La habitación del pánico

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Yo también tengo una habitación del pánico en mi casa. Y ya ves, sin vivir en Central Park ni nada parecido. La mía es una casa modesta, de renta asequible, al borde justo de la civilización. El pueblo, La Pedanía, ni siquiera aparece en Google Maps... Y sin embargo, cuando alquilé la casa, descubrí que venía con una habitación para refugiarse de los males del mundo. Es ésta misma en la que ahora escribo, y luego leo los libros, y duermo por la noches con la profundidad de los niños. 

Parece una habitación normal, con su puerta convencional, sus paredes de yeso, su ventana que da a los campos cultivados... De hecho, mi casero, que construyó la casa con sus propias manos, no tiene ni idea de este asunto. Porque ésta es una habitación más mental que física. Un simbolismo de mi vida retirada. También es verdad que por algún efecto acústico aquí llegan muy amortiguados los ruidos del tráfico, y como además no hay vecinos dando po’l culo ni dándose po’l culo, aquí uno encuentra algo muy parecido a la paz de los conventos. Te puedes concentrar en la dificultosa tarea de hacer algo, o en la trabajosa tarea de no hacer nada y rascarte la barriga.

Mi habitación del pánico no serviría para encerrarse y llamar a la policía si una banda de ladrones entrara a robarme. Pero qué iban a robar aquí, los albanokosovares con pasamontañas, si Eddie y yo sólo tenemos mantas con pelos, y libros, y sartenes baratas del supermercado. No hay nada que rascar: no hay cash, ni relojes de lujo, ni joyas de la abuela. Es una habitación del pánico para huir... del pánico. Del mal tiempo metafórico. Del miedo y de la duda. De las experiencias chungas. De las hostias de la vida. De los sinsabores. De las meteduras de pata. De los giros del destino. 

Mi habitación del pánico es más un convento de monje que un búnker de paranoide. Pero es, sobre todo, un refugio para descansar de los amores torcidos, y de los retorcidos. Un sanatorio mental donde ya no azuza el deseo, ni vibra el teléfono, ni acalambra la contradicción. Curiosamente, ellas también encontraron aquí su paz y su refugio, huyendo de hombres muy chungos o del miedo a la soledad. Aquí cargaron las pilas y luego siguieron su rumbo sin darme las gracias. El pánico por perderlas era sólo mío.