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Última noche en el Soho

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Quizá ya sea demasiado tarde para empezar. Pero no queda otra. Hay que cercenar las novelas aburridas desde el principio; decapitar las películas chorras que asoman su cabezón. Sin compasión. Necesito una katana de Hattori Hanzo para ejecutar los tajos inmaculados. Un arranque de valentía para ganar una tarde despejada, o una noche promisoria. Hay más vida al otro lado del sillón de lectura o de la pantalla de la tele. Y también hay más libros y películas que esperan su turno en las estanterías. Los objetos no tienen piernas para largarse con la impaciencia, pero corres el riesgo de que se acumulen y que se pase el tiempo del arrebato. El tiempo del enamoramiento de aquella trama, de aquella portada, de aquella actriz de belleza inconcebible.

Medio siglo nos contempla. Digo a nosotros, a los del plural mayestático. Al hombre y al cinéfilo; al seguidista y al protestón. Somos legión aquí dentro. Pero hasta ahora había un demonio muy poderoso que sojuzgaba a los demás. Él era el puto jefe, Pazuzu, tan musculoso como cobarde, que casi nunca se atrevía a parar una película cuando la cosa desbarraba o se desinflaba. Pazuzu siempre se aferraba al magisterio de la crítica, o a la cabezonería de su elección. “Algo tendrá la película cuando tanto la alaban”, decía. O: “Pues mira, si me equivoqué, me jodo, y para otra vez aprendo”.

Pero Pazuzu nunca aprendía, y así estábamos todos los demás, aburridos de tragarnos películas como ésta. Más bien hartos. Hasta los cojones diría yo. Así que hemos organizado el Motín de los Avernos, con la ayuda de Esquilache. El otro día, viendo “Spencer”, ya pusimos a Pazuzu en un brete: “O dejas de ver esta mierda o llamamos al padre Merrin para que venga con el maletín”. Pazuzu no dio su brazo a torcer, pero se le pintó el miedo en la mirada. Sus ojos rojos perdieron de pronto el fulgor de los desiertos.

Hoy, a la media hora de película, hemos cargado todos juntos y le hemos arrebatado el mando a distancia. Nos han caído encima algunas hostias descomunales, pero al final hemos logrado detener la película. Última noche en el Soho. Última noche de dictadura.





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Las aventuras de Priscilla, reina del desierto

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Hay que tener un par de cojones -o de vaginas reconstruidas- para salir así, al desierto australiano, en 1994, a vestirse de drag y versionar los grandes éxitos de ABBA ante los paletos del interior, que con una cerveza en una mano y el taco de billar en la otra miran incrédulos el escenario, pensando si eso es el arte de la performance, que dicen muy de moda en Sidney, o si esos tres mamarrachos se están riendo del personal. Hay que tenerlo muy bien puesto, lo que sea, para coger el autobús, llamarlo Priscilla, pintarlo de color lavanda  y lanzarse a la carretera a dar rienda suelta a la vocación, al espectáculo, al aquí estoy yo, éste es mi rollo, ¿pasa algo...?

Joder, lo que ha llovido desde 1994 para acá... En el desierto australiano no mucho, y aquí, en La Pedanía, cada vez menos, por culpa del cambio climático, pero en cuanto a la tolerancia de la homosexualidad -que ya es, de por sí, una palabra casi extinta- es como si hubieran caído tres diluvios universales y otro continental. En 1994 todavía triunfaban los chistes de “mariquitas” en la tele. Los casetes de Arévalo se vendían como churros en las gasolineras. La generación de mis padres veía a las drags en los carnavales de Tenerife y llamarles “maricones con gracia” era lo más suave que se les ocurría. En 1994 Boris Izaguirre todavía no se había sacado el ciruelo en “Crónicas Marcianas” para hacer visible al colectivo. Lo que hizo Boris Izaguirre por los gays y lesbianas de este país -así, a lo tonto, paseando su pluma por los platós-  todavía no está suficientemente reconocido.

En la película, al personaje de Hugo Weaving se le saltan las lágrimas cuando su hijo le acepta como es, con su novio, y su trabajo, y su vida alejada del consenso. Weaving le mira como quien contempla a un santo, o a un extraterrestre. Y sin embargo, ahora casi toda la juventud es así: más que tolerante, indiferente. Ser gay o lesbiana ya es como ser del Real Madrid, o haber nacido en Asturias: un accidente que no te define. Una anécdota en el currículum. Sólo los tarados, los católicos, y los homosexuales que se niegan a sí mismos, se oponen todavía al paso de Priscilla, que viene rugiendo como una locaza por la carretera.


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Lejos del mundanal ruido

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Hay títulos que le persiguen a uno hasta la obsesión. Que llevan años ahí, sonando, rebotando, prendidos de una meninge hasta que no hay más remedio que ver la película para desprenderlo. Lejos del mundanal ruido… Cuántas veces habré formulado este deseo sin letras cursivas: lejos del mundanal ruido, del mundanal trabajo, del mundanal gentío. Vivir en sociedad, sí, cerca de las farmacias, de los supermercados, de los restaurantes chinos, porque uno no podría sobrevivir sin estas ventajas del abastecimiento, incapaz de procurarse el sustento de la granja o de la huerta, pero lejos, muy lejos, a mil años-luz del espíritu, donde no llegue el ruido, ni el pelmazo, ni el sonsonete cansino de la civilización. No sé si me explico.


            Lejos del mundanal ruido… Uno había leído las sinopsis y ya venía preparado para el mundo preindustrial, el paisaje bucólico, la bella mujer pretendida por tres hombres enamorados. Uno leía a John Schlesinger en los títulos de crédito y se sentía seguro y confiado. Schlesinger es el responsable de Cowboy de medianoche, de Marathon Man, y además juega en casa, en su Inglaterra natal. Empieza la película y me las prometo muy felices en esos paisajes ondulados, del cereal mecido por el viento, tan cerca del mar. La belleza de Julie Christie es luminosa, seductora, y no tiene nada que envidiar a la de Maureen O’Hara o a la de Kate Winslet, otras británicas enamoradas. Estoy muy predispuesto a dejarme llevar por su hermosura, y a creerme sus desventuras económicas y románticas. Estamos, efectivamente, muy lejos del mundanal siglo, del mundanal estruendo, del mundanal progreso.


            Pero la película se me va cayendo poco a poco de los ojos. Todo es cursi, relamido, tontorrón, decimonónico en el peor sentido de la palabra. Y dura, además, 157 minutos eternos, que iré sorteando con el mando a distancia hasta llegar al previsible final. Todos es muy bonito, sí, pero rancio, y viejuno, y naftalinoso, como si Lejos del mundanal ruido no sólo se ambientara en un siglo extinguido, sino que se hubiera rodado allí mismo, mucho antes del invento de los hermanos Lumière, en una avanzadilla técnica que tal vez mereciera una investigación, y un doctorado, y un documental para el National Geographic.




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