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La teoría del todo

🌟🌟🌟
Las películas y la vida real se diferencian en dos cosas fundamentales. La primera es que a este lado de la pantalla no hay banda sonora que acompañe nuestras vivencias. Puede suceder, además, que la música no guarde ninguna relación con el acontecimiento vivido, y que el mundo se nos caiga encima mientras suena el reguetón, o ser elegidos por la mujer más hermosa mientras suena un cuarteto tristísimo de Beethoven. Digo esto porque en La teoría del todo, que es un biopic muy estimable y recomendable, la banda sonora comete el pecado gravísimo de hacerse notar, de ser detectada por nuestros oídos en los nudos trascendentales, y eso, por lo menos a quien esto escribe, le saca de la escena, de la magia del cine, y arruina esos momentos en los que Eddie Redmayne y Felicity Jones se curran sus papeles entregados a la causa.

         Y a por Felicity venía yo, precisamente… Porque la otra diferencia que nos separa de las películas es que en la ficción existe una densidad altísima de mujeres hermosas, un imposible estadístico y demográfico, y muchas veces, en el papel que debería corresponder a una actriz de hermosura limitada, se cuela un bellezón resplandeciente que no concuerda con el desempeño. Uno ve las fotos de juventud de Jane Hawking, la primera mujer del científico, y descubre en ellas a una chica maja, de rasgos poco llamativos pero serenos. Una británica de andar por casa, de las que encontraríamos a miles en el metro de Londres. Sin embargo, en La teoría del todo, ella es una mujer tan hermosa que a mí quita el habla y el sueño. 
    En la vida real esas cosas no pasan: las chicas como Felicity Jones no se enamoran de pardillos así, no al menos a primera vista, no en una selección visual apresurada. La biología del emparejamiento, como la física astronómica que reveló el propio Hawking, obedece a leyes inflexibles de la naturaleza. La elección de Felicity Jones me llena de gozo sexual, y reaviva el loco amor que siento por ella, pero en la película no termino de creérmela. Lo suyo es un papelón, un recital, un trabajo deslumbrante, pero por debajo de sus sonrisas, de sus llantos, de sus miradas de gozo o de reproche, yo siempre veo a una mujer que no debería estar ahí. 


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Proyecto Nim

🌟🌟🌟

Confieso que se me han caído dos o tres lagrimones en los minutos finales de Proyecto Nim. Y que he reprimido, a duras penas, por un sentido absurdo de la hombría, unos cuantos más que ahora se van reabsorbiendo en los lagrimales. Me ha llegado al alma la desventura de este chimpancé llamado Nim Chimpsky, al que sus tutores -¡bellacos!, ¡malandrines!, ellos sí que simiescos- llamaron así para burlarse de Noam Chomsky, mi líder espiritual, mi entrañable profesor, con el que mantenían serias discrepancias sobre las bases innatas del lenguaje. 



     Siendo un chimpancé recién nacido, Nim fue seleccionado en 1973 por la Universidad de Columbia para llevar a cabo un experimento inusual: vivir adoptado en una familia de humanos para enseñarle el vocabulario y la sintaxis de la lengua de signos, y mostrar al mundo entero que el lenguaje estructurado no era patrimonio exclusivo de los seres humanos. Los primeros años de Nim en su familia de adopción fueron felices. El padre era un poeta que vivía a su aire, pasota y distante; la madre, una post-hippy que llegaba a compartir su porros con Nim; y los hijos, unos anarquizantes que jugaban al salvajismo y a la indisciplina allá en la granja donde vivían. Eran la familia perfecta para un chimpancé que saltaba por los columpios, que dormía en las camas, que “reordenaba” de vez en cuando las estanterías... Y que no recibía, además, ningún tipo de enseñanza sistemática de la lengua de signos, que era, en principio, el motivo científico de su adopción. 

    El responsable del experimento, el lingüista Herbert Terrace, tomó cartas en el asunto e introdujo, en la dinámica familiar, a una alumna suya de la universidad, predilecta en todos los sentidos, que se encargaría de planificar las clases particulares... Y hasta aquí, como decía Mayra Gómez Kemp en el Un, dos, tres, puedo leer. No voy a desgranar, para los interesados, el documental entero. Sólo diré que la historia se irá tornando oscura, irritante, desalmada. Que el ser humano, el hijo puta del ser humano, aparecerá en escena para traer la desgracia a Nim el chimpancé. Unos por insensibles, otros por cobardes, otros por egoístas... en fin: la panoplia al completo.



     Quería lanzarme aquí a la diatriba furibunda, al discurso misántropo, pro-animal, indignado, plagado de tacos. Pero no me iba a salir. O me iba a salir muy mal. Cuando veo a seres humanos maltratando a animales, se me funden las entrañas, se me agolpa la sangre en la cabeza, todo en mi pensamiento se vuelve de un color rojo intenso, de cólera y de asco. No lo puedo remediar. Es superior a mis fuerzas. Ensañarse con un animal es la mayor de las bajezas, el mayor de los pecados, castigado con el infierno perpetuo, y las llamas eternas. Ay, si yo gestionara ese negociado del Averno... A cuántos que allí sufren perdonaría al instante, y a cuántos que vagan libres por la Tierra condenaría para siempre.

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