, acordes a nuestra naturaleza, se produce uno que nos descuadra los esquemas y nos obliga a repensar. Ese acto único es el clavo ardiendo de los roussonianos, la esperanza mínima de los ilusos. Pero nosotros, los descreídos, sabemos que un acto generoso sólo es un acto egoísta calculado, envuelto en celofán de colorines. Lo que pasa es que preferimos callarnos para que no nos tachen de contumaces.

En “Larry David” -y llevo ya revisadas tres temporadas, y lo que te rondaré, morena- la relación entre actos interesados y desinteresados es de momento 300/0. La vida misma, vamos. Y más si te desenvuelves entre estos ricachones de Hollywood. Pura gentuza.





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Larry David. Temporada 1

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Acabo de ponerme una foto de Larry David como avatar en el WhatsApp. Los que me conocen ya saben que no soy yo, y los que no me conocen, pues mira, qué más da. 

No es la primera vez que me transformo en Larry David para comparecer en sociedad. Cada vez que retomo sus aventuras en el DVD me acuerdo de que somos hermanos separados por un océano y le hago el homenaje. Larry, por supuesto, no sabe que yo existo, pero yo sí le tengo muy presente en mis oraciones. Él es el santo varón que nos guía en la cruzada contra los estúpidos, y yo soy el caballero armado que le secunda. El más humilde de sus templarios destemplados.

En "Black Mirror" hay un episodio que pronostica que algún día encenderás la tele y encontrarás una serie que habla exactamente de ti: las aventuras y desventuras de un fulano igualito a ti en el físico, con tu mismo nombre y tu mismo contexto, con la misma mujer (si la hay) y los mismos amigotes en el bar. Un auténtico clon que exhibe las mismas virtudes y oculta las mismas manías. Un shock capaz de dejarte turulato, claro. Y algo parecido me sucedió cuando descubrí las andanzas de Larry David hará cosa de veinte años. Le veía y es como si me hubieran fotocopiado el alma, o escaneado el carácter. 

Larry David es millonario, vive en Los Ángeles y seduce a mujeres que yo no puedo ni soñar, pero su temperamento, y su idiosincrasia, son, ya digo, como si me hubieran comprado los derechos televisivos. No existe un personaje de ficción al que yo me parezca tanto. A veces es... mosqueante, de tan divertido. En uno de los primeros episodios le dan una clave de cuatro números para desactivar una alarma del hogar y Larry se anticipa: “Me liaré, me confundiré, se me olvidará, no seré capaz de acertar a la primera y montaré un cristo del copón...”. Y la caga, claro. Joder: es que yo debería pedirles dinero por el plagio.

Cuando se estrenó la 1ª temporada de “Larry David” él tenía 53 años. Yo ahora tengo casi 52. Quiero decir que en cierto modo ya soy más Larry que nunca. La distancia que nos separaba se la han ido comiendo los calendarios. Hemos convergido. “De viejo seré como él”, pensaba yo cuando le conocí. Y en el año 2023 resulta que ya soy viejo y que las profecías se han cumplido. 



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Fuego en el cuerpo

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Los hombres tenemos un cerebro independiente que vive en nuestra polla. Eso es archisabido, y lo recuerdan mucho en 1º de Biología. También enseñan que esa actividad neuronal, cuando se dispara, crea interferencias con nuestro pensamiento. El cerebro y la polla son como dos piedras que caen al agua y provocan ondas que se entrecruzan, a veces sumando esfuerzos y otras veces contrarrestándolos.

Vivir con dos cerebros es una experiencia insufrible que crea estropicios en nuestra biografía. Algo muy difícil de verbalizar cuando las mujeres, intrigadas, incapaces lógicamente de ponerse en nuestro lugar, nos preguntan por nuestra configuración interior. Por nuestro software de machos inquietos que nunca dejan de mariposear. 

Del mismo modo que nosotros no entendemos sus vaivenes emocionales, ellas no entienden nuestro diunvirato neuronal, y se rascan la cabeza incrédulas y pensativas. "No es posible", musitan, y prefieren pensar que con ese rollo solo queremos excusar nuestras contradicciones. Pero se equivocan. It's a true story.

    Nuestra polla, aunque parezca otra cosa, es la casita del bosque donde vive un antropoide que jamás evolucionó. Un primo lejano que se quedó ahí, en nuestros bajos, agazapado, de polizón biológico y tocacojones. Mientras el deseo y la conveniencia van cogidas de la mano, el hombre y el antropoide trabajan en colaboración, y es una maravilla saber que el criterio racional y la polla ensimismada han elegido la misma mujer adecuada y bellísima. Cantan los pájaros, y se estremecen las tripas, y uno piensa que así debe de ser el amor verdadero que cantan los juglares y filman los cineastas

    Pero ay, cuando el hombre dice que sí y el antropoide dice que no, o viceversa. Cuando la polla señala su deseo como una vara de zahorí y nosotros, desde arriba, intentamos convencerla de que se aleje, de que no siga. De que deponga su actitud. De que acecha el peligro en esa mujer de intenciones oscuras y ademanes de vampira. La lucha entre el hombre y su mono siempre es fiera, fratricida, y muchas veces no gana el ser más evolucionado. Sobre todo si hace mucho calor y se nos pega el fuego en el cuerpo.




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Larry David. Temporada 11

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¿Cuántos años de salud le quedarán a Larry David? ¿Cinco, diez? Hablo de salud creativa, claro, de ganas de proseguir. Es la que más me interesa como espectador. La otra, la personal, ya la doy por rezada de sobra con diez padrenuestros y cinco avemarías. Como cuando nos mandaban rezar en el colegio por el alma del beato Marcelino Champagnat, para que alcanzara la santidad en el Vaticano, y mira si la logró.

No paro de preguntarme por los achaques de Larry David mientras vero la 11ª temporada de su show. Yo, la verdad, a falta de otras opiniones -porque nadie ve su serie en mi círculo cercano, ni tampoco en el alejado- le veo bastante bien. Me fijo mucho cuando camina por la calle, que es donde podría notarse el encorvamiento o el envaramiento. Pero nada. ¡Joder!:  casi camina más erguido que yo, el tío palo de las narices. Se le ve ágil y fibroso. Lúcido. Sus frases están en el guion, claro, pero él las dice con los ojos chispeantes, y el gesto relajado. Larry está bien. Muy bien, diría yo.

También me fijo mucho en las escenas de restaurante, que en su serie se suceden casi de continuo. Larry sigue con la ensalada, con la fruta, con las carnes a la plancha... Eso es lo que yo como “además de”, y no “en vez de”. Debería ser él quien se preocupara por los años que me quedan de salud, y no al revés. Él, Larry David, quien tendría que preocuparse si su único espectador en La Pedanía y alrededores, que es un mercado raquítico, casi unipersonal, pero muy simbólico para la HBO. Una pica en el inframundo. En el noveno episodio, Larry prueba el goulash en un restaurante recomendado y decide que ésa no es comida para él. Así está de fino y de saludable.

Pero algo pasa con Larry... Algo seguramente no grave pero que anuncia la decadencia. Ya nunca le vemos en la cama haciendo escorzos en las señoras, ni tampoco golpeando la bola de golf cuando se junta con los amigotes. Sospecho, a pesar de sus andares, que algo no va bien con su espalda. Y la espalda es el talón de Aquiles de los ricachones, con tanto swing y tanto birdie. Por ahí, quizá, empiece su declive.





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Larry David 10x07: The ugly section

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El episodio 10x7 de “Larry David” se titula “The ugly section”. Habla de un restaurante en Beverly Hills donde los clientes son asignados al ventanal o al interior en función de su belleza física. Los guapos y las guapas disfrutan de vistas a la calle y del sol radiante de California; los feos, como nuestro querido Larry y su panda de amigotes, son relegados a mesas interiores, apartadas y apretujadas, donde la iluminación se regatea y el camarero atiende con su sonrisa menos verosímil.

La primera vez que Larry entra en el restaurante tarda dos minutos en darse cuenta de este apartheid fenotípico. De esta discriminación de la clientela. No es racismo, pero casi. Larry se lo hace ver al maître, pero el maître niega cualquier política empresarial:  “Es solo casualidad -le responde-. No me fijo en esas cosas. ¡Bienvenidos a Tiato!” Larry, obviamente, no se lo traga, y al día siguiente regresa en compañía de una mujer hermosísima para hacer dudar al mentiroso. El castigo de su osadía, de su tocapelotez, será un nuevo destierro a las zonas interiores, donde Larry se quejará amargamente y prometerá justa vendetta. Así son, más o menos, todos los episodios de esta serie inobjetable, que soy el único en ver -creo- en 86 kilómetros a la redonda.

Y sé que son 86 kilómetros exactos porque esa es la distancia que me separa de la civilización, a diestra y siniestra. Lugo y León. Lo sé porque en Love App hablo con mujeres de ambas ciudades, tan remotas como Coruscant, y ellas jamás han visto la serie, ni la conocen, ni saben quién coño es Larry David,  ni “Seinfeld”, ni ninguna sitcom americana que no pertenezca al mainstream de la FDF. Estoy condenado.

Da igual: lo que yo quería decir es que Love App también es un restaurante de Beverly Hills que nos coloca en nuestro sitio por las pintas. Y que aquí, el maître, no tiene ninguna responsabilidad, ninguna mala intención. Somos como somos, y punto. Es la ley de mercado. Las quejas, al Creador. Yo, de momento, sigo esperando en mi rincón oscuro, haciendo tiempo con el móvil, a ver si se presenta alguna damisela que me invite al ventanal, y luego me saque de aquí.



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Salvar al soldado Ryan

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La gran suerte de mi generación es no haber tenido que desembarcar nunca en Normandía, o en Alhucemas, a seguir la Reconquista. Por muy mal que vayan las cosas -la crisis económica, el coronavirus, el desamor, la Ayuso o la falta de gol de Vinicius- creo que al menos ya me he librado de la guerra. A punto de cumplir cincuenta años, y con el poco running que practico, no creo que me reclutasen para subir a una barcaza de desembarco a primera hora de la mañana, cargado con el fusil y con el petate, y jugarme el pellejo ante una ametralladora marroquí por defender los intereses de la burguesía: un caladero de pesca, o un yacimiento de fosfatos. O el orgullo patrimonial de un Borbón desalmado. Ahora la burguesía -eso hay que agradecérselo- solventa sus ambiciones engañando a los electores. Las revoluciones proletarias, que los acojonaban, hace tiempo que quedaron desactivadas.

En caso de guerra me destinarían a la retaguardia, a hacer no sé qué, la verdad, porque fuera de mi oficio soy como un pez fuera del agua. Pero me libraría sin duda de la escabechina del frente: de la toma de la playa, de la conquista del pueblo, del asalto al nido de ametralladoras.... Es terrible ver Salvar al soldado Ryan y pensar que si uno hubiera nacido en Iowa hace un siglo, estaría ahí, con el capitán Miller, pensando que voy a morir al siguiente segundo, o al siguiente, paralizado por el terror, cagado en los pantalones, llorando como un niño... No es poco esto que digo. Damos por descontada esta vida no-beligerante que llevamos, alejada de cualquier hazaña bélica que no sea la isla de Perejil -que ni como broma tuvo puta la gracia. A pesar de todo lo que nos quejamos, disfrutamos una vida feliz que sólo conoce la guerra por las películas, o por la televisión. Pero hace sólo dos generaciones, la guerra era lo habitual, y todos los jóvenes se curtían peleando en una trinchera. Era su ritual de entrada en la adultez, como ahora lo es apuntarse a la lista del paro. O se curtían, o caían muertos en la batalla. Una de dos. Así salieron, los supervivientes, hechos de piedra, resistentes a la helada y a la canícula, impertérritos ante la majadería.

He hablado de mí, pero no de la generación de mi hijo. Él ahora tiene 21 años. Tiene la edad de estos pipiolos que desembarcaron en Omaha, o cayeron en paracaídas con la 101 Aerotransportada. En la tele, hay un fascista con barba de chivo que todos los días habla de la bandera, de la patria, del orgullo de ser de aquí y no del otro lado del mar. En sus ojos de lunático veo el sueño renovado de hazañas imperiales. Me da miedo de verdad.



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Fargo. Temporada 2

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Después de ver el making off de esta temporada, los temas para escribir sobre Fargo se agolpan en el primer parpadeo del cursor. Se gritan, se quitan la palabra…; se pelean por chupar cámara como tertulianos maleducados en Tele 5.

    Para el ojo profano que nunca ha visitado el universo delictivo de los hermanos Coen, Fargo es una serie de chalados que se matan entre sí a capricho, o por un puñado de dólares, con un par de policías sensatos que tratan de poner orden entre tanto salvajismo. Como monjas en una matanza de Ruanda… Pero en la cabeza de Noah Hawley -que es el hijo imposible que los hermanos Coen nunca pudieron procrear- caben Ronald Reagan y el feminismo, las minorías raciales y la posguerra de Vietnam. La preguerra de Wall Street y el final de las empresas familiares. Y el fenómeno OVNI, claro, porque estamos en 1979 y ya se han producido los encuentros en la tercera fase que dejaron turulato a Steven Spielberg, y en ese año mucha gente mira de reojo hacia el cielo por si acaso aparecieran.



    No sé qué voy a escribir sobre Fargo… “¿Cómo voy a redactar todo esto?”, se queja un policía de la serie, uno de Dakota del Norte que no sabe con cuál de los muertos empezar a escribir su informe, ni cómo hilar el resto para que un superior se crea más o menos el desaguisado. Y yo, igual de abrumado que el madero, quisiera dejar el ordenador por primera vez en mucho tiempo. Fargo es mucho lío, ahí fuera luce el sol, y tengo unas ganas terribles de salir a la calle con el perrete,  y con el iPod, a escuchar música. Pero aún no ha salido el corneta del gobierno a tocar el permiso reglamentario, y tengo que quedarme aquí, encerrado en el castillo, a cumplir con el deber de la escritura mientras el DVD de Fargo me mira desde su repisa, como preguntándose qué voy a decir finalmente sobre él.

    En el making off no se menciona nada de esto, pero creo que Fargo, en realidad, es una serie que habla sobre el caos y sobre el azar. De la petulancia de los seres humanos, que se creen dueños de su destino. No es así. La espada de Damocles pende sobre nosotros, colgada de un hilo. Y da igual a dónde huyamos, porque ahora, sustituyendo a los dioses, la espada cuelga de un dron muy moderno que nos persigue por doquier. La fatalidad puede ser una enfermedad, un rayo, un tornado, un accidente de coche... Una mujer fatal. Un hombre sin escrúpulos. Un virus asiático. Un OVNI que nos visita. Un hijo de los sioux que de pronto comprende que hay muchos crímenes impunes por devolver.



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Larry David. Temporada 9

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Cuando el ser humano dejó de vagar por los bosques y se aposentó cerca de los ríos para cultivar el cereal, surgió una cosa llamada "convivencia ciudadana" que ha evolucionado con el paso de los siglos adquiriendo cuerpo legislativo y jurisprudencia callejera. Con el invento de la agricultura, los seres humanos se multiplicaron exponencialmente siguiendo el mandamiento de la Biblia, y abandonaron una tradición errante de cuatro millones de años para crear ciudades, plazas públicas, circos romanos donde la gente tenía que sentarse muy junta sin empezar a agredirse con las cachiporras. De pronto, el desconocido, estaba ahí, a todas horas, invadiendo nuestro espacio vital, haciendo cola en la panadería o pegando gritos a las cuatro de la mañana. Un salto cultural que iba muy por delante de nuestra biología siempre recelosa.



    Diez mil años después de aquel arrejuntamiento que nos obligó a vivir civilizadamente, el hombre moderno vive en el mundo social más complejo que ha existido hasta la fecha. Porque somos muchos, y ociosos, y estamos todo el día en movimiento, haciendo turismo, y pelando la pava en los restaurantes. Y porque además, ahora, sumado al cara a cara de toda la vida, está el teléfono a teléfono, y las posibilidades de caer en un sobreentendido tonto, o en un malentendido fatal, se han multiplicado hasta hacernos caer en la neurosis de quien ya no sabe qué es lo correcto o lo incorrecto, lo aceptable o lo reprochable (ahora que más o menos teníamos nuestra sexualidad satisfecha y que la neurosis freudiana parecía una enfermedad erradicada en los manuales de psiquiatría).

    Sobre esta neurosis moderna ha construido Larry David la iglesia de su humor. Su serie es la disección descojonante de estas mil y una reglas cotidianas que rigen la convivencia. Una especie de Talmud inextricable donde las normas se acumulan, se contradicen, se revocan con las modas. Larry David -que se interpreta a sí mismo, y que pone carne propia en el asador- parece un plasta recalcitrante, un metepatas que no ve más allá de sus gafitas, pero en realidad sólo es un rabino que pretende poner luz en este lío que se forma cada vez que salimos de casa y saludamos al primer vecino en la escalera: ¿Sólo hay que saludar? ¿Desear un buenos días y punto? ¿O hay qué hacer un “parar y charlar”? ¿Existe la confianza suficiente para preguntarle por su última desgracia familiar? ¿Y si uno va con prisa? ¿Y si hacemos como que no le hemos visto pero él si nos ha detectado en el radar…?


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