El hombre de acero

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Termina la cena de Nochebuena y la familia, avenida en los langostinos pero reñida en las religiones, se divide en dos sectas de adoradores cuando llega la medianoche. Unos, los temerosos de Yahvé, se enfundan los abrigos y salen a la calle para participar en la Misa del Gallo, donde habrán de asistir al nacimiento repetido de Jesús, superhéroe de los tiempos antiguos que multiplicaba los panes y resucitaba los muertos. Los otros, los descreídos, nos repantigamos ante la tele para adorar al milagrero de los tiempos modernos, Supermán, que detiene los trenes en marcha y recoge a todo el que se cae de los andamios. Son vidas ejemplares, y paralelas, las de Jesús y Kal-El. Otros antes que yo ya divagaron sobre el asunto, haciendo más humor que otra cosa. Sucede que ahora, en El hombre de acero, los guionistas ya no esconden sus intenciones evangélicas, muy serias y pomposas, y pretenden equiparar el destino espiritual de ambos personajes, como si la película la hubiese sufragado la derecha religiosa. Un atrevimiento, o una herejía, o una gilipollez, según se mire. 


        Ambos personajes de ficción vinieron de otro mundo para salvar a la humanidad de su autodestrucción. Uno de Krypton y otro caído del Cielo, los dos trataron de pasar desapercibidos en sus años de mocedad. Pero no lo consiguieron del todo. Si Jesús daba lecciones de sabiduría a los rabinos del Templo, Clark Kent reventaba balones de fútbol americano en los partidos del instituto. Eran niños que arrastraban consigo un halo de sospecha. Ninguno fue el hijo real de su padre o de su madre. A uno le trajo un ángel y a otro lo depositó una nave espacial. Dotados de superpoderes inconcebibles, los dos optaron por no hacer ostentación hasta que llegara el momento de anunciarse. Si hacemos caso de la Biblia y del guión de El hombre de acero, la edad elegida fueron los treinta y tres años. Hasta entonces, para preservar el anonimato, prefirieron poner la otra mejilla en cada pelea que disputaron. Llegados a esa edad de significado quizá cabalístico, quizá astronómico, los dos alienígenas decidieron tirar de la manta y darse a conocer. Pasaron de ser ciudadanos vulgares a portadores de un mensaje de salvación. 

    Jesús predicó en Judea, entre los habitantes del Imperio Romano, sacando demonios de los cerdos o convirtiendo las aguas en vino. Clark Kent destapó sus poderes en Metrópolis, entre los súbditos del Imperio Americano, recogiendo autobuses que se despeñaban o desviando misiles lanzados por los comunistas. Sobre las andanzas de Jesús, los antiguos escribieron relatos en pergamino que trascendieron los siglos y fundaron una gran religión. Sobre Superman, el dibujante Joe Shuster y el guionista Jerry Siegel crearon un cómic que luego sirvió de inspiración para estas películas que me vienen acompañando desde la infancia, en una cita ineludible que se repite cada cinco o diez años. Cuánto ha llovido desde aquel día en que Marlon Brando, en la gran pantalla del cine Pasaje de León, anunciara la catástrofe geológica del planeta Krypton...




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Masters of sex. Temporada 1

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Recuerdo que de chaval, en casa de un amigo, rebuscando entre las revistas pornográficas que su padre escondía encima del armario, apareció un libro que se titulaba La sexualidad humana. Había desnudos parciales, bocetos corporales, párrafos de texto científico que describían los hechos biológicos de la copulación y la masturbación. Los orgasmos y las relajaciones. Lo que en las revistas porno era obviedad e inmediatez, aquí era explicación y circunloquio. Ciencia en marcha. La sexualidad humana tenía la consistencia y el didactismo de un libro de texto, uno que tal vez estudiaban realmente allá en Escandinavia, o en Francia, donde la juventud se entregaba alegremente a la precocidad y al libertinaje, pueblos sin Dios ni vergüenza que nosotros envidiábamos con chorros continuos de baba. Aquí, en la España recién salida del catolicismo oficial, La sexualidad humana figuraba en el Índice de Libros Prohibidos, y se vendía únicamente en catálogos ultrasecretos, y en oscuras trastiendas de kioscos clandestinos. El padre de nuestro amigo era un tunante que se trabajaba el mercado negro de la rijosidad. Un gran tipo, y un gran héroe, a nuestros ojos.


         De haber caído en manos de otra pandilla menos aplicada en los estudios, la obra cumbre de Masters y Johnson se habría quedado encima del armario, cogiendo polvo entre los polvos. Pero nosotros, que alternábamos la testosterona con los sobresalientes, los relatos pornográficos con la poesía de García Lorca, nos disputamos  la posesión de aquel libro con mucha fiereza. Nos interesaba el placer, pero también su explicación científica. La lectura de La sexualidad humana, a medio camino entre la cerdada y la erudición, producía un gran placer por sí misma. A veces, incluso, nos encendía más que el grafismo explícito de las pollas bombeando entre los coños. Éramos lascivos y empollones a partes iguales. Jamás ligábamos con las chicas porque ellas sabían, o intuían, esa doble personalidad de nuestro carácter, tan contradictoria y poco natural. Éramos chavales atípicos, gilipollas por fuera y patéticos por dentro, románticos y muy cochinos.
          


 
            Casi treinta años después, la edad dorada de la televisión se ha acordado de aquella pareja que nos descubrió los misterios cardiorrespiratorios del sexo. Masters of sex es una serie que han medido al milímetro, comedida e inteligente, porque los personajes se pasan todo  el rato hablando de sexo, o practicando el sexo, o diseccionando el sexo, y el espectador -al menos el salidorro que esto escribe- no nota correr la sangre por la entrepierna. Hay una frialdad calculada que recorre los diálogos y las copulaciones. Mientras las prostitutas contratadas se masturban en las camillas, o las parejas voluntarias se entregan a la voluptuosidad tras los biombos, los científicos de bata blanca les van quitando y poniendo las ventosas del electrocardiograma. Luego, en la calma de sus despachos, analizan las crestas y los valles que los gemidos dibujaron sobre el papel pautado, y sacan conclusiones muy revolucionarias para la época. Cosas que ahora -ay que ver cómo cambian los tiempos- ya conoce cualquier chavala del instituto sin haber leído un libro en su puñetera vida. 

       




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Hayware

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Yo juraría que hace unos años, en alguna revista de cine, leí una entrevista con Steven Soderbergh en la que éste anunciaba su pronto retiro del oficio. En la que decía estar cansado de recorrer los despachos y los platós. Los engranajes de la gran maquinaria -aseguraba él- le habían dejado magulladuras y lesiones en el ánimo. Quería tomar distancia, repensar su carrera, dedicarle tiempo a otras artes en las que andaba interesado. Pero al final se arrepintió, o las circunstancias económicas le obligaron. O yo, quizá, interpreté muy mal la intención final de sus palabras. Porque desde ese momento, el hombre de las gafas de pasta nos regala -o nos endilga, según le salga- una película cada año. A veces dos, incluso, como si las cultivara en un invernadero muy fructífero de California. El mismo virus de la hiperactividad que fundó una colonia en Woody Allen, ha encontrado asiento en este director por el que tan pronto siento admiración como distanciamiento.

            Haywire pertenece a la categoría de sus películas que no pasarán precisamente a la historia. No es ni mala ni buena: es tan previsible como entretenida, tan digerible como olvidable. Una gominola sin nutrientes. Una seta no venenosa con escaso valor culinario. Entre mamporro y mamporro, uno repasa mentalmente lo estudiado durante la tarde, el menú que habrá de cocinar para mañana, los días que restan para el inicio de las vacaciones. Cuando vuelven las hostiazas, uno regresa a Haywire llevado por un resorte de la adolescencia que no conoce oxidación ni mal funcionamiento. Es un condicionamiento pavloviano, éste de fijar la mirada allí donde nace una pelea, o discurre una persecución de coches. Mientras uno discute con su chaval interior, Gina Carraro recorre medio mundo huyendo de sus antiguos compañeros del FBI, o de la CIA, que no se entiende muy bien la cosa. Rompe los cercos a patadas, los acosos a cuchilladas, las emboscadas a hostia limpia. Es una versión en femenino de las andanzas de Jason Bourne. Pero mucho más aburrida.



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No. El plebiscito de Pinochet

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En 1988, un dictador chileno de cuyo nombre no quiero acordarme se sometió al veredicto de las urnas para concederse unos años más de poder. ¿Un gesto democrático de quien había asesinado a los demócratas verdaderos? Por supuesto que no. El innombrable del bigote era un megalómano convencido de su misión mesiánica. ¿Qué tendrán los bigotes, chilenos o españoles, soviéticos o teutones, que a todos los chalados les confieren el convencimiento de un alto destino?

    NO es la película de Pablo Larraín que cuenta los intríngulis de aquella campaña electoral. De cómo los enemigos del orden contrataron a un publicista que les llevó por el buen camino de la victoria. Un profesional del asunto que supo diferenciar el contenido del continente, la letra de la música. Nada de denuncias, de testimonios llorosos, de retratos conmovedores en blanco y negro. Alegría y desparpajo, juventud y soniquetes. Puro marketing... ¿Un milagro? No. Si alguien vive en el secreto de que la gente es básicamente estúpida y poco analítica, ése es el sociólogo, el demógrafo, el estadístico. Y el publicista, claro, que vive de aprovechar esa estupidez esencial para colocar sus productos.

    Saavedra, el gurú de los demócratas, sabía que la gente, el pueblo llano, el votante robótico, tiene más miedo que vergüenza, más desmemoria que corazón. El votante chileno, con la bonanza económica, enfrentado a la tesitura de hacer justicia o de comprarse un televisor más grande, se iba a quedar, sin duda, con la tele. Ellos, las gentes de bien, las gentes de orden, las clases medias y acomodadas, no tenían culpa de los desmanes militares, y además ahora se vivía mucho mejor, con más paz en las calles y menos hippies fumando porros. René Saavedra sabía que a ese votante había que pintarle la utopía democrática con vívidos colores y músicas pegadizas. Y tías buenas enseñando el escote. Convencerle de que más allá de Pinochet existía un mundo donde las rubias anglosajonas meneaban las tetas y zarandeaban el culo. Donde no llegaba la pedagogía ni el pensamiento crítico, tenía que llegar el engaño. No había que razonar con el votante: había que embaucarle como a un niño tonto. Dejado a su libre albedrío, no iba a distinguir a un demócrata clandestino de un torturador con charreteras. Había que guiarle con una estrategia primaria y sencilla. Alcanzar el fin honroso del NO con el medio deleznable de la publicidad.


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Alps

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La costumbre de suplantar con un actor a quien acaba de fallecer va camino de convertirse en todo un subgénero de las películas. Y quién sabe si de la vida real, dentro de unos años... La primera vez que vimos algo así fue en Familia, aquella película en la que Juan Luis Galiardo contrataba a  un batallón de actores -cuñado incluido- para no celebrar en solitario su cumpleaños de cincuentón. Lo que no quedaba muy claro, o yo no recuerdomuy bien, si el tío andaba de rodríguez y se daba un capricho estrafalario, o si era un divorciado melancólico que echaba de menos los viejos tiempos de las discusiones y los gritos. Es difícil de recordar: el recuerdo de Elena Anaya, inaugural y primigenia, difumina cualquier acercamiento a Familia que se haga con la ayuda simple de la memoria. 

Giorgos Lanthimos, el director griego de aquella astracanada hipnotizante que fue Canino, retoma este subgénero de las sustituciones en Alps. Alps es el nombre de una secta de jamados que se dedican a suplantar por horas a los recientemente fallecidos. Gracias a una enfermera que trabaja en el hospital, contactan con los familiares desolados para ofrecerles sus servicios y aliviarles la pena. Estos actores y actrices, que cobran por horas de servicio, son como profesores de apoyo que se visten con las ropas del muerto, y recrean escenas y diálogos de la antigua vida cotidiana. Si toca conversación a la hora del desayuno, pues conversación; y si hay que echar un polvete como los de antaño, pues se echa. 

Contada así, parecería que Alps es una tragicomedia de gran sustancia y profunda reflexión antropológica. Ocurre, sin embargo, que uno tarda muchos minutos en comprender esta trama fundamental, y cuando llega a la orilla, y planta los pies en tierra firme, nuevos terremotos de giros extraños y conversaciones fallidas te devuelven al mareo de un espectador sin biodramina. Hace años, en el esplendor herbáceo de mi juventud, yo disfrutaba mucho con estas películas herméticas y bizarras, que se iban mostrando pieza a pieza, como los puzzles de los concursos. Pero uno va perdiendo las neuronas, las paciencias, las atenciones indispensables, y todo lo que no sea un guión de sopitas y buen vino se atraganta en el intelecto y ya produce malas digestiones. 




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Érase una vez en Anatolia

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Turquía es un país ignoto del que hemos ido aprendiendo los rudimentos gracias a ese programa educativo que es Españoles por el mundo. Escuchando a los intrépidos compatriotas que fueron allí persiguiendo el trabajo o la pasión turca, conocemos el Gran Bazar como si fuera el mercadillo de nuestro pueblo, y la mezquita de Santa Sofía con más detalle que la catedral de nuestra propia ciudad -a la que nunca entramos por no bailarle el agua a los curas. Sabemos, además, por los libros de historia, que los turcos fueron aguerridos enemigos en Lepanto, y que asolaron el mar Mediterráneo con su flota poderosa. Que construyeron un Imperio Otomano que duró siglos y subyugó a decenas de pueblos limítrofes. Ellos provocaron la muerte de Elisabeta de Valaquia y la conversión en Drácula de Vlad el Empalador...
 
            Hay que decir, de todos modos, que nuestro conocimiento general de Turquía se limita a lo que sucede en Estambul y alrededores. De lo que ocurre en el resto de Anatolia sólo nos llegan los hallazgos arqueológicos, y los conflictos étnicos con los kurdos. Las pequeñas ciudades de Turquía y su mundo agropecuario son mundos secretos que sólo se atisban desde Google Earth, como una adivinanza etnográfica y económica vista desde las nubes. Es por eso que uno, cuando escuchó el título de esta afamada película, Érase una vez en Anatolia, decidió reservarle un horario de prime time en la programación semanal de las películas. Resultó ser una película extraña, hermética, tan árida y pedregosa como el paisaje de los montes donde se masca la tragedia. El asesinato de un lugareño y la búsqueda interminable de su cuerpo son los mcguffins de los que se sirve este director, Nuri Bilge Ceylan, para contarnos que esta mierda de crisis es más o menos la misma en todo el Mediterráneo.

Hablamos de la crisis económica, por supuesto, que obliga a policías y forenses a trabajar con unos medios técnicos irrisorios, a cambio de unos sueldos que se presumen, por lo que se desliza en los diálogos, casi de subsistencia. Y hablamos también, cómo no, de la otra crisis, la primordial y más sangrante: la existencial de las almas, que es la misma en todo el mundo, e igual de deprimente cuando se cumplen los cuarenta años. Érase una vez en Anatolia viene a ser -despojada de la trama criminal y de las cuitas de los policías- la constatación de que los cuarentones turcos, como los cuarentones españoles, también viven instalados en la tristeza, demasiado mayores para las jóvenes hermosas, y ya cínicos incurables de su propio oficio.





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Headhunters

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Cuando aposento mis reales para ver una película rodada en Escandinavia, tengo la esperanza de ver, además de un buen entretenimiento, una sociedad que funcione mucho mejor que esta nuestra de la triste Iberia. Quiero soñar con el paisaje urbano de las ciudades nórdicas, siempre envueltas en la niebla, y con termómetros que jamás pasan de los 25 grados; soñar con autobuses que siempre llegan a su hora, y gentes que pedalean por carriles bici interminables y despejados. Con cafeterías donde reina el silencio de los televisores apagados, de las conversaciones sostenidas a media voz; donde asi puedes oír el roce de las páginas del periódico, de la crepitación del azúcar derritiéndose en la crema. Lo más parecido que ha inventado el hombre al paraíso... 

         Luego, cuando las peripecias argumentales nos trasladan a los verdes campos, uno descubre que hasta las vacas escandinavas son más civilizadas que las nuestras, pues todas cagan en el sitio que tienen asignado dentro de los establos pintados de colorines. El Paraíso no estaba ubicado en Mesopotamia, como se nos cuenta en la Biblia, tan errática en los asuntos históricos como en los geográficos. Entre el Tigris y el Éufrates el sol te cuece las ideas, y la arena del desierto se te cuela por la nariz. No; los teólogos heterodoxos saben que el verdadero Edén estaba situado en Europa, hacia el norte, en la tierra de los bárbaros. Adán era un chicarrón del norte que construía cabañas de madera y Eva una rubiaza que quitaba el hipo y derretía los hielos con su desnudez. Esta Eva nórdica -la verdadera, la fetén- debía de parecerse mucho a la mujeraza que actúa en esta película noruega titulada Headhunters. De esta valquiria sólo sabemos que se llama Synnøve Macody Lund, y que mide un metro ochenta y tres de altura. Y que es una mujer de padre y muy señor mío. El resto de su biografía permanece oculta entre las nieblas de las tierras vikingas. Es como si Synnøve saliera de la taiga ancestral sólo para rodar sus escenas y luego regresara a lo frondoso, mujer misteriosa, quizá semidiosa, Asynjur de los bosques. 

Synnøve es tan hermosa, tan apabullante, tan inadjetivable, que sólo haría el ridículo tratando de describirla. El diccionario del castellano se queda muy corto en estos casos. Cesen aquí, pues, mis escrituras. Porque no hay, tampoco, gran cosa que contar sobre Headhunters. Y mucho menos cuando Synnøve no está. Ladrones simpáticos que roban obras de arte y ejecutivos desalmados que anteponen los fines a los medios. Un thriller posmoderno que alterna la gracia con el gore, la intriga con las vísceras. Un entretenimiento notable en el que, para mi desdicha, nada se nos deja ver de Oslo y su avanzada sociedad, pues la trama transcurre en el interior de sofisticados hogares y modernísimas oficinas. 



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Frenesí

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Hace unas semanas, después de conocer al Hitchcock más lúbrico e iracundo -y más destestable- en la película The Girl, releí en el libro de Donald Spoto sus últimas peripecias antes de abandonar este mundo. Allí se habla de un Hitchcock cada vez más gordo, más alcohólico, más alejado del planeta de sus semejantes, que siempre tuvo por un lugar aterrador o poco edificante. No salgas a la calle cuando hay gente, cantaron años después los Golpes Bajos... El biógrafo pasa de puntillas por las últimas películas del maestro, que considera decadentes y poco inspiradas. Todas excepto una: Frenesí. De ella escribe el señor Spoto adjetivos tan tentadores que uno, por curiosidad, por devoción cinéfila, se ha visto obligado a reservarle un hueco en la programación.

Y he decir que no era para tanto, el alborozo del señor Spoto. Una vez más he sido engañado por el pope de turno, que se llena la boca de clasicismos como un niño gordo con pastelillos de chocolate. Se pongan como se pongan los líderes de opinión, muchas películas de Alfred Hitchcock se han quedado viejas o revenidas. No les niego la pericia, la artesanía, la huella indeleble que en su tiempo dejaron entre los espectadores. No les niego el título honorífico de pioneras en estos enredos de los crímenes escabrosos y los perturbados emocionales. Pero sólo un puñado de ellas permanecen tan frescas como el primer día. La ventana indiscreta, y Vértigo, que no hablan realmente de un crimen, sino de la obsesión eterna de los hombres por las mujeres rubias. Y Psicosis, que posee algo enfermizo y viscoso que trasciende las décadas y las modas. Y Encadenados, en mi corazón, que guarda ese aura de los años 40 con actores de tronío y guiones milimetrados. Lo demás ha sucumbido a los años, a los plagios, a la melancolía de Ozymandias.

Los trucos narrativos de Frenesí ya no sorprenden a nadie. Cualquier espectador del siglo XXI está capacitado para adivinar la resolución de todas sus escenas. Sin emoción ni sorpresa, uno persevera en la película por el valor histórico, por el respeto debido, por la inercia cinéfaga de estas noches laborales y bostezantes. Ni siquiera las tetas y los culos -que en Frenesí asoman de vez en cuando, y que en 1972 debieron suponer un escándalo mayúsculo- le sacan a uno de su actitud interesada pero distante. Estas carnes no eran estrictamente necesarias para el desarrollo de la historia, pero se ve que el viejo Hitch ya tenía ganas de desnudar a un par de rubias en la pantalla. Quizá por eso se vino a Inglaterra a rodar Frenesí, aprovechando que sus compatriotas son más tolerantes que  los yanquis, y que el Támesis, como el Pisuerga, ya no pasaba por Nueva York. 




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