Foxcatcher

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Si no supiéramos de antemano que Foxcatcher está basada en una historia real, dos horas después, al terminar la película, nos habríamos llevado las manos a la cabeza con las ocurrencias de los guionistas, y hubiéramos dicho que estos irresponsables, en un ataque de creatividad febril, juntaron a las churras de la multinacional química con las merinas del wrestling olímpico. Una historia infumable e inconcebible.

    Lo que cuenta Foxcatcher es una cosa de ver y no creer. Te lo cuenta un amigo en el café y piensas que le ha echado demasiado orujo al carajillo, o que está mezclando dos películas que en realidad no guardan relación: una con los hermanos Schultz esforzándose en ganar las medallas de los Juegos Olímpicos, y otra con John du Pont, el heredero de la fortuna familiar, que megalómano perdido se cree capacitado para dirigir asuntos deportivos de los que no tiene ni pajolera idea. Foxcatcher es una película que al no informado, al no enterado, podría parecerle surrealista y excesiva. El mismo Bennett Miller, según confiesa en una entrevista, decidió dejar muchas cosas en el tintero porque mil rótulos explicativos no hubiesen salvado Foxcatcher de la incredulidad general.  

    Foxcatcher sirve para recordarnos dos cosas: la primera, que es muy cierto que la realidad supera con creces a la ficción, y que muy cerca de nosotros, tal vez en el mismo pueblo o en el mismo vecindario, está sucediendo una historia increíble que necesitaría un rótulo explicativo que avalara su veracidad; la segunda, que los actores cómicos, cuando se meten en la piel de personajes inquietantes y desalmados, alcanzan una hondura de insensatez que otros actores no consiguen, tal vez porque el humor es el género más negro de todos, el que a fuerza de reírse de la gente la desnuda, y la denuncia con mayor eficacia. En Foxcatcher lo borda, el gran Carell, que ya en The Office encarnaba a un personaje que tenía muy distorsionada su autoimagen, y que se veía en proyectos que no le correspondían, y en hazañas que jamás estarían a su alcance.


    No puedo dejar de pensar en todos los desempeños que me ocupan a lo largo de la jornada, el de maestro de escuela, el de entrenador de fútbol, el de bloguero insomne de estas ocurrencias, y un escalofrío de vergüenza me recorre por la espalda al pensar que tal vez yo mismo sea un falsario, un estúpido, un arrogante que se dice competente en estas tareas y en realidad nunca se ve desnudo ante el espejo. Ni John du Pont ni Michael Scott habrían admitido un dedo acusador, una versión disonante de su engreimiento. ¿Por qué habría de hacerlo yo, entonces, pillado en tal pecado?



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Submarine

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Submarine es de esas películas que terminas viendo y disfrutando aunque su sinopsis te tire para atrás: adolescente pajilllero en busca de novia que se deje sobar las tetas y quizá algo más; poeta frustrado de la existencia urbana, cero a la izquierda en el escalafón de los tipos deseables. Un buen chico en realidad, retraído, timorato, con intuiciones geniales sobre la vida que va alternando con cagadas monumentales, tan propias de la edad, y tan propias, también, de la incompetencia básica que ya nunca le abandonará. Un retrato, en definitiva, de la vida de cualquier cuarentón de ahora mismo, porque nosotros tampoco nos comíamos una rosca, y también escribíamos nuestra poesía ridícula en los cuadernos del colegio. También anhelábamos entender el mundo hasta que el mundo decidió desentenderse de nosotros. Submarine es un recuerdo de nuestro pasado poco glorioso. Un viaje poco gratificante a nuestra adolescencia aún no superada. Una comedia amarga que te amarga, aún más, la puta noche.





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Sueño de invierno

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Ahora que el frio remite y que rebrotan los vegetales, vuelvo a soñar con el crudo invierno que tardaré muchos meses a disfrutar. Dentro de nada regresarán los calores, los mosquitos, los picores. Los sofocones en el esfuerzo, las irritaciones en la piel, las noches eternas entre las sábanas resudadas...  Todavía no ha terminado del todo y ya echo de menos el invierno que se podía combatir tan ricamente con un buen cocido y un buen abrigo.


            Es por eso que hoy, en pleno ataque de melancolía, decido ver Sueño de invierno, porque hay veces que la realidad y la ficción establecen una conexión que no puede ser casual, que está regida por algún dios que trata de decirme cosas, de revelarme un camino o un destino. Sueño de invierno, además, ha recibido la Palma de Oro en el festival de Cannes, y su director, Nuri Bilge Ceylan, es un tipo que en este blog ha dejado su huella y su debate, capaz de helarte el alma con una conversación de altísima enjundia y luego dejarte dormido con un plano sostenido del infinito anatolio. 

    La película está rodada en Uchisar, que es un pueblo perdido en la Capadocia. Allí la gente sigue viviendo en las antiguas cuevas de los trogloditas, como Picapiedras y Mármoles de la Otomania, aunque por dentro estén adecentadas como cualquier piso occidental, con su televisión, su conexión a internet, su frigorífico para los quesos y las lechugas. Los turcos del vecindario tampoco conducen troncomóviles, sino todoterrenos que los ayudan a sortear los caminos embarrados y nevados. Con ellos se trasladan a la estación de tren que de vez en cuando los acerca a Estambul, para realizar los trámites administrativos, o sacar a cenar a la mujer, el día del fatídico aniversario.


            Aydin es el dueño del único hotel en este paraíso. Aydin se levanta por las mañanas, saluda a los clientes, administra cuatro asuntos banales y se encierra en su cueva a escribir los artículos de opinión. Es la vida exacta que uno quisiera haber llevado, de rentista, en un pueblo perdido, con todo el tiempo del mundo para escribir las tonterías y ejercitar los músculos del caminar. Vivir lejos del mundanal ruido, rodeado de perros, y de tenderos que sirvan los productos con un buenos días. Hoy mismo, antes de ver la película, he tenido que ir al trabajo, cocinar los alimentos, barrer el suelo, fregar los cacharros, acompañar al hijo, hacer los recados, responder al correo, descolgar la llamada imperiosa de un familiar... En el tiempo que yo pierdo en todo esto, Aydin, el turco suertudo, ya le ha dado mil vueltas a sus escrituras, y ha salido a caminar por los preciosos montes de su pueblo a respirar el aire puro. Ya decía Michel Houellebecq que vivir y escribir eran dos oficios incompatibles. Y en esas estamos.



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Lejos del mundanal ruido

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Hay títulos que le persiguen a uno hasta la obsesión. Que llevan años ahí, sonando, rebotando, prendidos de una meninge hasta que no hay más remedio que ver la película para desprenderlo. Lejos del mundanal ruido… Cuántas veces habré formulado este deseo sin letras cursivas: lejos del mundanal ruido, del mundanal trabajo, del mundanal gentío. Vivir en sociedad, sí, cerca de las farmacias, de los supermercados, de los restaurantes chinos, porque uno no podría sobrevivir sin estas ventajas del abastecimiento, incapaz de procurarse el sustento de la granja o de la huerta, pero lejos, muy lejos, a mil años-luz del espíritu, donde no llegue el ruido, ni el pelmazo, ni el sonsonete cansino de la civilización. No sé si me explico.


            Lejos del mundanal ruido… Uno había leído las sinopsis y ya venía preparado para el mundo preindustrial, el paisaje bucólico, la bella mujer pretendida por tres hombres enamorados. Uno leía a John Schlesinger en los títulos de crédito y se sentía seguro y confiado. Schlesinger es el responsable de Cowboy de medianoche, de Marathon Man, y además juega en casa, en su Inglaterra natal. Empieza la película y me las prometo muy felices en esos paisajes ondulados, del cereal mecido por el viento, tan cerca del mar. La belleza de Julie Christie es luminosa, seductora, y no tiene nada que envidiar a la de Maureen O’Hara o a la de Kate Winslet, otras británicas enamoradas. Estoy muy predispuesto a dejarme llevar por su hermosura, y a creerme sus desventuras económicas y románticas. Estamos, efectivamente, muy lejos del mundanal siglo, del mundanal estruendo, del mundanal progreso.


            Pero la película se me va cayendo poco a poco de los ojos. Todo es cursi, relamido, tontorrón, decimonónico en el peor sentido de la palabra. Y dura, además, 157 minutos eternos, que iré sorteando con el mando a distancia hasta llegar al previsible final. Todos es muy bonito, sí, pero rancio, y viejuno, y naftalinoso, como si Lejos del mundanal ruido no sólo se ambientara en un siglo extinguido, sino que se hubiera rodado allí mismo, mucho antes del invento de los hermanos Lumière, en una avanzadilla técnica que tal vez mereciera una investigación, y un doctorado, y un documental para el National Geographic.




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Fish Tank


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Fish Tank es el retrato de una adolescente del arrabal londinense, allá donde el Támesis busca su desembocadura en el mar. Mia es una choni de la Gran Bretaña que vive en pisos de protección oficial y sueña con ser bailarina de rap. Viste sudaderas con capucha, joyerío excesivo, maquillajes desordenados de la señorita Pepis... Hija de madre soltera y alumna ausente del instituto, Mia vive pendiente de su ingreso en un reformatorio, aunque en el subtítulo de la película, quizá por desconocimiento, quizá porque en Latinoamérica los llaman así, dicen colegio de Educación Especial, que es una cosa muy distinta. Si lo sabré yo... 
    Mia, aunque sea una chica problemática, y proclive a los excesos, y maneje un lenguaje verbal de veinte tacos por minuto, no tiene ni un pelo de tonta. En el ecosistema que la ha tocado vivir, ella se desenvuelve con el instinto de un animal muy perspicaz. Una superviviente nata, que no se doblegará por muchas hostias que le depare el destino: las psicológicas, y las físicas también.

            Resumida así, Fish Tank parecería una película de Ken Loach, con su adolescente envuelta en la problemática social de los barrios empobrecidos. Pero esta mujer que escribe y dirige el cotarro, Andrea Arnold, prefiere dejar la denuncia social como telón de fondo, y seguir cámara en mano las tribulaciones amorosas de esta vivaracha deslenguada. Una opción muy respetable que además produce una película extraña y obsesiva. Pero uno, qué quieren qué les diga, piensa igual que los viejos revolucionarios de Rusia: que el cine es un poderoso instrumento de propaganda, y en esta batalla que los parias vamos perdiendo por goleada, películas como Fish Tank son oportunidades desaprovechadas. 
        Esto que yo denuncio en Fish Tank a otros críticos les parece cojonudo, y aprovechan su columna de derechas para lanzarle una puya a la mosca cojonera. Dice el crítico de cine de La Razón
    - “Fish Tank es como una película de Loach, pero bien hecha”. 
    Mentira: es tan buena como una película de Ken Loach, pero sin su carga explosiva. Y eso es, realmente, lo que él celebra.



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La teoría del todo

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Las películas y la vida real se diferencian en dos cosas fundamentales. La primera es que a este lado de la pantalla no hay banda sonora que acompañe nuestras vivencias. Puede suceder, además, que la música no guarde ninguna relación con el acontecimiento vivido, y que el mundo se nos caiga encima mientras suena el reguetón, o ser elegidos por la mujer más hermosa mientras suena un cuarteto tristísimo de Beethoven. Digo esto porque en La teoría del todo, que es un biopic muy estimable y recomendable, la banda sonora comete el pecado gravísimo de hacerse notar, de ser detectada por nuestros oídos en los nudos trascendentales, y eso, por lo menos a quien esto escribe, le saca de la escena, de la magia del cine, y arruina esos momentos en los que Eddie Redmayne y Felicity Jones se curran sus papeles entregados a la causa.

         Y a por Felicity venía yo, precisamente… Porque la otra diferencia que nos separa de las películas es que en la ficción existe una densidad altísima de mujeres hermosas, un imposible estadístico y demográfico, y muchas veces, en el papel que debería corresponder a una actriz de hermosura limitada, se cuela un bellezón resplandeciente que no concuerda con el desempeño. Uno ve las fotos de juventud de Jane Hawking, la primera mujer del científico, y descubre en ellas a una chica maja, de rasgos poco llamativos pero serenos. Una británica de andar por casa, de las que encontraríamos a miles en el metro de Londres. Sin embargo, en La teoría del todo, ella es una mujer tan hermosa que a mí quita el habla y el sueño. 
    En la vida real esas cosas no pasan: las chicas como Felicity Jones no se enamoran de pardillos así, no al menos a primera vista, no en una selección visual apresurada. La biología del emparejamiento, como la física astronómica que reveló el propio Hawking, obedece a leyes inflexibles de la naturaleza. La elección de Felicity Jones me llena de gozo sexual, y reaviva el loco amor que siento por ella, pero en la película no termino de creérmela. Lo suyo es un papelón, un recital, un trabajo deslumbrante, pero por debajo de sus sonrisas, de sus llantos, de sus miradas de gozo o de reproche, yo siempre veo a una mujer que no debería estar ahí. 


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El arca rusa

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En The Story of Film, de Mark Cousins, que es un documental del que hablé muchísimo aunque casi siempre para mal, se mencionaba El arca rusa como una obra maestra de los tiempos modernos. Una virguería estilística del director Alexander Sokurov que en un plano-secuencia de hora y media recorría siglos de historia paseándose por las salas del Hermitage, museo del que ahora mismo no sabría citar ni un solo cuadro, ni una sola escultura, tan afamado e imprescindible como aparece en las guías turísticas, y en las siestas de La 2. De San Petersburgo sé que allí al ladito, en el mismo complejo arquitectónico a orillas del Neva, empezó el sueño proletario que luego terminó en psicopatía bigotuda, y en hecatombe de los ideales.
            El arca rusa se la robé a un galeón español que hacía las Américas el mes pasado, pero lo hice más por curiosidad que por convencimiento, aprovechando una incursión que buscaba joyas menos sofisticadas. El noventa por ciento de lo que recomendaba Cousins  eran películas insufribles, plúmbeas, que él usaba para hacerse pajas porque contenían un avance técnico o un recurso expresivo nunca visto. A Cousins le iban más las formas que los fondos, más los continentes que los contenidos. Justo lo contrario que en este blog... Es por eso que hoy, aprovechando la derrota del Madrid, y la cara de tonto que se me ha quedado, he decido suicidar el sábado de una vez por todas y sustituir el Trankimazin por El arca rusa, que sí, consta de un único y meritorio plano-secuencia; y sí, es un experimento fílmico pocas veces visto; y sí, tiene tropecientos actores danzando por las salas del museo en precisa coreografía; y no, no enseña nada sobre el devenir histórico del pueblo ruso; y menos, mucho menos, mantiene engatusada la atención del cinéfilo provinciano. Menudo rollesky, Mr. Cousins.



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Red State

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Desde que aquellos yihadistas entraron a sangre y fuego en las oficinas de Charlie Hebdo, aquí, en España, por las mañanas, en las radios de derechas, los tertulianos hablan de la superioridad moral de la civilización cristiana en contraste con esa otra de los musulmanes que vive anclada en su particular Edad Media, y que produce terroristas casi como una consecuencia lógica de sus doctrinas. Es, por supuesto, un razonamiento interesado, vomitivo, de un elitismo moral que me recuerda al cura que nos daba religión en el Bachillerato, el padre Ángel, cuando nos aseguraba que todos los no-católicos del mundo irían derechitos al infierno por conocer la palabra de Dios y no haberla incorporado a sus creencias.

      La película Red State nos viene al pelo para recordar que ninguna religión está libre de sus fanáticos violentos. Que en todos los credos cuecen habas, y que siempre hay un trastornado que no tiene reparos en morir empuñando un arma, pues en el Cielo le aguardan mujeres desnudas, o asientos VIP situados a la derecha de Dios Padre. Según lo estipulado en el contrato. Estos cristianos fundamentalistas que retrata Kevin Smith en la película son tipos que hemos visto muchas veces en los telediarios, en los documentales, sectas dirigidas por un mesías que se atrincheran en una granja y terminan liándola parda con sus armas semiautomáticas. Uno pensaba que esta iglesia ficticia de Red State era una cosa muy exagerada, un poco traída por los pelos, pero resulta, para mi asombro de navegante, que esta gente existe de verdad, y que el mismo Jordi Évole, en un programa de Salvados, entrevistó a la familia de este predicador de carne y hueso llamado Fred Phelps. Se autotitulan la Iglesia Bautista de Westboro, y practican su apostolado veterotestamentario  allá en las llanuras agrícolas de Kansas. God hates fags -Dios odia a los maricones- es el slogan que lucen en sus pancartas cuando se presentan en los funerales para insultar al homosexual fallecido, y recordarle que el infierno es su destino ineludible.
Hosti, nen.





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