Skyfall

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Venía Skyfall muy recomendada por los entusiastas de la saga Bond, y también, de modo insospechado, por algún crítico respetable que ya está cansado de alabar los solipsismos iraníes y los sintoísmos coreanos. Hablaban maravillas de la actuación de Javier Bardem, de la dirección de Sam Mendes, del remozado Q y sus gadgtes ultramodernos y molones... Al final ha sido la misma película de siempre, entretenida y previsible. De nuevo la placentera sensación de estar abandonándote a un pasatiempo inocente y divertido; de nuevo, también, la amarga certeza de haber malgastado dos horas cuando despiertas de la hipnosis y descubres el truco del teatrillo.

A Bardem le dobla en castellano un tipo que no es él, y la sensación que transmiten sus esfuerzos es equívoca y frustrante. De la dirección de Sam Mendes no tengo elementos para el juicio, pues nada sé de las posiciones correctas de la cámara, ni de los matices autorales que subyacen al planteamiento. Los nuevos gadgets proporcionados por Q son una pistola para señoritas y un transmisor de radio que usaba el agente Maxwell Smart. Han querido impresionarnos, sofisticadamente, con la ausencia de sofisticación. Qué tonterías. No hay nada que te enamore en Skyfall. Ni siquiera las chicas Bond me han arrancado un latido de más en el predispuesto corazón. Son modélicas modelos que parecen diseñadas en un laboratorio espacial. Nada se parecen a la vecinita del cuarto, o la compañera del trabajo, que es lo que a mí me pone. 

Skyfall, en su empeño por relanzar la saga, quizá mejore las petardadas anteriores de la franquicia. O tal vez soy yo el que se imagina la mejora, para sobrellevar la función al lado de Pitufo, que se lo ha pasado bomba con cada hostiazo y con cada frasaca. Él está en la edad, y es comprensible. Pero yo, que ya vivo en la cuarentena, soy un sufrido veterano de estas intrascendencias que me han ido robando la vida poco a poco.




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Extras

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En Extras, Ricky Gervais es un actor de reparto que se codea con las grandes estrellas en producciones importantes. Lo que pasa es que a él  -porque ya es cuarentón, y bajito, y gordito, y ciertamente no muy espabilado- nunca le conceden la responsabilidad de recitar una simple línea de diálogo. Él, sin embargo, nunca se rinde. A pesar de las chanzas y ninguneos que sufre de continuo, su confianza en llegar a ser un actor de tronío permanecen intactas. 

Andy Millman viene a ser el mismo personaje que Ricky Gervais ya interpretara en The Office, el David Brent inmune a las críticas de los demás, embelesado de sí mismo hasta el punto de confundir su propia realidad con la realidad misma. Un poco como todos, ciertamente, pero de un modo más exagerado, y por tanto muy cómico. Es una veta  que Ricky Gervais está explotando con mucho acierto, ésta de la subjetividad quimérica en la propia valía, y los misántropos que buscamos pruebas de la estupidez humana aplaudimos con las orejas.

Releo varias veces el párrafo anterior buscando un estilo más depurado y literario, y me encuentro, para mi sorpresa, con un retrato involuntario y muy gráfico sobre mí mismo: cuarentón, gordito, no muy espabilado... Hablando de Ricky Gervais me ha salido, sin yo quererlo, un autorretrato patético. Mis dedos han sido secuestrados por el inconsciente del que tanto habla Slavoj Zizek en La guía del cine para pervertidos. Se ve que me están influyendo mucho sus enseñanzas. Los muertos de mi cementerio mental -que yo tenía muy calladitos a dos metros bajo tierra- están oyendo sus clases magistrales y aprovechan la confusión para salir de sus tumbas y recordarme cuatro verdades muy amargas, ululándome al oído. Son unos hijos de puta muy sinceros y muy puñeteros. 

Es por eso, quizá, que me está gustando mucho Extras. En ella he encontrado otro personaje en el que me veo reflejado, como un espejo que me deformara sólo lo justito, apenas unos centímetros por aquí, y unos pecadillos por allá. Otro álter ego de mis miserias y de mis fracasos. Uno que se arrastra por los rodajes a cambio de un bocadillo de mortadela y de una promesa siempre incumplida de participar en una conversación intrascendente. De hacerse inmortal, por fin, a través de la palabra, como William Shakespeare, o como los locutores del fútbol.





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Enron: los tipos que estafaron a América

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Avergonzado de no entender nada en las páginas color salmón, vuelvo a ver, después de siete años, Enron, los tipos que estafaron a América. Cuánto ha llovido desde entonces... ¡Y que poco ha nevado!, gracias al cambio climático que esta misma gentuza negó tres veces antes de que cantara el gallo, y se derritieran sus torvos argumentos. 

Hace siete años, cuando sólo existían las crisis nucleares, y las crisis de los cuarenta, estos desalmados que provocaron los apagones en California para subir el precio de la energía, y saquear el bolsillo de los pobres, parecían unos simples gamberros del capitalismo: los hooligans más prehomínidos de la afición entregada a la avaricia. Unos tunantes calvorotas, algo torpes, y por qué no decirlo, también un pelín idiotas, que tras delinquir varias veces sin castigo pensaron que ya todo el monte era orégano, y tierra prometida de leche y miel, y se lanzaron al atraco como bucaneros que ya no se molestasen en camuflar su bandera. Qué gente, Jesús. 

Hace siete años pensábamos que estos tipos de Enron eran unos simples tontainas. Miembros gangrenados, excepciones a la regla,  excrecencias del sistema capitalista... Qué poco sabíamos. Sólo dos años después comprendimos que todos los trajeados pertenecían a la misma grey de los sociópatas sin escrúpulos. Humanoides que matarían a su mismísima madre con tal de gozar de un nuevo privilegio, de un nuevo reloj carísimo, de un nuevo yate más grande aún que el anterior. Gentuza que en cada drive de su madera 3 cercena las cabezas de varios esclavos ya despedidos y amortizados. Una raza de delincuentes muy exclusivos. La asociación gangsteril que rige nuestra vida material y espiritual: desde la empresa que nos confecciona los calcetines a los diputados que con su mayoría absoluta arrasan nuestros sueños de felicidad. Nuestros viejos enemigos de clase, sí, que nunca dejaron de serlo. 

Don Carlos pide a gritos salir de la tumba para reivindicar sus viejas teorías, y ponerse a la cabeza de la revolución. Ya estamos tardando en inventar la pócima que lo resucite.




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La historia del cine: una odisea (y IV)

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Termino de ver La historia del cine de Mark Cousins. Ha sido un viaje ilustrativo, pedagógico, a veces emocionante, con bonitos paisajes y confortables hoteles. Al guía británico le pongo un ocho de nota, como aviso a futuros turistas del documental. El señor Cousins ha resultado ser un hombre solícito, didáctico, sobradamente preparado. Nos ha llevado en volandas con su entusiasmo febril,  con su timbre de voz tan peculiar. Sólo cuando se empeñaba en que conociéramos la cinematografía senegalesa, o puertorriqueña, o la de Pernambuco, se nos ha puesto un pelín plasta y pedante. Peccata minuta. 

Tengo la impresión de que al final, en los episodios dedicados al cine moderno, se ha desatado sus ligaduras académicas y se ha puesto a contar lo que le daba la real gana, llevado por sus gustos particulares. El decía que no, pero yo no dejaba de intuir que sí. Da igual. No le vamos a criticar por eso. My kingdom, my rules. Su documental, sus cojones. Y mucho menos que voy a criticarle después de haberle dedicado unos piropos a esa película inclasificable que uno, en su rareza al fin compartida, tiene por obra maestra de nuestros tiempos: Mulholland Drive.  

            Resulta, además, por lo oído en algunos comentarios, deslizados con suma educación entre los contenidos de su asignatura, que Cousins nos ha salido un zurdo de las ideas. Un rojete trasnochado y peligroso al que de momento no van a dar cancha en el No-Do nacional recién reimplantado. No creo que le dejen salir de los canales de pago. Y si le dejan, sólo le permitirán un paseo clandestino en las altas madrugadas, para que lo vean cuatro gatos callejeros escondidos entre las basuras.



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Casino Royale

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Bostezo, disimuladamente, en la punta alejada del sofá, mientras Pitufo se lo pasa pipa con el agente 007 en Casino Royale. Es su primera película de James Bond y creo que el personaje le va a dejar marcado por algún tiempo. Daniel Craig es un fulano de rostro inquietante, psicopático, que lo mismo te vale para salvar al mundo que para cargárselo en una locura. No es un héroe de acción al uso. No tiene el aspecto bonachón de Jason Bourne, ni la ironía socarrona del teniente John McLane. Lo mismo que hace de bueno podría hacer perfectamente de malo, interpretando, por ejemplo, a un hermano gemelo que fuera el jefe supremo de Spectra

Pienso en estas variaciones mientras se suceden los disparos, los derrapes, los diálogos imposibles –por brillantes y rebuscados- que sostiene James con la chica Bond de turno, la bellísima Eva Green de los ojazos también imposibles, y los pechos canónicos no mostrados aquí, pero ya implantados en nuestra memoria desde que los contempláramos en Soñadores. El único recuerdo, por cierto, que nos legó aquella introspección nasogástrica de Bernardo Bertolucci... 

De la señorita Eva dijo una vez don Bernardo: “Tanta belleza es indecente”. Y es cierto. Sólo por ella he aguantado el aburrimiento mientras contemplaba de reojo el entusiasmo palomitero de Pitufo. Mientras él se dejaba llevar por este videojuego de agente secreto, yo solazaba mi mirada en las curvas hipersexuales de Eva Green. Y cuando ella no salía en pantalla, en el recuerdo imborrable de sus óvalos maternales. Gracias a ella he mantenido la coherencia de quien propuso ver esta película y no podía entregarse al abandono irresponsable. ¿Qué hubiera dicho Pitufo de mí, en una próxima recomendación encarecida?



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La historia del cine: una odisea (III). Abbas Kiarostami

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En The Story of Film, Mark Cousins habla maravillas sobre las películas de Abbas Kiarostami que hace unos años casi me costaron la salud y la razón. Mark llega a decir, en uno de su subidones de crítico exaltado, que el final del siglo XX fue “la era de Kiarostami”. Que ante la avalancha de efectos especiales y posmodernismos digitales, el director iraní fue el pérsico guardián de las esencias analógicas. "El más puro y clásico de los directores de su tiempo..." Pues bueno, pues vale, pues me alegro, como diría el Makinavaja. Si tuviera que elegir entre cualquiera de sus películas y Matrix -que era precisamente del año 1999, finisecular y finimilenial- yo, sin duda, me quedaría con los hostiones de Neo haciendo arabescos en el software de un ordenador. Soy así de vacío y de superficial. 

Más aún: si el cine fuera todo él como una película de Kiarostami, prohibidas las persecuciones y los hostiazos, las mujeres bonitas y las tramas enrevesadas, todo bucolismo de personajes que no hablan y paisajes que no se modifican, metrajes estirados hasta el límite de la paciencia o del cachondeo, uno preferiría tomarse la pastilla azul y dejarse engañar por el mundo ficticio del Gran Ordenador. Preferiría ser un cobarde antes que morir desangrado por un bostezo que me desencajara la quijada. La pastilla roja se la cedería gustosamente a Mark Cousins -a quien guardo mucho aprecio a pesar de sus ortodoxas herejías- para que siguiera durmiendo sus siestas entre los cerezos, o entre los olivos, allá en los valles abruptos donde Jerjes y Darío perdieron sus mecheros.



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Los Roper

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Veo nuevos episodios descacharrantes del matrimonio Roper, al que tenía muy abandonado. Los veo junto a mi madre, que anda de visita en Invernalia, y que gusta mucho de estos revivals de las casas antiguas y los enseres pasados de moda. Entre risa y risa vamos filosofando sobre el paso del tiempo que dejó antiguos los vestidos, las decoraciones, las tecnologías de la comunicación casi decimonónicas. 

            Yo, de paso, me voy fijando en el aspecto decrépito y tontorrón del señor Roper. No soy capaz de calcularle la edad a Brian Murphy, el actor que lo encarna. Será después, en internet, cuando descubra que su calvicie, su estulticia, su fachada en general decadente y viejuna, respondían a tan solo 43 años de edad, en este año 1976 en que se rodaron los primeros capítulos. Hay, por supuesto, un afeamiento artificial debido al maquillaje, a la peluquería, a la actuación caricaturesca del actor, que encorva el cuerpo y adopta andares de artrítico prematuro. Pero tales trucos no tranquilizan mi ánimo. No se me va la cifra de la cabeza: 43. Apenas dos años me separan de este señor indudablemente mayor, pre-anciano. El señor Roper, cuando yo lo veía en la tele blanca y negra de mi infancia, era más un abuelete que un hombre. Un viejo divertido y maniático, mangoneado por esa arpía del buen corazón llamada Mildred, que siempre le reconvenía con el grito de “Yooorsss” que tanta gracia nos hacía. Un señor que en la sinestesia del olfato nos olía a Varón Dandy, y un poco a meados. ¿A qué huelo yo ahora, tan cerca ya de su edad? A sudor frío, quizá. A desodorante atropellado de la mañana taciturna. A desinfectante de hospital, en la lejanía cada vez más cercana de la enfermedad...



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Tierra

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Hay películas que a los pocos minutos ya se descubren como insufribles. Provocadoras fulminantes del bostezo. Tierra es una de ellas. Debí abandonarla justo tras la primera escena, cuando Carmelo Gómez, el desparasitador llega a la comarca y se encuentra a un pastor de ovejas herido en el monte, fulminado por un rayo, y en lugar de socorrerle, de montarlo en el coche, de llamar a la ambulancia que el gobierno autonómico todavía no ha suprimido, se lanza, con la aquiescencia estúpida del moribundo, a filosofar sobre la unión eléctrica y mística con la nube en el momento de la descarga. Sobre la espiritualidad inmanente de los electrones en la atmósfera. Sobre el aromático esplendor de un cagada de pato que abonará los campos sembrados de vides en la primavera. Qué sé yo... Es un diálogo absurdo, de una gilipollez supina, muy poética y profunda según la crítica especializada. 

Uno ya entiende, a los diez minutos de metraje, que nada de lo que se narre a continuación va a tener la mínima consistencia, la mínima verosimilitud. Pero uno insiste, y se obceca, y adopta la pose de un  cinéfilo persistente, porque desconfía de sí mismo, y prefiere que lo tachen de cultureta antes que de cobarde. Uno se lanza al precipicio del aburrimiento y se justifica en la belleza pastoril de Emma Suárez. Y en la belleza embutida en cuero de Silke, la motera. Sólo por ella, por la germana, acometí Tierra en varios asaltos suicidas, como un soldado que aún mantiene la esperanza de salvarse Pero el muy tunante de Julio la tenía reservada  para las fanfarrias finales. Es un tipo muy listo: primero suelta sus filosofías telúricas, sus pedanterías paulocoelinas, y luego, como premio para los pacientes, para los espectadores más enamorados, te saca a Silke enseñando la piel. Y yo no pude llegar, ay de mí, al paraíso prometido.  Uno ya no está para estas pruebas de resistencia. El sueño mortal de la medianoche se ha vuelto más poderoso que cualquier excitación. Que cualquier Silke recobrada. La ridiculez argumental de Tierra pesa más que su hermosura. He dimitido cerca de los tres cuartos de hora, cuando ella comenzaba a cobrar protagonismo.  Camino de la cama la he echado mucho de menos.



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