La mujer invisible

🌟🌟🌟

Charles Dickens tenía 46 años cuando una buena mañana entró sin llamar en los aposentos de su esposa Katherine y la descubrió desnuda en mitad de sus abluciones. No era costumbre, en la época victoriana, que los esposos se conocieran el cuerpo sin ropajes. Incluso los ayuntamientos carnales se hacían con los camisones puestos, interponiendo capas de lino entre las pieles pecadoras. Así que Dickens se quedó de piedra cuando descubrió aquellas lorzas desparramándose por los costados, unas sobre otras, como jardines grasientos de un zigurat babilónico. Katherine le había dado diez hijos en sus muchos años de matrimonio, y últimamente abusaba de las pastas y de los puddings en el té con las amigas. Esta Katherine descomunal se había comido a la dulce Katherine de los otros tiempos, de cuando eran jóvenes y se perseguían por los jardines; de cuando se rozaban las manos en la intimidad del dormitorio y un escalofrío de amor les obligaba a superponerse sobre el colchón para consumar el casto acto de la procreación. 

         No es que Dickens fuese precisamente un Adonis de las letras británicas, con esas barbas de orate y ese aspecto desaseado de los hombres decimonónicos, pero él era un hombre afamado al que sus lectoras agasajaban por doquier. Y así, de entre sus múltiples seguidoras, Dickens hizo pito pito gorgorito y convirtió en su amante a la joven Ellen Ternan, actriz de teatro aficionada que bebía los vientos por su literatura. En los retratos de la época, Ellen aparece como una mujer de rostro afilado, rasgos delicados y boca de fresa. No es una mujer fea. No, al menos, el monstruo que uno siempre espera en estos retratos del siglo XIX, con jóvenes que ya eran viejunas a los veinte años y maduritas que ya eran cadáveres antes de morir. Pero aquí, en La mujer invisible, que es la película que narra estas aventuras románticas de Charles Dickens, los productores prefirieron una belleza más rotunda, más moderna, que asegurase un mínimo en taquilla por si al final salía un muermazo de dormir a las ovejas. Como casi ocurrió... La actriz elegida para el papel se llama Felicity Jones, y no se parece en nada a la Ellen Ternan verdadera: sus gracias son los pomulazos, los ojazos, los labios voluptuosos. Véase que estoy hablando de una belleza superlativa, sobresaliente, de las de quedarte sin palabras en un blog. De las de quedarte, otra vez, enamorado de un holograma.




Leer más...

Big Bad Wolves

🌟🌟

En algún sitio leí que Big Bad Wolves era, para Quentin Tarantino, la mejor película del año pasado. Y hoy, traicionado por este domingo sin fútbol que me devoraba el ánimo, me dejé llevar por la compulsión del cinéfilo y navegué por la costa de los bucaneros para robar una copia ilegítima. De haberme parado a pensar cinco segundos, sólo cinco segundos, me habría ahorrado este mal rato de aburrimiento argumental, y de snuff movie asqueante. Se me pasó, una vez más, que Tarantino es el hombre que come mierda y caga pepitas de oro. El hombre de la gran quijada siempre alimentó su cinefilia con el cine de peor calidad, con el más cutre, con el más desquiciado, con el que no tiene ni pies ni cabeza pero sirve para echarte unas risas con los colegas, o para achuchar a la novia en los momentos de gran susto. El aparato digestivo de Tarantino es único en el mundo, colocado del revés por un capricho genético irrepetible: lo suyo es comer mierda y luego defecarla en forma de platos exquisitos. A Quentin hay que seguirle en sus películas, que son casi siempre enjundiosas, y en las entrevistas, donde es un tipo original y divertido. Pero no, ay, tonto de mí, cómo pude olvidarlo, en las recomendaciones que hace para la peña.







Leer más...

THX 1138

🌟🌟🌟

En la sociedad futurista que George Lucas imaginó para THX 1138, los humanos son como abejas obreras encerradas en un inmenso panal. Todo el mundo viste con túnicas blancas, lleva el pelo rapado y vive en minúsculos apartamentos cerca del trabajo. No tienen más objetivo en la vida que trabajar, y que reponer fuerzas y energías para seguir trabajando. 

    Para que nadie caiga en la tentación del sindicalismo y pida un día libre a la semana, o una jornada laboral de ocho horas, las fuerzas del orden mantienen a la población drogada con pastillas. Los obreros han de seguir un régimen obligatorio a la hora de las comidas, y están controlados por funcionarios que cuentan las píldoras y monitorizan las ingestas. Es así como los mantienen en un estado ficticio de placidez, en el que nada se anhela ni se desea. Luego, por si las moscas, para detectar a los cripto-comunistas que se las guardan bajo la lengua y las escupen en el retrete, los obreros son electroencefalogramados en controles rutinarios o sorpresivos, para saber quién lleva las ondas cerebrales acompasadas y quién tiene la cabeza en otro sitio, imaginando liberaciones de la clase obrera y asaltos a los palacios de invierno. 

     Las relaciones sexuales están prohibidas con severísimos castigos. El sexo confunde y atonta; crea vínculos afectivos, ensueños idiotas, y la economía se resiente con tanta mandanga del corazón. Si la ciudad produjera pañales o chupetes ya sería otro cantar.  Los capataces cambiarían las pastillas por otras para que los obreros follaran como locos y dieran salida al stock de productos, produciendo clientes pequeñitos. Pero en esta colmena futurista sólo se fabrican robots-policías, que van armados con picanas y tienen un andar muy torpe. Unos auténticos inútiles con cara de metal y corazón de plutonio. 

            THX 1138, el personaje, es un obrero especializado que vivía feliz en su distopía laboral hasta que es expulsado del paraíso terrenal. LUH, que así se llama nuestra Eva del futuro, le cambia unas pastillas por otras para dejarlo turulato y poder acostarse con él. LUH va ciega de hormonas, quién sabe si por un error en su medicación, o si por un defecto genético en su cerebelo, aí que pito-pito-gorgorito, decide liar al pobre de THX para frotar carne contra carne, y pelo contra pelo. Nuestro héroe se lo pasa pipa en el primer revolcón, porque además LUH es una mujer hermosa de piel blanquísima y un mar infinito de pecas. Justo la mujer que a mí también me vuelve loco en esta distopía real del siglo XXI, donde uno vive igualmente drogado y esclavizado por el trabajo, y el pito tambièn se arrastra melancólico y mustio. 






Leer más...

Lenny


🌟🌟🌟🌟

Hace cincuenta años, en Estados Unidos, y ya no te digo nada en nuestra España nacionalcatólica, los humoristas sólo podían contar chistes sobre suegras o sobre gangosos. Ninguna palabra soez estaba permitida en las ondas o en los escenarios. El sexo, como mucho, era eso, y las partes anatómicas, esto y aquello. En España bastaba con que aludieras al tema, sin mencionarlo siquiera, para que te agarrasen un par de guardias civiles, te soltaran un par de hostias en el calabozo, y luego te enviaran al cura castrense para ser recibido en sagrada confesión, ser absuelto de los pecados y volver al redil de los hijos de Dios. A la mañana siguiente regresabas a la vida civil con el ojo morado y el alma blanca lavada con Ariel. 

En Estados Unidos la libertad de expresión era mayor: podías usar eufemismos, circunloquios, sustituir los términos problemáticos por palabras inventadas. Pero si mencionabas la palabra prohibida, te podían caer meses e incluso años de cárcel. Un tipo como Louis C. K. llevaría varias cadenas perpetuas consecutivas. Antes que él, en los años 60, hubo un cómico pionero en violar estas normas que ahora nos producen la risa y la perplejidad. Se llamaba Lenny Bruce, y no se cortaba un pelo cuando salía a los escenarios. Hoy en día, sus monólogos serían apropiados incluso para los monaguillos, o para las amas de casa, pero entonces escandalizaban a las autoridades y a los comités de buenas costumbres. Lenny decía chupapollas, y coño, y hay que joderse, y el público, en los garitos nocturnos, se partía el culo mientras esperaba que la policía irrumpiera en cualquier momento. En Lenny, que es la película que Bob Fosse dedicó a su figura, asistimos al auge y caída de este peculiar personaje. De cómo saltó a la fama y de cómo arruinó su suerte en los enfrentamientos con la ley, y en sus problemas con las drogas. Lenny Bruce era un tipo impulsivo y libertino, de una lengua mordaz y de una inteligencia punzante. No era un simple provocador, ni un simple malhablado. 





Leer más...

Bonnie and Clyde

🌟🌟🌟

Detrás de un gran delincuente a veces hay una mujer que lo jalea y lo comprende. Mientras otros construyen puentes para llamar la atención de las mujeres, o meten goles, o escriben blogs en internet, ellos, los criminales, roban bancos, o matan gente, o evaden dinero a cuentas secretas de Suiza. La vida de los machos es un continuo pavonearse ante las mujeres, y cada uno luce las plumas que los dioses le otorgaron. Todo Hitler conoció a su Eva Braun. Todo mafioso italiano tiene a Francesca cocinando espaguetis en la cocina. Todo corrupto del PP tiene a su rubia con mechas jugando al golf con las amigas. Todo Clyde Barrow tiene a su Bonnie Parker, y viceversa, porque en este caso Bonnie era una mujer que ya buscaba emociones fuertes junto a machos pendencieros. Clyde, encoñado hasta las cejas, hizo todo lo posible para que ella nunca le dejara por otro pistolero más salvaje. De las gasolineras pasó a los bancos, de las amenazas a las agresiones, de los tiros al aire al tiro al policía. Un buen polvazo bien vale un crimen, o dos, o siete, porque ya puestos en el galanteo lo mismo le daba. La pena de muerte o la emboscada en la carretera iba a ser exactamente la misma.


            Esta comunión sexual entre los criminales y las estúpidas es una cosa que viene de lejos, de los tiempos prehistóricos, de cuando el más bestia de los trogloditas cogía la cachiporra y mataba a cinco rivales para hacerse con la gacela o con la fuente de agua. En el mundo de los Picapiedra no había sitio para los hombres con escrúpulos, para los poetas del verso, para los inválidos de la existencia. Yo no hubiera durado ni dos veranos en aquel duelo de garrotazos. La única manera de atraer a las hembras era golpearse el pecho, rugir en voz alta y cargarse a un pichafloja que pasara por allí. Y esta predilección sigue ahí, larvada en los genes, transmitida de generación en generación por las abuelas y por las madres, dentro del ADN nuclear, o del mitocondrial, que habría que estudiarlo. Incluso nuestras contemporáneas más cultivadas sienten temblar el pecho cuando conocen a un hombre que no le teme al peligro. Tardan mucho más de lo que confiesan en desecharlos como candidatos sexuales. De ellos emana un magnetismo salvaje que las envuelve como un perfume, y las deja turulatas. Resuenan viejos tambores orgásmicos en lo más profundo de sus cuevas. Algunas lo apuestan todo y ganan millones. Se levantan una buena mañana y se encuentran un Jaguar en el garaje.  




Leer más...

Michael H.

🌟🌟🌟

Entrevistador: Puede decirse que esta película [La cinta blanca] es tu primera película de época, tu primera película histórica. ¿Por qué?
Haneke: Ocurrió así. Supongo que... [se ríe incómodo, y hace aspavientos] Error, error. La pregunta deja entender que mi propósito en esa película era tal. Pero no me interesa. En Cannes tampoco quiero contestar a preguntas así.
Entrevistador: Intento encontrar un punto de partida para luego...
Haneke: Ya, pero si es así, no puedo evitar caer en la trampa.
Entrevistador: [Insiste] Te preguntaré si querías sorprender a los que conocían tu trabajo con una película...
Haneke: Tampoco. No fue el caso... [Vuelve a sonreír molesto] No quiero contestar a preguntas que me obliguen a autointerpretarme. Si explico que tengo un propósito y por qué hago una película, caigo inmediatamente en ese debate.
Entrevistador: Pero la película casi podría llamarse "Una historia alemana". Habla de estigmas de antaño, de la historia...
Haneke: No, no, no vamos a ningún sitio, estamos... No, en serio. Si empiezas hablando de una historia alemana, entramos inmediatamente en el tema del fascismo, etc., etc., y quiero evitarlo.

[Silencio incómodo]


            Este diálogo para besugos se produce a los doce minutos de comenzar el documental Michael H., que prometía ser una incursión abisal en las profundidades de Michael Haneke, ese director de las películas incómodas y los significados ocultos. Yo me había colocado en posición expectante, con las luces apagadas, la cena terminada, el sueño contenido, esperando que este hombre me iluminara las meninges y me agigantara el pensamiento. Una clase magistral impartida por este tipo con cara de profesor hueso. Pero lo que prometía ser un gran polvo se ha quedado en un gatillazo tan propio de nuestras edades, septuagenaria la suya, cuarentona la mía. Tras este diálogo sé que me voy a quedar como estaba, y que las grandes preguntas que tenía guardadas van a seguir igual, incontestadas, guardadas en el cajón. El resto de Michael H. sólo es el making off previsible de los actores cantando las virtudes, y del director orquestando alguna escena en el plató. 


    Haneke ha preferido no desvelar, no confesar, preservar el aura enigmática de sus películas, y de su propia alma. Quizá prefiere, como buen profesor, que sigamos discurriendo sus películas para encontrar la verdad por nosotros mismos. Quizá se tira el rollo para mantener una pose y un prestigio entre los culturetas. O quizá, quién sabe, ese día le dolía la cabeza, o le caía mal el entrevistador, o perdió su equipo favorito por goleada y no le apetecía explayarse en consideraciones. Haría falta otro documental que explicara este documental: Michael H. II: las nuevas preguntas. Y que lo vayan acelerando, que el profesor se nos está quedando en los huesos, y con la barba ya toda nevada.





Leer más...

Malditos vecinos

🌟🌟🌟

Hoy tendría que escribir sobre Malditos vecinos, la comedia gamberra con la que termina este lunes anodino y melancólico, pero estoy vacío de ideas, y harto de que nadie se pase por aquí. Los interesados en la película habrán de buscar en otros foros. Los hay muy divertidos, de mucha cuchipanda y mucho rollo juvenil, que vienen al pelo para debatir sobre este desmadre de los universitarios y los porretas. Yo me he quedado en blanco, y estoy más que  negro. Ninguna chispa de humor va a salir esta noche de mis dedos, que cada vez son menos eléctricos y menos hábiles, si es que algún día lo fueron. 

       Hay trescientos días al año en que tal soledad me la trae al pairo, porque uno está aquí, frente al ordenador, para entretener las horas mientras escucha música clásica o música de jazz. En eso soy como Charles Bukowski, salvando las oceánicas distancias. Si me tumbara en el sofá con los auriculares puestos me dormiría al instante. Tengo un cuerpo traicionero que aprovecha cualquier quietud para traspasar la frontera del sueño. Es un Houdini muy hábil, y muy hijo de puta. Te despistas unos minutos y de repente ya te ha metido en el otro lado, viviendo historias absurdas, saludando a los viejos fantasmas. Una pérdida de tiempo lamentable, porque mis sueños son muy entretenidos, pero nunca ofrecen la clave de nada. Son como martillos que vuelven una y otra vez sobre los mismos clavos.




            Yo no escribo: muevo los dedos sobre el teclado para que la realidad no se apague. Prefiero la vida al sueño, como cantaba Serrat, y lucho, a todas horas para contener sus ataques. Sentado aquí construyo diques, y cavo trincheras. Soy un soldado holandés de la Primera Guerra Mundial. Sin esta ocupación del diario, me pasaría la vida durmiendo, o dormitando, o soñando que duermo. Nací cansado y estéril. Solo en las largas vacaciones saboreo el bienestar de los hombres despiertos, porque en ellas mato el sueño de tanto dormir. Lo aburro con su propio aburrimiento. Duermo tantas horas que él mismo me pide despertar, para tomarse un respiro. Pero luego, cuando  regresa el tiempo del trabajo, el muy mamón resurge de sus cenizas, como el Freddy Krueger de las películas de terror, Y es como un polluelo que no cesa de piar, como una mujer que no para de hablar, como un niño malcriado que no para de dar por el culo con el tambor de hojalata. Así que escribo, y escribo, en las horas más derrumbadas del día, cuando el cansancio traidor abre portezuelas en la fortaleza. No escribo para ser leído, sino para ordenar las ideas mientras escucho música, pero hay sesenta y cinco días al año en que me gustaría no pasar más de largo, y servir para algo, como cantaba Serrat. 


Leer más...

The kings of summer

🌟🌟

Si hacemos caso de las películas, los adolescentes españoles, cuando se fugan de casa, apenas tardan dos días en regresar al hogar. Cualquier castigo es bueno si por la noche aguarda la habitación de siempre con la cama querida. Mejor la esclavitud confortable que la libertad incierta. Los adolescentes americanos, en cambio, se piran de casa y ponen a la policía en jaque durante semanas, o durante meses. Algunos no regresan nunca, y terminan enrolados en la marina mercante, o tirados en las esquinas de Nueva York, o fumando porros en las playas de Indonesia. Ellos tienen la cultura del colono, del aventurero, del tipo seguro de sí mismo que se va a comer el mundo sólo por llamarse Tim y llevar la gorra puesta del revés. Pero la diferencia fundamental con los españolitos es que ellos, además, aprenden desde muy jóvenes a manejar herramientas, y eso les permite enfrentarse al mundo con una autosuficiencia desconcertante. Mientras nuestros chavales juegan al fútbol y matan gatos a pedradas, los pequeños yankees aprenden las destrezas indispensables de la supervivencia. No es casualidad que allí se crearan los dibujos animados de Manny Manitas, un chavaluco de primaria que después de hacer los deberes se dedica a hacer chapuzas en el vecindario, y que mientras trabaja habla con sus íntimos amigos, el serrucho y el martillo. 

            En The kings of summer, que es la película que americana  nos ocupa en este Día de la Raza Española, un trío de adolescentes inadaptados deciden pasar el verano en un claro del bosque, aislados de las familias que los mangonean, de los compañeros que se pitorrean, de las chicas que nunca les besan. Como son americanos de Ohio y no españoles de Moratalaz, mangan unas maderas y unos clavos y construyen una cabaña funcional en un periquete. Una vez instalados, todo es coser y cantar: ellos saben encender fuego, cazar conejos, proveerse de agua, afeitarse los cuatro pelillos de la barbilla con los cuchillos. En realidad viven a pocos de kilómetros de su pueblo, pero como la película va mitad en serio y mitad en broma, los policías son un par de tontainas que siempre siguen la pista falsa. Tampoco sus padres se toman con mucha histeria la situación. Es obvio que ningún psicópata ha secuestrado a sus hijos, porque con las herramientas y las latas de conserva han desaparecido, también, los dólares que guardaban en el tarro de cristal cuando decían córcholis y mecachis. Así que los chavales tienen todo el tiempo del mundo para hacer el indio, para hacerse hombres, para fortalecer la autoestima que los hará triunfadores de la vida.  Hasta que la chica de turno averigüe su escondite y se presente allí cual manzana con dos peras de la discordia. De nuevo Eva, terminando con el paraíso. Con serpiente incluida…




Leer más...